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Fulcro

“Somos estúpidos y moriremos”, le decía Daryl Hanna a Rutger Hauer en aquel pedazo de film que es 'Blade Runner'. Pero ser conscientes de la estupidez que se comete no impide que el protagonista siga derecho hacia el precipicio. “No puedo evitarlo”, se lamentaba el vizconde de Valmont en 'Las relaciones peligrosas'. Y no lo pudo evitar. Es la ruina autoinfligida.

El problema catalán, que es el problema de España, ha entrado en una espiral delirante que, a menos que se enfríen las cosas (algo impensable a corto plazo), solo puede derivar en la ruina colectiva. En este juego no hay ganadores como en esas partidas de ajedrez en donde los reyes enrocados conducen a unas inevitables tablas después de haber sacrificado todos los peones. Y no puede haberlo porque la partida se juega en el terreno de las emociones y no de lo racional. Ni siquiera vale que unos de los jugadores cambie las reglas a mitad de la partida. El empantanamiento es de libro y la voluntad de los jugadores, irrelevante.

Con sucesos cambiantes cada día, nadie sabe cómo van a evolucionar los acontecimientos. Una declaración de independencia sin el reconocimiento de los demás es tan absurda como el felpudo de Ikea en el que se lee 'Bienvenidos a la República Independiente de mi casa', pero del mismo modo que el referéndum pasó, con el corolario de violencia que las partes buscaban y pretendían, la hora de las declaraciones altisonantes llegará y se diluirán en aplicaciones diferidas y medidas no menos drásticas que acrecentarán la vorágine de agravios con que seguir envenenando la convivencia.

Hay dos víctimas en este proceso y una constatación. La primera víctima es la ley, que ha sido rebajada a un mero instrumento del tactismo. La segunda es la solidaridad, un principio básico sobre el que se ha construido el país en su historia reciente y que los nacionalismos de corte racista y egoísta van a dar la puntilla. La constatación es la mediocridad de unos representantes políticos perseguidos por la corrupción en todos los ámbitos e incapaces de afrontar situaciones difíciles. Solo están para el caldo gordo. Cuando hay un problema, simplemente no están.

“Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, decía Arquímedes. A ese punto de apoyo se le llama fulcro. Sobre él pivota toda palanca. ¿Cuál es el fulcro para levantar este derrumbe?

La Ley. La Ley, no hay que olvidarlo, se creó para los débiles. “Somos esclavos de las leyes para ser libres”, decía Cicerón. También decía, y cito de memoria: “Quien no se someta a la Ley, se someterá a los poderosos”. Históricamente las leyes se crearon para poner coto a la discrecionalidad del monarca y las leyes están asentadas sobre principios, que son los que le dan su carácter. Tan leyes son las de la República de Weimar como las de Nüremberg, tanto las de Franco como las de la Democracia, pero obviamente no son lo mismo, son completamente opuestas. Hay que mirar los mecanismos por los que se promulgan y los principios sobre los que se basan, pero recuperar el reconocimiento colectivo de las leyes es básico. Si no, nada tiene sentido.

La farsa legal impulsada por Puigdemont y sus compañeros de viaje son, paradójicamente, la vacuna que impedirá cualquier solución racional y colectiva, y mucho menos una reforma constitucional y un referéndum pactado, tal y como proponen ahora incluso aquellos que defenestraron a sus dirigentes ante la posibilidad de que fraguara un pacto con Podemos en tal sentido, como hizo la vieja guardia del socialismo español (Ver Alfredo Pérez Rubalcaba).

Pero las leyes, mejor dicho, las reformas legales que están por llegar certificarán la España antisolidaria a la que nos encaminamos. El irredentismo egoísta y la solidaridad entre territorios son incompatibles, y no tanto por esa ejercicio de postverdad del 'España nos roba', sino porque los ingresos son los que son y todo apaciguamiento al nacionalismo basado en cesiones económicas se hará en detrimento de las regiones más débiles en lo económico y no nacionalistas. Ya está pasando ahora con la reforma de la financiación autonómica. Es lo que tiene la Hacienda pública, que es un juego de suma cero. Y es lo que tiene el nacionalismo: mucha bandera pero al final todo acaba en el vil metal.

Si yo fuera el presidente Revilla me iría tentando la ropa. Cantabria, que es la que más necesita de la solidaridad para que su población dispersa acceda a servicios en equidad, va a ser una de las gallinas que acaben desplumadas en la mesa de negociación. Si en ese hipotético rediseño de las futuras relaciones en el país no interviene Cantabria con un planteamiento que garantice una supervivencia digna, con el correr de los años no tendrá más que huesos con los que hacer un mísero caldo.

“Somos estúpidos y moriremos”, le decía Daryl Hanna a Rutger Hauer en aquel pedazo de film que es 'Blade Runner'. Pero ser conscientes de la estupidez que se comete no impide que el protagonista siga derecho hacia el precipicio. “No puedo evitarlo”, se lamentaba el vizconde de Valmont en 'Las relaciones peligrosas'. Y no lo pudo evitar. Es la ruina autoinfligida.

El problema catalán, que es el problema de España, ha entrado en una espiral delirante que, a menos que se enfríen las cosas (algo impensable a corto plazo), solo puede derivar en la ruina colectiva. En este juego no hay ganadores como en esas partidas de ajedrez en donde los reyes enrocados conducen a unas inevitables tablas después de haber sacrificado todos los peones. Y no puede haberlo porque la partida se juega en el terreno de las emociones y no de lo racional. Ni siquiera vale que unos de los jugadores cambie las reglas a mitad de la partida. El empantanamiento es de libro y la voluntad de los jugadores, irrelevante.