El clan de John 'Goldfinger' Palmer en Canarias esquiva la cárcel

Los miembros de la organización de John Palmer en Canarias, durante el juicio en la Audiencia Nacional. (EFE)

Iván Suárez

Cuando el conocido estafador británico John Goldfinger Palmer apareció muerto el 24 de junio de 2015 en el jardín de su chalet en Brentwood, en el condado de Essex, al este del Reino Unido, tan solo habían transcurrido trece días desde que la Fiscalía Anticorrupcíón pidiera para él quince años y cuatro meses de cárcel y una multa de dos millones de euros en un escrito de acusación que le describe como el ideólogo de un fraude a gran escala en el negocio del timesharing (aprovechamiento por turnos de bienes turísticos) desde el sur de Tenerife, isla en la que se había asentado a mediados de los años 80.

Aunque los informes iniciales vinculaban el fallecimiento a causas naturales, a complicaciones derivadas de una operación cardíaca a la que se había sometido, una segunda autopsia reveló que Palmer había recibido en el pecho dos disparos con un arma de un calibre tan pequeño que los orificios ni siquiera fueron detectados en el primer reconocimiento visual. Según la policía británica, “un golpe profesional” aún por esclarecer.

Tres años y medio después de aquel suceso, diez colaboradores y/o secuaces de la organización que Palmer dirigía desde Tenerife se han sentado en el banquillo de los acusados para responder ante la Audiencia Nacional de los delitos de asociación ilícita, estafa, blanqueo de capitales y tenencia ilícita de armas. Tanto en el origen de la causa como en su inminente resolución (ya está vista para sentencia tras la celebración del juicio entre el 21 de enero y el 4 de febrero), el factor tiempo ha desempeñado un papel crucial. En su inicio porque era precisamente eso, tiempo, lo que vendía la red tejida por Dedo de oro. En concreto, el derecho de uso, por semanas, de apartamentos turísticos. Un periodo vacacional que, según el relato de la Fiscalía, “rara vez” lograban disfrutar las víctimas, turistas de nacionalidad extranjera, a pesar de haber pagado para ello miles de euros.

También es el tiempo, concretamente los 19 años que han transcurrido desde que el juez Baltasar Garzón iniciara las diligencias en 2000 hasta la celebración del juicio, el que ha diluido el procedimiento judicial hasta dejarlo reducido a las exiguas penas que ha pedido el fiscal en su informe final, que implican que, en caso de ser declarados culpables, todos los acusados, a excepción de uno de ellos, se librarán de pisar la cárcel al no superar los dos años de condena de prisión y carecer de antecedentes penales computables.

Las penas solicitadas en el escrito de calificación oscilaban entre los 8 y los 15 años de cárcel. Sin embargo, al término de la vista oral, el representante del Ministerio Público aplicaba a los procesados el atenuante de dilaciones indebidas para rebajar de forma considerable su petición. Solo para uno de ellos, Darren Morris, sobrino de Palmer, reclama una condena superior a los dos años. En concreto tres, porque une a los delitos de los otros acusados el de tenencia ilícita de armas, ya que durante el registro a su domicilio se incautó una pistola parabellum de 9 milímetros con el número de serie borrado y un cargador con nueve cartuchos, en correcto estado de funcionamiento, que era propiedad de su tío.

Además de la reducción de penas por las dilaciones indebidas de una causa que tuvo a cuatro jueces instructores en quince años (además de Baltasar Garzón intervinieron el actual ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, y los magistrados del caso Gürtel, Pablo Ruz y José de la Mota), el fiscal ha retirado los cargos contra tres de los acusados: Crhistine Ketley, Ramón Solano y Jorge Gallart.

En el caso de los dos primeros lo hizo en la sesión inicial del juicio, al entender que sus delitos habían prescrito. Ketley, que era la pareja de Palmer y que el pasado verano llegó a ofrecer 100.000 libras a quien diese información sobre la identidad de su asesino, ya fue condenada en 2001 por el Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales, conocido como Old Bailey, a dos años de cárcel por estafar a 20.000 clientes de timesharing desde Tenerife. Cuando Goldfinger ingresó en prisión por la misma causa tras ser condenado a ocho años (cumplió aproximadamente cinco), Ketley se situó en la cúspide del negocio y se hizo cargo de las sociedades junto a Richard Cashman, considerado el lugarteniente de Palmer.

El abogado tinerfeño Ramón Solano, por su parte, era el asesor legal y financiero de Palmer. Según la Fiscalía, su mano derecha, una persona primordial en la gestión de sus sociedades y partícipe en el diseño del entramado de empresas con el que la organización introducía en el circuito legal los fondos obtenidos de actividades ilícitas. A Solano lo sustituyó en estas funciones Gallart, que años antes, en 1986, ya había ejercido de testaferro del jefe del clan.

De los otros siete procesados solo una, la holandesa Jacoba Visscher, ha reconocido los hechos y, por tanto, su culpabilidad. Visccher dirigía las oficinas de dos empresas, Dinastia Resort y Nagalti Services, vinculadas a la red de estafas de 'timesharing' de Palmer. La petición de penas de cárcel de Anticorrupción se ha reducido para ella de ocho años a diez meses.

Así operaba la maquinaria de Palmer

Las primeras denuncias contra la organización de John Palmer se remontan a 1993. Las víctimas identificadas, turistas de nacionalidad extranjera, ascienden a 205, aunque se cree que la cifra puede ser mucho mayor. Las primeras detenciones se produjeron en junio de 2002, tan solo unos meses después del ingreso en prisión de Dedo de Oro, apodado así tras ser acusado por Scotland Yard de ser el cerebro del denominado robo del siglo, cometido en diciembre de 1983 cerca del aeropuerto de Heathrow, un espectacular asalto a mano armada para sustraer más de tres toneladas de oro en lingotes, un botín de 30 millones de euros. Las barras de oro fueron fundidas en el jardín de Palmer, quien, no obstante, acabaría siendo absuelto al no poder demostrarse su participación en el robo.

