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Invulnerabilidad

Hay ideas falsas que, sin embargo, echan raíces en nosotros y nos toman desde dentro. La invulnerabilidad es una de ellas. Todos sabemos de la enfermedad y de la muerte pero hasta que la enfermedad y la muerte no nos tocan de lleno no tomamos conciencia de que la enfermedad y la muerte se pueden ocupar de nuestros cuerpos. A veces nos parece que la salud es el estado normal de las cosas y vemos la enfermedad y la muerte como el que ve pasar una ambulancia o un cortejo fúnebre, fugazmente, con el convencimiento íntimo de que nunca iremos tumbados en esa ambulancia o dentro de esa caja.

La idea de invulnerabilidad afecta no sólo a la salud sino, en general, al estado de las cosas. Si uno, por ejemplo, no tiene problemas económicos y nunca los ha tenido es frecuente que tienda a pensar que es merecedor de esa situación (despreciando así factores como contexto o azar) y no pueda imaginar que su realidad puede revertirse y pasar de estar acomodado a ser pobre. Por eso, supongo, es tan difícil sentir una verdadera empatía por un hombre que duerme dentro de un cajero, porque estamos convencidos de que nunca vamos a ser él.

Santiago Alba Rico, en su último libro ('Penúltimos días. Mercancías, máquinas, hombres'. Editorial Catarata) recuerda a Elias Canetti y dice: “el superviviente de una matanza o catástrofe se siente un elegido; no atribuye su salvación al azar, sino a una combinación de mérito y destino que, de alguna manera, ilumina su superioridad y garantiza también su inmunidad futura”. Según este escritor y filósofo “los consumidores occidentales somos los supervivientes por antonomasia”. Vemos las tragedias a través de la televisión y nos sentimos invulnerables, a salvo. En lugar de empatizar con el dolor del otro (habrá, claro, quien lo haga, los verdaderos santos) lo que vemos a través del monitor refuerza, según Santiago Alba Rico, “la convicción de una ley natural que nos ha puesto a cubierto de la pobreza, la guerra, los terremotos y las matanzas (…) no nos viene a la cabeza un banal y evidente ese podría ser yo, sino un insólito y natural yo no soy como ese”.

La sensación de invulnerabilidad nos hace mirar con superioridad a los otros (los enfermos, los pobres, los analfabetos), dificulta nuestra capacidad para empatizar con ellos, hace que no sepamos asumir nuestras tragedias cuando las tragedias llegan (que llegan) y, también, nos aleja del disfrute de lo que tenemos pues el que se siente invulnerable piensa en su fantasía que lo será siempre. Y si nada nos va nunca a faltar será difícil que saboreemos con responsabilidad y plena conciencia la suerte de que nada nos duela por la mañana al levantarnos, de que tengamos una casa en la que dormir y pan en la mesa. Frente a la idea de invulnerabilidad solo nos queda la imaginación para pensar que nuestras vidas podrían, en cualquier momento, ser diferentes.

Hay ideas falsas que, sin embargo, echan raíces en nosotros y nos toman desde dentro. La invulnerabilidad es una de ellas. Todos sabemos de la enfermedad y de la muerte pero hasta que la enfermedad y la muerte no nos tocan de lleno no tomamos conciencia de que la enfermedad y la muerte se pueden ocupar de nuestros cuerpos. A veces nos parece que la salud es el estado normal de las cosas y vemos la enfermedad y la muerte como el que ve pasar una ambulancia o un cortejo fúnebre, fugazmente, con el convencimiento íntimo de que nunca iremos tumbados en esa ambulancia o dentro de esa caja.

La idea de invulnerabilidad afecta no sólo a la salud sino, en general, al estado de las cosas. Si uno, por ejemplo, no tiene problemas económicos y nunca los ha tenido es frecuente que tienda a pensar que es merecedor de esa situación (despreciando así factores como contexto o azar) y no pueda imaginar que su realidad puede revertirse y pasar de estar acomodado a ser pobre. Por eso, supongo, es tan difícil sentir una verdadera empatía por un hombre que duerme dentro de un cajero, porque estamos convencidos de que nunca vamos a ser él.