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Nacidos para aburrir

Fotograma de 'La última bandera'

Fer D. Padilla

Santa Cruz de Tenerife —

- Título: La última bandera (Las flag flying), 2017

- Dirección: Richard Linklater

- Guión: Richard Linklater (basado en el escrito original de Darryl Ponicsan)

- Reparto: Steve Carell, Bryan Cranston, Laurence Fishburne, J. Quinton Johnson

En los últimos años ha existido mucha expectación en torno a los nuevos proyectos del director Richard Linklater, tras erigirse como director innovador, apostando por trabajos de gran originalidad y calidad como Todos queremos algo, Una mirada a la oscuridad y, por supuesto, la trilogía de Antes del… y Boyhood.

Pero lo cierto es que poco a poco su nombre se va diluyendo, si es que realmente consiguió algún día hacerse recordar entre el gran público. Necesitamos recuperar su perspectiva innovadora, creativa; su genio interior, el que lo ha llevado a construir experiencias por encima de películas. Necesitamos que vuelva el Linklater más arriesgado posible, que regrese su faceta de científico loco del cine para dar una vía de escape a los que queremos optar por algo más allá de lo estándar.

Con La última bandera, sentidamente, el director continúa ese descenso a la vulgaridad. Lo hace partiendo de la idea de dar una libre secuela a El último deber (Hal Ashby, 1973). Lo malo es que obviamente el contexto sociohistórico no es el mismo y la adaptación puede parecer un disparate o quedarse corta y resultar aburrida, que es el caso.

Es una historia de la que no se entiende su porqué. No se sabe realmente si es una cinta antibelicista o si pretende ensalzar los valores patrióticos del Tío Sam. Funciona a ratos, según le convenga. Así se construye un triángulo en torno al protagonista en el que encontramos todas las perspectivas no muy cuidadosamente representadas.

Steve Carell es ese eje tedioso, apático, sin vida alguna y cuya interpretación se cimienta en poner cara al proceso de duelo: sentir poco, hablar poco, hacer poco. A juicio del espectador lo correcto o no del ejercicio. Mientras, Cranston interpreta al humano pecaminoso, diablo en la guerra hasta para su propio bando y Fishburne a aquel que ha encaminado su vida a redimir sus crímenes mediante la estrategia más manida posible: la búsqueda de Dios. El resultado es semejante a una pelea por ver qué actor del grupo consigue sobresalir por encima del resto. Vistas las personalidades adjudicadas, unos lo tienen muchísimo más fácil y no por ello aciertan más.

Pero sí que sorprende la interpretación del joven J. Quinton Johnson, en la piel de amigo del fallecido y escolta de su cuerpo inerte. Es en él donde el guión deposita la esperanza, la perspectiva, la frescura y por qué no decirlo, lo único que llama la atención positivamente de la cinta.

La historia de La última bandera llega tarde -si es que debía llegar- y mal. Nos habla de un conflicto que, en la actualidad, con toda la información existente, ya ha quedado caduco de reflexión posible en su sociedad, dado que se viven años de fundamentalismo del horror y la inmediatez. No son tiempos comparables, ni siquiera ya se pueden establecer complejas reflexiones alrededor de temas como la guerra en general.

Si en Estados Unidos, donde La última bandera podría haber funcionado un poco mejor, no ha calado, en Europa directamente sobra. Afortunadamente, la gran mayoría llevamos mucho tiempo viviendo en la ignorancia de no saber qué se siente al perder a alguien en la guerra. No lo entendemos ni queremos que sea así. Ni mucho menos deberíamos querer explotar la máquina creativa del belicismo cuando no tiene sentido. Juzguen cuando sí lo tiene, si encuentran un momento que lo justifique.

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