De Barranquilla a Santa Marta con parada y fonda en Macondo: un viaje por la tierra que inspiró Cien Años de Soledad

Atardecer en La Ciénaga. Estos paisajes fueron el escenario de infancia de Gabriel García Márquez.

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Antes de que si quiera alguien se atreviera a pensar en la Troncal del Caribe, viajar entre Barranquilla y Santa Marta (esa que tiene tren, pero no tiene tranvía) era una auténtica odisea que demandaba más de una jornada. Había que meterse muchos kilómetros tierra adentro para llegarse hasta el cauce terroso del Magdalena y, desde allí, volver a buscar el mar ya cerca del lugar dónde este río de traza mítica se encuentra con un Caribe en el que el agua del mar tiene un aspecto más parecido al café con leche que a ese azul idílico de las postales o las novelas de piratas. Ahí, a medio camino de las orillas y el río, está Aracataca, una de las muchas poblaciones de esta parte del mundo dónde abunda la casa sencilla de techo de chapa y las calles de pura arena. Eso sí, los colores chillones de los muros y el verde esmeralda de los campos y manglares le dan ese toque exótico que tanto gusta al viajero. Aunque nada del otro mundo, no se vayan ustedes a creer otra cosa. Pero, como sucede en otros muchos lugares similares, el contexto es lo que importa. Porque Aracataca está a medio camino de las primeras colinas que anteceden a las cumbres heladas de Sierra Nevada y La Ciénaga. Y esto, en la historia que vamos a contarles a continuación, es algo de vital importancia.

En un lugar como éste, en el que casi todo es tan nuevo que casi está por hacer (dicen que muchas cosas carecían de nombre hasta hace bien poco y había que señalarlas con el dedo), las viejas historias tienden a la exageración. A espaldas de Aracataca están esas sierras altísimas en las que, por ejemplo, hay viejas ciudades perdidas de tiempos muy anteriores a la llegada de los conquistadores españoles. Como la que construyeron los Taironas mucho antes de que los incas empezaran a imaginarse Machu Picchu (sólo se puede visitar en tours organizados que duran entre cuatro y seis días). Las selvas de Santa Marta fueron uno de los lugares en los que se buscó con tantas muertes como penurias la quimera de El Dorado. Los taironas aún son consumados orfebres y su herencia en el trabajo de los metales preciosos puede rastrearse en el magnífico Museo del Oro Tairona de Santa Marta (Carrera, 2; Tel: (+57) 5 421 02 51). Ya tenemos tres ingredientes fundamentales: indios, piratas y españoles en un entorno marcado por la costa y la montaña. En un lugar así no es de nada extraño encontrarse cerca del mar con un viejo galeón español prácticamente intacto entre los árboles de la selva: con sus jarcias y velas colgando en jirones cubiertos de fronda y orquídeas y un “apretado bosque de flores en su interior”. O que un imán saque del lecho de una vieja armadura en la que hay un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.

En esta parte del mundo también se jugaron grandes partidas de la historia. El mismísimo Simón Bolívar bajó casi moribundo por el Magdalena para cerrar los ojos por última vez en la Quinta de San Pedro Alejandrino (Av. del Libertador - Sector San Pedro Alejandrino-; Tel: (+57) 5 433 29 95), una preciosa hacienda azucarera colonial que se encuentra también en Santa Marta. Uno de los más destacados capitanes realistas que operó en la zona contra los independentistas se apellidaba Iguarán. Y encontramos los otros ingredientes fundamentales del potaje maravilloso: la lucha libertadora americana y todas las frustraciones posteriores en forma de guerras civiles y pronunciamientos de uno y otro signo que, la mayoría de las veces, terminaban con los cabecillas frente al pelotón de fusilamiento; justo ese momento en el que Aureliano Buendía (que perdió 32 guerras luchando contra los conservadores) recordó aquella remota tarde en que se padre lo llevó a conocer el hielo. Entonces Aracataca se convierte, de golpe, en uno de los lugares más fascinantes de la historia de la literatura universal. Deja de ser un pueblo casi anodino y se convierte en Macondo.