Tras ese episodio, Palmer, que entonces ejercía como joyero, llegó a Tenerife en 1985, huyendo de Reino Unido. Y fue en el sur de esta isla donde se asentó y construyó lo que la Fiscalía define como “una maquinaria ad hoc para realizar estafas en la venta de apartamentos a tiempo compartido. A través de este y otros negocios, Goldfinger llegó a amasar una fortuna que en el año 2004 se cifraba en 600 millones de euros.

La organización de Palmer comenzó su “mecánica de engaños” con la venta a las víctimas de una o varias semanas de vacaciones al año, en complejos, principalmente en Tenerife, propiedad de sus sociedades, algunas radicadas en la Zona Franca de Madeira, considerada un paraíso fiscal. Tras la entrada en vigor en España, en 1998, de la ley que regulaba la multipropiedad, la red cambió su operativa para eludir denuncias por incumplimientos e implantó el sistema de adhesión a un club de vacaciones. Para captar a los clientes, además de aplicar agresivas técnicas comerciales,  prometían una lucrativa reventa del derecho de uso y ocupación del inmueble turístico a cambio del ingreso en ese club, que ofrecía como gancho supuestos descuentos en billetes de avión o alquileres de coches.

Los compradores pagaban dos veces. Una primera, tras la firma del contrato en las oficinas de Canarias, con un cargo en la tarjeta de crédito. Posteriormente, desde sus países de origen, con una transferencia a cuentas radicadas en la isla de Man. Además tenían que abonar unos honorarios anuales en concepto de gastos de mantenimiento. Si no lo hacían, se les imponían intereses coercitivos.

Según el relato de la Fiscalía, la organización de Palmer vendía “humo”. Los clientes nunca llegaban a disfrutar de esas semanas de vacaciones adquiridas. Cuando las solicitaban, las empresas del entramado se las negaban con la excusa de que en ese momento los apartamentos no estaban disponibles y les ofrecían, a cambio de más dinero, modificaciones de fecha que tampoco cumplían. “Se aprovechaban del miedo de los clientes a perder toda la inversión”, explica el representante del Ministerio Público en su escrito de acusación.

A este modo de operar se le añaden otros engaños, como la venta en “complejos residenciales inexistentes” entre 1993 y 1997 (entre ellos los de Montaña Vista, en Tenerife, o Gomera Palm Beach, en la isla colombina, que nunca llegaron a construirse), las subidas constantes en las cuotas de mantenimiento con la amenaza de perder la titularidad de la propiedad compartida en caso de impago o la promesa de una reventa o alquiler que nunca se llega a materializar.

A partir de 1998, el clan transforma el negocio hacia la fórmula del club de vacaciones (Dream Work Vacation Club), consistente en la supuesta venta de un paquete de “uso y disfrute durante cierto tiempo (semanas) de apartamentos y hoteles en zonas turísticas de todo el mundo”, si bien la red de Palmer solo ofrecía a los clientes sus complejos en Canarias. En el momento de la firma del contrato, las víctimas entregaban una cierta cantidad de dinero a cambio de un cheque. La organización les hacía creer que ese cheque podría ser cobrado, por un importe superior, transcurrido un periodo de tiempo (59 semanas o más).

Blanqueo de capitales

La organización vendía los paquetes de vacaciones a través de sus empresas españolas, que eran las que figuraban en los contratos de compraventa. El primer pago de los clientes, realizado en las oficinas en Canarias, servía a la red para hacer frente a los gastos corrientes y declarar los ingresos ante Hacienda.

Sin embargo, las transferencias que los clientes realizaban desde sus países de origen, una vez firmados los contratos, llegaban a cuentas que la organización tenía abiertas en paraísos fiscales a nombre de sociedades extranjeras, iniciando el proceso de blanqueo de dinero. Cada oficina de ventas operaba de forma autónoma, cada una con su cuenta, aunque todas ellas con las mismas entidades bancarias. El objetivo, según el fiscal, era “evitar que se pudiera establecer una conexión entre ellas” y ocultar los mecanismos de blanqueo.

Ese dinero en paraísos fiscales, obtenido mediante actividades ilícitas, se introducía en el circuito legal a través de dos mecanismos. Por un lado, las transferencias bancarias a cuentas de terceras personas. Paul y Edward Murray, sobrinos de Palmer, eran titulares en España de las cuentas bancarias de no residentes que recibían esas transferencias del exterior y obtenían el dinero en efectivo en divisas españolas que después reintegraban. Por otra parte, la organización compraba inmuebles en el país a través de sociedades pantalla creadas en paraísos fiscales, fundamentalmente en Madeira, o acciones de sus propias empresas españolas, con lo que lograba introducir divisa extranjera bajo la tapadera de una inversión.  

El entramado financiero del clan de Palmer, que llegó a acumular decenas de sociedades y cuentas, se completaba con la creación de empresas, a través de testaferros, para comprar terrenos en los que posteriormente edificaban complejos de apartamentos o centros comerciales, enmascarando su verdadera titularidad.

Los sueldos de los trabajadores en otros negocios que abrió Palmer con el dinero del timesharing (restaurantes, boleras...) se pagaban con dinero de la cuenta que la organización tenía en la isla de Man, lo que, a juicio de los investigadores, demostraba que sus actividades “legales” no generaban los beneficios suficientes.

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