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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

Árboles en resistencia frente a las políticas del hormigón

“El reto filosófico consiste en hacer sensible y evidente que sí que hay algo que ver y unos significados ricos que traducir en los entornos vivos que nos rodean. (...) No era 'mejor antes', por fuerza, y no se trata de volver a una vida de corretear desnudos por los bosques. El desafío estriba, precisamente, en que se trata de inventar esas otras vidas”.

 

Baptiste Morizot

 

Al pie de una montaña pequeña hay una finca enorme rodeada de árboles, en ella, un chopo inmenso observa los cambios de estación desde el centro del prado. Y lo hace desde hace años, basta con observar su tamaño y su presencia, como si estuviera resistiendo en mitad de aquel terreno al invierno y a los años de soledad. En primavera, cobijando a potrillos y terneros a los pies de su tronco, protegiendo a quien se quisiera alejar del sol del verano, siempre con pajarillos que van y vienen a un ritmo frenético entre sus ramas. 

Hace unas semanas me paré a observar ese árbol (como tantas otras veces). Me llamó muchísimo la atención porque lo habían podado hasta convertirlo en una figura alargada, en un gran palo desnudo. Aquellas ramas que se extendían primero de manera irregular hacia todos los lados de la finca, como si se tratase de raíces que crecen alborotadas hacia las nubes y también hacia los lados intentando alcanzar a otros árboles, se habían convertido ahora en una especie de muñones que terminaban en desesperanzadores círculos negros.

No es la primera vez que observo este fenómeno. Cada año, llegan las podas municipales (agresivas, exageradas) en distintas localidades y siempre se repite la misma imagen, series de árboles convertidos en palos, incrustados en pequeñas parcelas de tierra rodeadas por hormigón. Políticas municipales que prefieren el cemento a las zonas verdes, a la biodiversidad que favorece la vegetación en todas sus formas. Basta con salir a dar un paseo por Santander para comprobar cómo se han reducido y arrinconado sus zonas verdes, pero no hace falta irse al entorno urbano para ver este tipo de prácticas que se han extendido también a los pueblos y ayuntamientos pequeños.

Estas políticas no se improvisan, responden a imaginarios y concepciones muy concretos de la naturaleza, de los ecosistemas y de los seres vivos que los habitan, entendiendo que las zonas verdes han de ser siempre, por decirlo de alguna manera “domesticadas”, reducidas al protagonismo de las carreteras y el hormigón, relegadas a un segundo plano. ¿Por qué no transitar hacia otros modelos? La arquitecta Izaskun Chinchilla habla de algunos en su libro La ciudad de los cuidados, y hay muchos otros ejemplos de acciones para potenciar la biodiversidad en las ciudades, no solo para contrarrestar los efectos de la contaminación. 

¿Por qué no favorecer y priorizar la presencia de árboles, diferentes especies de plantas, arbustos y flores para proteger la biodiversidad? Hasta la PAC (Política Agraria Común) parece que ha incorporado el concepto de islas de biodiversidad en el manejo de fincas y pastizales, veremos qué resultados arroja una vez aterrice en las prácticas y manejos locales. Se trata por lo visto de que se respeten determinadas zonas sin segar o pastar durante ciertas épocas del año, para que aves e insectos puedan habitarlas. Qué ironía, las mismas políticas europeas que apoyaron la intensificación de la producción ahora nos piden que dejemos crecer la hierba. 

Coincide que estoy leyendo estos días el libro de Baptiste Morizot Maneras de estar vivo. La crisis ecológica global y las políticas de lo salvaje. El autor comenta que algunas personas cuando “van a la naturaleza” se encuentran con un “silencio apacible”. Morizot reflexiona sobre cómo esta visión surge de una pérdida de sensibilidad hacia las maneras de habitar de otros seres vivos (con sus sonidos, olores, cuerpos, colores…). Explica que, quién quiera intentar traducir los sonidos (y sacarlos de su condición de ruido blanco), puede encontrar en una pequeña pradera florida conversaciones multiespecie repletas de intimidaciones, juegos, negociaciones territoriales, conflictos y conversaciones sin palabras. Muchos modus vivendi en ebullición, sin embargo, el ser humano, desde su antropocentrismo, solo escucha silencio. Para Morizot, la crisis ecológica de la actualidad: “más que una crisis de las sociedades humanas por un lado, o de los seres vivos por otro, es una crisis de nuestras relaciones con los seres vivos.” No puedo estar más de acuerdo.

