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Tiempo (I)

Tiempo.

María Neupavert

Las Palmas de Gran Canaria —

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Quinto día de encierro. Aunque leo por ahí que es el sexto. Apenas acabamos de empezar y ya las cifras se tambalean, nos bailan seduciéndonos para que perdamos el sentido de la realidad. De nada sirve el calendario. Saber si es jueves, lunes o domingo. Porque aquí dentro y allí fuera todo es igual, todo permanece en una quietud inimaginable hace tan solo un par de semanas. El tiempo se convierte en algo flexible y etéreo. Recuerdas aquellos 15 días de vacaciones en Turquía en el verano de 2018, la llegada al aeropuerto, el sello en el pasaporte, las experiencias tan deseadas y tantas veces imaginadas, y cómo visto y no visto todo llegaba a su fin, en apenas un abrir y cerrar de ojos. Recorrer las calles de Estambul, las vistas sobre el Bósforo, el abrazo inminente de una de tus mejores amigas que te aguardaba en Esmirna, esa ciudad vibrante cuyo nombre, nada más pronunciarlo, te hacía trasladarte a pasados remotos, a épocas de gladiadores, teatros, pan y circo. Recuerdas con incredulidad esos exactos 15 días de desconexión. Atrás quedaban el estrés del trabajo, la rutina demoledora y aplastante, las responsabilidades diarias, el peso invisible de la cotidianidad. Revives el viaje en autobús hacia Capadocia, el vértigo en el estómago al sobrevolar el paisaje rocoso sobre la cesta de un globo idéntico al que habías visto una y otra vez en esos dibujos animados, tarde tras tarde tras volver del colegio. Son, 80 días son, 80 nada más... Y piensas que cualquiera de las horas que debes permanecer entre tus cuatro paredes se hace más larga que ese medio mes, esos 15 días completos que tan cortos te parecieron, que tan rápido se evaporaron. El tiempo, alargándose y contrayéndose, estirándose de tal forma que una vida entera podría caber en el movimiento acompasado y monótono del segundero de tu reloj. 

Paciencia, te repites. Paciencia porque esto es solo el principio, porque nadie sabe a ciencia cierta hasta cuándo podremos, deberemos, permanecer así. No salir, no exponerse, no dejar diseminadas por el mundo las pequeñas gotas y partículas de ti, de tu cuerpo, tan letales y mortíferas que hasta tú mismo te asustas y asumes el arresto domiciliario como única solución, como castigo inevitable ante la posesión de células que podrían estar cargadas de un virus que pone en jaque a toda la humanidad. Es todo tan paradójico, tan distópico. Rememoras cómo no hace tanto veías en la pantalla de tu televisor la desinfección completa de un avión que repatriaba a un reducido grupo de compatriotas residentes en una remota región de China donde todo dio comienzo. Recreas en tu mente la sucesión de escenas, la meticulosidad con la que las autoridades procedieron a limpiar cada esquina, cada recoveco: el pliegue de los asientos, la ranura que separa el asiento 21B del 21A, el pequeño orificio por el que, en circunstancias normales, emanaría una fresca y continua corriente de aire que impactaría directamente sobre tu entrecejo. Vuelves a ver a los equipos de desinfección, ataviados con trajes casi más sofisticados que los que se diseñaron para los tripulantes del Apolo 11, el dispositivo de seguridad, los vídeos caseros que aquellos desconocidos, convertidos de repente en el centro de la noticia, grabaron desde la planta del hospital habilitada para ellos, para pasar una cuarentena impuesta como requisito para su regreso a casa. Y sin embargo ahora todo este protocolo se reduce a 1 metro de distancia y a una combinación de agua y jabón. 1 metro que puede salvar tantas vidas, evitar tanto sufrimiento. Una mezcla de elementos tan sencillos y cotidianos que a veces incluso nos olvidamos de que son una auténtica pócima mágica y que nuestro baño es el laboratorio más avanzado, el lugar en el que la alquimia se materializa para paliar los efectos de esta trampa mortal. 

Quinto día de encierro. Probablemente todavía nos queden otros 25. Mientras tanto, el tiempo transcurrirá exactamente a la misma velocidad que siempre. Segundos, minutos, horas, días o semanas que pasarán ajenas a nuestra voluntad, indiferentes a nuestros agobios y desazones, a nuestras desesperanzas, anhelos y frustraciones. Tic. Tac. Tic. Tac. Y así, poquito a poquito, iremos llegando al final de nuestra particular historia de terror, de esta fantasía futurista instalada en nuestro presente, de esta concatenación de hechos que nos han obligado a ser los protagonistas de nuestro propio episodio de Black Mirror. Toca aguardar y aguantar. El final, aunque a ratos se nos olvide, está hoy más cerca de lo que lo estuvo ayer.

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