Gabriel García Márquez nació en este rincón del Caribe colombiano. Y eso lo marcó profundamente. Según cuentan estudiosos de su obra y su vida, La Ciénaga de Santa Marta fue crucial a la hora de forjar ese universo maravilloso que plasmó en buena parte de su prolífica carrera literaria. Y Cien años de soledad no es la excepción. Aracataca es Macondo: los dos pueblos se mezclan en lugares como la estación de tren, la casa del telégrafo, la tumba de Melquiades, las mariposas amarillas, las aguas diáfanas de ese río que pule piedras blancas y lisas como huevos de algún animal prehistórico o la plaza dedicada a Remedios la bella, que ascendió a los cielos en cuerpo y alma mientras tendía unas sábanas recién limpias, puras como ella. Hoy, la casona en la que el autor colombiano vivió sus primeros años alberga un museo que explora su figura vital y su obra literaria.

Pero, según dicen, el lugar en el que hay que encontrar el origen de todo es La Ciénaga Grande. Esta gigantesca lengua de aguas salobres bebe de las aguas que derraman desde las alturas de Sierra Nevada, de algunos brazos traviesos que se alejan del Magdalena y del Mar Caribe. Un imponente espacio natural que cuenta con más de 26.000 hectáreas de extensión y presenta uno de los complejos de manglares más extensos y mejor conservados de esta parte del litoral colombiano. Ciénaga, también, es una ciudad. Y bien bonita. El origen de esta urbe chata, como otras de la zona, fue una antigua hacienda azucarera colonial que se instaló en Santa Cruz de Papare, unos kilómetros al norte. Pero el auge de Ciénaga tuvo como protagonistas a dos viejos conocidos de Macondo: el plátano (banano) y el tren. Muchos aseguran que la historia de Ciénaga en el llamado periodo Republicano (siglo XIX y principios del XX) y las leyendas del pantanal fueron los cimientos que Gabo uso para construir, desde cero, el mito de Macondo. En la esquina de las calles 15 y Carrera 13, por ejemplo, hay un viejo caserón abandonado en el que vivió Manuel Varela, un próspero empresario del banano que se hizo inmensamente rico, según dicen, gracias a que sacrificaba trabajadores al mismísimo Satanás: a la vieja mansión se la conoce como la Casa del Diablo Varela. El casco histórico de la ciudad (en torno a la Plaza del Centenario) es un ejemplo de la riqueza que trajo el cultivo de plátanos –para unos pocos como sucedió en el propio Macondo-. Otro lugar interesante son las Termas que se encuentran en los alrededores del Río Córdoba, ideales para relajarse (las más famosas son las Aguas del Volcán). Pero sobre la riqueza planea la sospecha de pactos con el mismísimo Demonio.

Pero La Ciénaga líquida es el lugar central de toda la región. Desde la Ciénaga sólida puedes tomar alguno de los lanchones que recorren esta enorme lengua de agua rodeada por manglares impenetrables y cañaverales. Esta laguna enorme es una de las paradas obligadas por millones de aves migratorias que se mueven América arriba, América abajo acompañando al calor de las estaciones. Es un lugar único para ver aves acuáticas y otros bichos como caimanes: aquí te van a contar la historia de la niña Tomasita, que fue devorada por un caimán y se convirtió en un verdadero mito que hasta tiene su propia danza de Carnaval. O el de Luis, un viejo pescador al que estos animales ni se le acercaban y al que muchos consideran santo (el lugar dónde faenaba se le llama Caño de San Luis). El otro gran atractivo de visitar la Ciénaga es ver los palafitos: algunos adosados a la costa, como sucede en Pueblo Viejo y otros rodeados de agua por muchos kilómetros a la redonda como Nueva Venecia, un pueblecito de pescadores que se está convirtiendo en uno de los reclamos turísticos de la zona.

El paisaje es uno de los más poderosos personajes del universo literario de Gabriel García Márquez: nació en Aracataca y ejerció el periodismo durante muchos años en la vecina Barranquilla. Se empapó de la realidad de su entorno desde chiquito y, como hacen todos los genios, la manipuló a su antojo y creó un lugar increíblemente lírico dónde la verdad y los mitos se mezclan con una naturalidad única. La Ciénaga está cargada de historias. No es de extrañar que Macondo estuviera cerca de sus orillas.

Fotos bajo Licencia CC: ricbravo96; J. Stephen Conn; t_y_l; katiebordner

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