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Catalunya se suma a la gran tormenta europea

Catalunya hierve por ir a las urnas y pronunciarse, según el relato de los sondeos y el clamor de los dirigentes políticos. En este clima interno de ansiedad creciente llegan las elecciones al Parlamento de la Unión Europea, donde el ambiente general es de escepticismo e incertidumbre a pesar del refuerzo de las prerrogativas de la Cámara y su peso indirecto en la presidencia y composición de la Comisión (CE). El momento coincide, además, con unos comicios trascendentales en Ucrania, frágil pieza maestra de la gran frontera del Este. Y todo ello a la espera ya inmediata del referéndum de Escocia, donde se decide el futuro del Reino Unido y, acaso, el de la propia Europa que conocemos hoy, constituida en 28 estados y con un núcleo de 18 agrupados en la zona euro. En la crucial jornada del próximo domingo se ventila mucho más que una Liga de fútbol o el final de un ciclo virtuoso de un club.

Estaba cantado que sería así. La renovación de la Eurocámara será inevitablemente un gran test sobre el vigor de la causa secesionista en Catalunya a pocos meses de la fecha de la consulta independentista y, simultáneamente, una radiografía en caliente sobre la correlación de fuerzas entre derecha e izquierda en España en el último tramo de la legislatura. Europa viene después, en el mejor de los casos. Es cierto que no se trata de un momento cualquiera ni de una legislatura más, sino del periodo más turbulento, incierto y regresivo de las últimas tres décadas, con perfiles de fin de ciclo y, por momentos, hasta de régimen.

Las secuelas del crack de 2008

Esta circunstancia impregna el clima social y político desde el abrupto final de los años locos de la altiva y despampanante España del cambio de siglo. El desenlace real de la debacle está aún por llegar mientras los costes siguen creciendo a diario. La abstención se anuncia clamorosa en muchos países, pero este hecho no rebaja la importancia del escrutinio en el devenir de Europa, por más que un sector de la ciudadanía haya enfriado su europeísmo o desertado sin más del proyecto nacido de los escombros de dos guerras mundiales en menos de medio siglo. Hoy apenas nadie tiene idea de quienes son Jean Monnet y Robert Schuman, padres fundadores de la nueva Europa junto a otros destacados líderes de las viejas potencias rivales.

Los asuntos domésticos siempre han incidido de forma notable en las elecciones parlamentarias de la UE. Esta vez, sin embargo, el fenómeno traduce como nunca la erosión del proyecto europeo, la involución de la política y, consecuentemente, el desapego y deriva de la opinión pública. No es para menos: el brutal crack financiero de 2008 y la secuela de Gran Recesión, agravada con tintes apocalípticos por la crisis de la deuda soberana desencadenada a partir de 2010, han hecho grandes estragos en Europa. Un seísmo social y económico que ha barrido la UE cuando aún no ha digerido la ampliación al Este llevada a cabo hace una década como colofón de la caída del Telón de Acero y la desaparición de los bloques.

El rotundo “no” de Francia al proyecto de Constitución de la UE en el tormentoso referéndum de mayo de 2005 puso al descubierto los recelos y fantasmas de un sector de la ciudadanía ante el big-bang europeísta bajo la euforia del mercado único y la abolición de fronteras. El célebre espantajo del “fontanero polaco” que por entonces recorrió el Hexágono fue una de sus manifestaciones más elocuentes. Qué decir del estado de ánimo reinante a día de hoy, diez años después de la gran apertura al Este, cuando Europa ha sido abierta en canal por un cataclismo que ha convertido el continente en un campo de batalla entre los ricos y civilizados socios acreedores del norte y los pobres derrochadores y deudores del sur.

Esta dialéctica tiende a reproducirse a escala estatal-nacional y regional-local, como suele suceder inexorablemente en tiempos de incertidumbre y angustia ante el futuro. Es en este escenario fatal donde habita y crece el “miedo al otro” en todas sus variantes. En especial la xenofobia y el repliegue identitario, con frecuencia disfrazados de patriotismo. El principio de la “preferencia nacional” (nosotros primero, ellos después), portaestandarte del ideario político del FN de Le Pen y la extrema derecha europea en general, se abre paso a diario entre las grietas profundas que amenazan el edificio del estado del bienestar

La amenaza de la extrema derecha

El portazo francés a la ambiciosa Constitución europea, reducida posteriormente al Tratado de Lisboa (2009) bajo el patrocinio del liberal y oportunista Nicolas Sarkozy, tal vez solo es el preludio de lo que puede suceder el domingo en uno de los dos grandes estados fundadores de la UE. Al igual que sucedió en las elecciones presidenciales de 2002 que barrieron a la izquierda y auparon a Jean-Marie Le Pen, Francia puede amanecer el lunes como el gran bastión de la extrema derecha en Europa de la mano de Martine Le Pen, hija y heredera política del fundador del Frente Nacional (FN). Los sondeos vaticinan desde hace meses que será la fuerza más votada, tras su desembarco en el poder local en las municipales de marzo.

