Ester Atset tenía 34 años cuando dio a luz a sus dos hijos gemelos, a los que ha criado sola hasta el día de hoy, que tienen ya 7 años. En el momento de parir, estaba desempleada y recibía ayuda de su padre para salir adelante. Pero el hombre falleció a los pocos meses. “Me vi en la calle con dos bebés, hasta me planteé darlos en adopción”, recuerda esta mujer, residente actualmente en uno de los pisos sociales en Barcelona de la Fundació Habitatge Social de Catalunya, vinculada a Càritas.
Ser familia monoparental en las principales ciudades españolas, donde el precio del alquiler puede superar los 1.000 euros al mes de media –en Barcelona o Madrid, por ejemplo–, es casi sinónimo de vivir en riesgo de exclusión residencial. A las complicaciones habituales de conciliar el trabajo con la crianza, muchas madres –más del 80% de estos hogares están encabezados por mujeres– se encuentran con que no solo no pueden pagar un piso, sino que cuando localizan uno asequible les exigen más nóminas o avales de los que no siempre disponen.
“Es dificilísimo salir adelante, se pasa muy mal”, explica Ester. “Alquilar un piso a precio de mercado es imposible, ¿cómo se paga todo? Los suministros, la comida, el colegio de los niños… Es o pagar el alquiler o comer”, denuncia esta mujer. Desde que consiguió una vivienda social, se ha puesto a estudiar una Formación Profesional y cubre los gastos con la prestación del Ingreso Mínimo Vital (IMV) de unos 1.000 euros, pero aunque consiga empleo en los próximos años ve el futuro muy cuesta arriba: “Para hacer frente a un alquiler en Barcelona yo sola necesitaría 3.000 euros al mes de sueldo, es imposible”.
Atset es una de las usuarias de los pisos de la Fundació Habitatge Social, que en su balance anual ha alertado precisamente del aumento de la demanda de vivienda social por parte de familias de un solo progenitor. Del total de 473 hogares sociales que gestionan en Barcelona, por primera vez los ocupados por monoparentales, 185, superan los de parejas con hijos, 180. Además, y como es habitual, el primer grupo está integrado en un 95% de casos por mujeres.
Otra de estas madres sin pareja ni familia cerca es Anyuli del Carmen Rodríguez, venezolana residente en Barcelona desde hace tres años con sus hijas de 16 y 18. En su periplo hasta la ciudad pasó antes por un hotel y por un piso compartido con ocho familias. “Vivíamos en una habitación de ocho metros cuadrados, con una cama y una litera, cocina compartida, baño compartido… Yo estaba loca por irme de ahí”, dice.
Tan desesperada estaba por encontrar un piso que una vez fue a visitar uno para el que la citaron a las once de la noche. “Me fui con las dos niñas para allá y resultó que era un narcopiso, una experiencia horrible”, recuerda esta mujer de 52 años.
Anyuli, licenciada en Administración de Empresas y máster en Finanzas en su país, trabajaba en una panadería y cobraba el salario mínimo, 1.080 euros al mes (desde 2024 son 1.134 euros). Con ese sueldo pagaba los 600 euros de la habitación y aspiraba a encontrar por ese precio algún piso pequeño y periférico. “Encontré algunos, pero de primeras ya me decían que por estar sola no podía alquilar, que necesitaba otra nómina como mínimo”, se lamenta, consciente además de que ser latinoamericana es también motivo de discriminación inmobiliaria.
En la Fundació Habitatge Social suelen hacer contratos de alquiler a precios reducidos –la mayoría entre 200 y 250 euros al mes– para que las familias en riesgo de quedarse sin techo puedan rehacerse y tengan tiempo de buscar alternativas. Con todo, la media de estancia acaba siendo de cinco años.
Para facilitar su regreso al mercado de la vivienda libre, o cuando menos al circuito de pisos de protección oficial, Sergio Rodríguez, director de la entidad, ha reclamado que existan para estas familias ayudas específicas al alquiler, así como avales también pensados para este tipo de hogares. También que su situación puntúe más para acceder a vivienda de protección, un escenario que ya existe en algunas comunidades autónomas y municipios.
El peligro de cronificar la pobreza
Aunque no hay datos específicos sobre el acceso a la vivienda de las familias monoparentales, es conocido desde hace años el mayor riesgo que sufren estas mujeres y sus hijos de caer en situaciones de pobreza. El 50% supera la tasa de riesgo de exclusión social AROPE (por un 28% del resto de la población). Pero hay más, según el resultado de la Encuesta de Condiciones de Vida del INE: el 40% llega final de mes con dificultad o mucha dificultad. Además, el 18% no puede permitirse comprar ropa nueva para sustituir la estropeada, el 21% no puede costearse actividades de ocio regularmente y al 29% no le llega para gastarse una pequeña cantidad en sí mismo. Para los hogares con parejas y niños, estos porcentajes son del 8%, 14% y 17%, respectivamente.
Con todo, desde la federación Familias Monomarentales (FAMS) advierten que estos datos podrían quedarse cortos, puesto que hacen referencia a aquellos hogares en los que hay más de un niño y solo un progenitor. Pero esto deja fuera a todas aquellas madres, cada vez más, que comparten piso o que viven con abuelos o hermanos.
“La monomarentalidad tiene tres pilares básicos: vivienda, empleo y conciliación. Una casa donde vivir y un empleo para pagarla, pero sin conciliación no hay empleo ni, por lo tanto, casa”, razona Paloma de Uribe, técnica de FAMS, que señala de esta forma que estas familias lo tienen muy complicado de partida si no tienen una red familiar que les apoye. “Sin ayuda externa es prácticamente inviable irte a vivir sola tal como están los precios en una ciudad como Madrid o Barcelona”, constata.
En FAMS corroboran también las pegas que ven las inmobiliarias y los caseros cuando se encuentran con una aspirante a arrendataria que es madre soltera. “Ya puede ser una funcionaria o una arquitecta con una súper nómina, siempre presuponen que no vas a ser capaz de hacer frente a los gastos más allá de cualquier situación laboral”, expresa Uribe.
En los últimos años, entidades como la Fundació Habitatge Social han detectado que es cada vez más complicado que estas madres solas puedan enderezar su situación y dejar los pisos sociales. “Es como un techo de cristal, el mercado de la vivienda no las deja salir del circuito de la vivienda social y se quedan mucho tiempo en la institución”, lamenta Francesc Castellano, educador de la entidad.
Esto, añaden, afecta a sus perspectivas de futuro y a la de sus hijos, que a menudo deben ponerse a trabajar para aportar recursos a la familia. Lo sabe bien Anyuli, que cobra 900 euros al mes por un empleo de dependienta a tiempo reducido. “Ojalá mi hija mayor consiga un trabajo, tiene que compaginar los estudios con algún empleo porque si no no vamos a poder vivir”, explica. Ahora la hija estudia una FP y en el futuro quiere cursar Derecho, pero Anyuli ya debe pensar en un posible escenario en el que tengan que dejar el piso social cuando venza el contrato que tienen vigente por tres años.
“Estoy muy agradecida a la Fundación”, reconoce, “pero esto no es garantía de que yo me pueda quedar tranquila ni de que se me quite un peso de encima”. En la misma situación está Ester. Ambas están apuntadas en la bolsa de la Generalitat para vivienda social o de protección. “Lo paso fatal, la sola idea de tener que buscar piso me pone de los nervios, ¿adónde voy a ir si no me lo puedo pagar?”, se pregunta esta mujer.