¿Por qué no iban los seres humanos a necesitar, también, esas “islas” de biodiversidad en lugar de más cemento? Es interesante, en este sentido, ver cómo las distintas sensibilidades generan también diferentes formas de habitar, imaginarios y prácticas concretas. Lo vemos en el surtido de programas políticos que llegan a nuestros buzones, pero también en las conversaciones a pie de calle. A mi juicio, la propuesta partiría de preguntas previas, ¿cómo articular una escucha sensible a través, no solo del oído, sino de la lectura, de la conversación, del paseo, del disfrute, del habitar, de la reflexión compartida? ¿Cómo vivir una vida que puede ser vivida desde otra mirada, otro lugar, otra sensibilidad?

En mi opinión, siguen haciendo falta propuestas alternativas a las políticas del hormigón, también pedagogías interdisciplinares críticas desde la política, la arquitectura, la biología, la antropología, las artes, etc. que incorporen otras sensibilidades hacia el resto de seres vivos. Y que lo hagan en toda su complejidad, no solo de manera cosmética, hablando de la vida, pero también de la muerte y de los procesos culturales y políticos que hay detrás de estas relaciones. Es, precisamente, esta visión de la naturaleza como algo “natural”, la que facilita que todo se resuma al consumo de naturaleza como paisaje vaciado, como telón de fondo donde poder incidir cuando sea necesario, como quién enciende y apaga la luz o pone un bonito fondo de pantalla en su ordenador. Creo del mismo modo, que es necesario el acercamiento a estos ecosistemas en su complejidad política, social, ecológica y cultural. 

¿Quién no se ha encontrado alguna vez con árboles y vegetación “en resistencia”, por decirlo de algún modo, contra las políticas del cemento? Aceras levantadas por sus raíces, muros resquebrajados por la hiedra, hierbas que brotan entre los baldosines de las ciudades, florecillas que nacen de las grietas del alquitrán en una carretera o cunetas repletas de amapolas. Yo, al igual que muchas antiguas alumnas y alumnos del colegio Verdemar, recuerdo siempre las historias en torno al roble y la encina que veíamos desde las aulas. Un árbol caducifolio y otro perenne que parecían brotar de la misma raíz, como si estuvieran abrazados (al menos así lo entendía mi recuerdo infantil), desaparecidos en la actualidad por las urbanizaciones. 

Ahí está el ejemplo de la finca, al pie de la montaña, rodeada de árboles, donde habita (o habitaba, veremos) ese chopo, un árbol que se había convertido para mí en símbolo de la resistencia de este tipo de fincas con árboles (no hay tantas). Parcelas heterogéneas, irregulares, con laberintos de caminos de hierba alta, de setales de verde intenso, atravesadas por las marcas en el terreno de las rutas del ganado cuando va a beber, de los excrementos de distintas especies domésticas (y salvajes) y de las florecillas que brotan entre ellos. Ecosistemas locales que defendemos quienes trabajamos (en lo teórico y en lo práctico) a partir de modelos agroecológicos y regenerativos. Invitaciones, en definitiva, a habitar el mundo desde otros lugares, miradas y sensibilidades.

“El reto filosófico consiste en hacer sensible y evidente que sí que hay algo que ver y unos significados ricos que traducir en los entornos vivos que nos rodean. (...) No era 'mejor antes', por fuerza, y no se trata de volver a una vida de corretear desnudos por los bosques. El desafío estriba, precisamente, en que se trata de inventar esas otras vidas”.