Aunque Francia y la extrema derecha francesa no se parecen a casi nada, el eventual éxito del Frente Nacional (FN) de la impetuosa Martine le Pen podría tener dimensiones transfonterizas. Los resultados que obtengan en paralelo el Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) de Nigel Farage, el Partido de la Libertad (PVV) del holandés Geer Wilders, así como otras fuerzas populistas y euroescépticas que afloran en el continente desde Suecia y Bruselas hasta Viena, Budapest y Atenas, podrían amplificar el terremoto político que se cierne sobre la UE con epicentro en París. El aparente descalabro del socialismo francés bajo el mandato presidencial de François Hollande alienta las peores hipótesis, pese al fulgurante ascenso del “duro” Manuel Valls como nuevo primer ministro.

Prácticamente nadie pone en duda que las dos grandes fuerzas políticas (socialdemócratas y liberal-conservadores) que nutren históricamente el pilar institucional de la UE seguirán siendo ampliamente mayoritarias en el nuevo Parlamento. Pero a nadie se le escapa el sentido y trascendencia de la eventual creación de un poderoso cártel euroescéptico, populista y xenófobo que ocupe una cuarta parte de la Eurocámara bajo las siglas de la Alianza Europea por la Libertad.

El “proceso” acapara el debate interno

Visto desde Catalunya, donde desde hace ya año y medio la cuestión soberanista acapara y determina la conversación más nimia, produce estupor el grado de desestimiento y hasta ignorancia sobre lo que está en juego en las urnas, más allá de lo que supone para la viabilidad o no del propio “proceso” interno. Hay que decir, en primer lugar, que la incautación de la casa Europa por parte del Gobierno central como arma arrojadiza y de disuasión de la causa secesionista ha llegado a rozar el ridículo, en sintonía con su inacción y pobreza de ideas.

No es de esperar que nada cambie sustancialmente a partir del lunes, ya que es un hecho que Mariano Rajoy ha elegido la vía de la derrota y liquidación del adversario, más que la senda de la exploración, reflexión y sintonía con los sectores desafectos de la ciudadanía que hoy animan el adéu, Espanya! lanzado en verso por el poeta Joan Maragall en el aciago año de 1898. La sorda e interminable bronca entre Rajoy y Más amplía si cabe el perfil de estadistas de Josep Tarradellas y Adolfo Suárez y ratifica por omisión los valores de la Transición, tanto en España como en el caso muy específico de Catalunya.

Así y todo, no es menos desconcertante el ejercicio de prestidigitación que preside con frecuencia el discurso soberanista a cuenta del ser o no ser en Europa. Cabe recordar que, al margen de su indiscutible vocación europea, tanto el nacionalismo vasco como el catalán vieron en el proyecto de la Unión Europea, aprobado en el Tratado de Maastricht de 1992, la vía para afirmarse como país propio a medida que se difuminaba el perfil de los estados por la gradual cesión de soberanía. Las cosas han evolucionado de muchas formas hasta hoy, pero ninguna vocación, por sólida o legítima que fuere, decide por sí misma su viabilidad al margen de las leyes y tratados.

Es cierto que Catalunya ha saltado en cuestión de meses a la palestra política europea y hasta mundial a raíz del inesperado giro independentista auspiciado por la propia Generalitat. Es un hecho determinante y hasta crucial, al margen de cualquier posición política. Pero, en cualquier caso, la independencia de Catalunya y el ingreso en solitario como estado soberano en la comunidad de las naciones no es ni mucho menos un axioma, por mucho que lo parezca en boca de Carme Forcadell, líder de la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y gran animadora del proceso a extramuros de las instituciones representativas.

El 'País de Nunca Jamás'

En realidad, la campaña electoral europea no ha hecho más que petrificar aún más el extenuante diálogo de sordos entre Madrid y Barcelona. El granítico argumentario de La Moncloa, secundado desde el cuartel general de Génova, no ha variado un ápice desde el ya histórico desencuentro entre Rajoy y Mas. El presidente de la Generalitat, por su parte, mantiene contra viento y marea la hoja de ruta pactada con sus socios republicanos (ERC) y sus aliados eventuales de izquierda (ICV-EUiA y la CUP), hasta el punto de haber cerrado en un plis-plas la fecha y pregunta de la consulta para consumar la apuesta lanzada el 11-S de 2012.

Más allá de la trascendencia, seriedad y envergadura de la cuestión de fondo del debate político suscitado por el soberanismo, la tendencia a la gesticulación, la soflama y la simplificación ahoga a menudo los argumentos y alegaciones de la causa independentista. Los imprescindibles martes del conseller Quico Homs, cerebro gris del Gran Salto soberanista de CDC y hombre fuerte y portavoz del Gobierno de Artur Mas, suelen dar abundante material de primera en sus contundentes réplicas al Gobierno central y el PP, a quienes no duda en despachar públicamente como aquesta gent (“esa gente”), en un tono más que coloquial.

