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Indra Kishinchand López

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Todos los jueves veo a Emilio. La última semana me preguntó qué me pasaba con cara de preocupación. “Hoy te veo más apagada”, me dijo. Le contesté con una sonrisa que nadie sabía mejor que él lo que apretaba la vida. Que había veces que se llevaba peor que otras. Él me contó que era muy creyente, que todos los viernes visitaba una capilla de la que no recuerdo el nombre y que al día siguiente pensaría en mí cuando fuera. “Voy a poner una velita para que te vaya todo bien”, confesó. Me emocioné al pensar que algo tan importante para él formaría ahora también parte de mí. Entendí que yo no tenía nada igual que ofrecerle porque no creo en nada más allá de que, por fortuna, la existencia tiene un límite asegurado. No sentí pena, sino que imaginé que mis buenos deseos hacia él suplirían de algún modo mi ausencia de creencias.

Esa misma semana mi amigo Manu me preguntó qué es lo que más me gustaba de ser yo mientras tecleábamos en alguna de las nueve horas al día que pasamos juntos. Le respondí que sin duda era todo lo que no tenía que ver conmigo; es decir, todas las personas que, como él, rodeaban mi existencia con más amor del que podría llegar a merecer.

Después de todo, el domingo contemplé las paredes blancas que habían estado llenas de todos los museos a los que fui durante 730 días y vi el final de una cama llena de desconocidos, los restos de un cuarto en el nunca hubo amor sino verdades a medias y sentí como desprendiéndose una parte de todo lo que soy. El miedo es un sentimiento muy valioso si te otorga la capacidad de seguir adelante; lo malo es cuando te encuentras mirándote desde fuera y dándote cuenta de que a medida que pasan los años la vida lo único que hace es apretar más de lo que lo hacía antes, como recordándote que lo que queda será, con creces, peor de lo que imaginas.

Ahora que en estas paredes blancas descubro bajo el mapa que me regaló mi padre aquel que pinté cuando llegué a esta casa, recuerdo que mi deseo es viajar para siempre. Viajar y volver a casa para sentir que lo único que me gusta de ser adulta es sentarme con mis padres a beber cerveza al sol del eterno verano. Y hacerlo con la certeza de que ese amor también ha madurado y ya no se corresponde con la extraña sensación que era tener quince años. A día de hoy hablo con ellos desde la distancia y me gusta hacerlo desde el portal de casa en las noches de verano. Así les siento más cerca de un modo totalmente inexplicable, pero ya me he acostumbrado a tener manías que se escapan a mí misma.

Ojalá algún día poder elegir el tiempo detenido.

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