Voto regalado

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Sacaba tiempo para todo. Carme iba literalmente de culo por la vida. A su edad estaba matriculada de tercero de Económicas en la Universidad de València y brindaba su tiempo extra a la Cruz Roja como voluntaria. Sus padres sentían una admiración sin límites ante su actitud vital, su constancia en los estudios y su compromiso social. Carme, como voluntaria de dicha ONG, ayudaba a redactar currículums a inmigrantes sin cualificación, sin recursos y con un dominio deficiente del castellano, también los acompañaba personalmente a algunas ETT y rebuscaba ofertas de trabajo de debajo de las piedras. Esa gente, que malvivía en la Europa opulenta, arrastraba todo tipo de heridas sicológicas. Maltrechos, esos extranjeros pugnaban por salir adelante de cualquier manera posible. Su llegada a este paraíso había supuesto toda una odisea. Nadie como ellos había luchado tanto para alcanzar esta orilla de la tierra prometida; algunos escondían, por vergüenza, las vicisitudes reales y penosas de tal proeza.

Carme conocía a Amín de verle cada semana. A ella, su situación le llenaba de inquietud. Le rechazaban a las bravas de todas las entrevistas de trabajo que a duras penas le conseguía en su particular condición de hada madrina. Sufría por el calvario burocrático que padecía aquel entrañable tipo venido desde Costa de Marfil, papeles y más papeles. Juntos compartían un café de máquina los martes y él le ponía al día de su desencanto y su pesimismo antes las evidentes dificultades de alcanzar un curro digno. Amín era listo, fortachón y conservaba un punto de buen humor que a Carme le sorprendía. “En el bosque de mi tierra sí creo en los fantasmas de la noche, aquí no me hace falta”, manifestaba risueño. Le asombraban los semáforos, las calles pavimentadas y el trato de algunos médicos jóvenes en el centro de salud. “¡Qué suerte tenéis!”, proclamaba entusiasmado ante una València verde, con zonas peatonales donde pasear y con unos autobuses que, certificaba, llegaban siempre a la hora convenida. Su preocupación más acusada consistía en no poder enviarle dinero a su madre, sus ingresos esporádicos le daban poco más que para sobrevivir. “Ella gastó mucho conmigo para que pudiera venir. Se lo debo todo”.

Al comenzar la campaña electoral, un resorte se le disparó en las entrañas de Carme. Lamentó que aquella persona tan vulnerable no pudiera votar. Tuvo la ocurrencia de cederle su voto, de apadrinarlo como votante. Seguro que él necesitaba más que ella una sociedad mejor. Se lo regalaba gustosamente; ella, calculó, ya podría votar en otros comicios. Le explicó que podría informarse de las distintas alternativas electorales y que luego eligiera la opción que más le convenía. Irían juntos a votar, propuso. Él se metería en la cabina y saldría con los sobres ya cerrados, con los votos que hubiera escogido en su interior, y Carme los depositaría por él en la urna. Amín se encarnaría en ella durante unos minutos.

Durante la precampaña, Amín fue preguntando a colegas del barrio, se puso al día leyendo prensa local en un bar regentado por chinos y visionó una animalada de videos del YouTube y del TikTok. En la televisión no le quitaba el ojo de encima a Ana Rosa Quintana. El chico quedó aturdido. Hubo gente incluso que le habló de un militar llamado Franco que llegó a general muy joven. Empachado de debates y sondeos sufrió una severa intoxicación ideológica.

Dicho y hecho. El día de las votaciones se vieron a la hora convenida. A ambos les hacía gracia aquella original iniciativa. “Seguramente serás el único de Costa de Marfil en poder ejercer este derecho”, le susurró Carme al oído. Algunos vecinos de la cola, formada ante la mesa electoral, especulaban sí debían ser pareja o algo parecido. Al salir del colegio electoral se fueron a tomar un aperitivo juntos.

Ella, intrigada, no pudo aguantarse y le preguntó por la formación política a la que había votado. Amín que ya se esperaba aquella pregunta, le soltó: “No te lo digo porque te enfadarás”. Carme se disculpó de inmediato por su indiscreción. Amín al despedirse le pidió si le podía prestar 250 euros para el alquiler de su habitación. Se acercaron a un cajero y ella sacó aquella cantidad en metálico y se la entregó. “Nos vemos el martes”, puntualizó Carme antes de tomar el metro.

Al llegar a casa, desasosegada, se encerró en su habitación sin probar bocado y se sumió de inmediato en un sueño reparador. La semana siguiente tenía examen de alemán en la Escuela de Idiomas y de Econometría en la facultad. ¡Bufff! 

 Carme nunca llegaría a saber a quién había votado.