A ratos Catalunya recuerda el País de Nunca Jamás, aquella isla imaginaria del maravilloso universo de Peter Pan habitada por seres tan fantásticos como variopintos (piratas, hadas, sirenas, etcétera) que comparten aventuras igualmente fantásticas junto a sus amigos, los Niños Perdidos que no querían crecer. La cita de tan inolvidable historia, casualmente obra del escritor escocés James Matthew Barrie, solo pretende ilustrar el atisbo de ficción e ingenuidad que asoma a veces en el debate interno catalán, tal vez como secuela del áspero y rocoso rostro del poder central del Estado encarnado por Mariano Rajoy, a quien correspondería con justicia el papel del pérfido capitán Garfio. Hasta aquí el símil cinematográfico.

La abducción del PSC

La singularidad de la campaña catalana ha rozado literalmente el esperpento con la espectacular aparición del ex president Pasqual Maragall en el mitin central de ERC, que su esposa Diana Garrigosa ha intentado explicar por el “interés” del carismático ex alcalde de Barcelona y antiguo líder socialista por “ayudar” a su hermano Ernest. Como es sabido, el veterano ex conseller de Enseñanza del último Tripartito ha desertado del PSC para crear su propio partido (Nova Esquerra Catalana) y sumarse como número dos de la lista de ERC con la pretensión de refundar una gran izquierda catalanista mano a mano con Oriol Junqueras.

El “desembarco” de Pasqual Maragall en el feudo electoral de ERC es un suceso impactante que ilustra los daños colaterales del vuelco soberanista en el espacio político catalán. En cualquier caso, sería algo más que grosero argumentar o atribuir sin más la inopinada exhibición del malogrado presidente socialista, enfermo de Alzheimer desde hace seis años, a la fractura del PSC y la irrelevancia de Pere Navarro como líder del histórico partido fundado por Joan Reventós.

La abducción del debate europeo por el debate soberanista está en estrecha sintonía con la abducción de cuadros y electores del PSC por parte de ERC. Tal vez esta exitosa estrategia ha topado con los límites prudenciales de la ética o, cuando menos, de la estética, por mucho que la ruptura del clan Maragall con el PSC sea un hecho manifiesto desde hace tiempo. A pesar, dicho sea de paso, de la no menos sorprendente participación del ex president socialista en las primarias a la alcaldía de Barcelona para arropar –en vano- a Jordi Martí.

Conviene decir, en todo caso, que la virtual desaparición del PSC como partido de gobierno pesará sobre el tejido social de Catalunya, mucho menos homogéneo y cohesionado de lo que dan a entender a diario la ficción televisiva y los códigos de la corrección política utilizados púdicamente desde el establishment. Tiempo al tiempo.

La cuestión es que ERC no para de engordar a cuenta de CiU y del PSC. El fenómeno es en gran parte obra de Artur Mas, quien al abrazar con armas y bagajes la causa secesionista e implicar en ello a la presidencia y el propio gobierno de la Generalitat ha abierto la senda que ERC jamás habría podido abrir por sí misma como partido republicano e independentista. No es pues, nada casual que Mas ya insinúe estar harto de dar la cara y recibir todas las bofetadas en beneficio de su orondo “socio” externo y porfía en defender su liderazgo. No es la única incógnita por despejar, ya que a él se debe también en buena parte que el debate europeo apenas trascienda hoy la cuestión de si seguiremos siendo lo que somos y estando donde estamos en la hipótesis de la conversión de Cataluña en un estado propio.

Catalunya hierve por ir a las urnas y pronunciarse, según el relato de los sondeos y el clamor de los dirigentes políticos. En este clima interno de ansiedad creciente llegan las elecciones al Parlamento de la Unión Europea, donde el ambiente general es de escepticismo e incertidumbre a pesar del refuerzo de las prerrogativas de la Cámara y su peso indirecto en la presidencia y composición de la Comisión (CE). El momento coincide, además, con unos comicios trascendentales en Ucrania, frágil pieza maestra de la gran frontera del Este. Y todo ello a la espera ya inmediata del referéndum de Escocia, donde se decide el futuro del Reino Unido y, acaso, el de la propia Europa que conocemos hoy, constituida en 28 estados y con un núcleo de 18 agrupados en la zona euro. En la crucial jornada del próximo domingo se ventila mucho más que una Liga de fútbol o el final de un ciclo virtuoso de un club.

Estaba cantado que sería así. La renovación de la Eurocámara será inevitablemente un gran test sobre el vigor de la causa secesionista en Catalunya a pocos meses de la fecha de la consulta independentista y, simultáneamente, una radiografía en caliente sobre la correlación de fuerzas entre derecha e izquierda en España en el último tramo de la legislatura. Europa viene después, en el mejor de los casos. Es cierto que no se trata de un momento cualquiera ni de una legislatura más, sino del periodo más turbulento, incierto y regresivo de las últimas tres décadas, con perfiles de fin de ciclo y, por momentos, hasta de régimen.