Baltasar Garzón no está solo. Pino Sosa y otros testigos de avanzada edad vencieron el miedo escénico y se expresaron libremente ante el tribunal convirtiendo la defensa del magistrado en un hito inesperado: que toda España conociera desde una sede judicial los desvelos de tantas familias represaliadas por el franquismo que piden el reconocimiento público de sus seres queridos y, en la mayoría de los casos, recuperar sus restos para poder morirse con ellos en paz. Puede que esos emocionados testimonios no tengan un efecto jurídico o político inmediatos, y menos ahora que pintan bastos, pero servirán sin duda para que muchos que todavía hoy sostienen que se trata de remover venganzas sepan que hay episodios de nuestra historia reciente que se cerraron con el dolor y el olvido más despreciable hacia los ofendidos. Nada cabe esperar en estos momentos de regreso al pasado, con ministros aboliendo leyes y educación para la ciudadanía, con recortes a los derechos de las mujeres y con condenas a la miseria a los más desfavorecidos. Es un momento poco propicio para esperar de la Justicia de moqueta roja y sillones de terciopelo, la que protege a la juez de los chupitos del 11-M y aparta al juez de la justicia universal, cosa distinta que la protección del poder que les otorgó el poder. Habrá que esperar por la otra Justicia, la que en este juicio tiene que entrar por la puerta de atrás para poder acercarse a decirle a Garzón que son muchos los que están con él.