Aguas cristalinas, la brisa del Mediterráneo, turistas de varias nacionalidades, playas y restaurantes a rebosar, temperaturas altísimas. Es lo que predomina en el imaginario colectivo cuando mencionamos escenarios tan turísticos como Menorca y Torrevieja, cuya existencia muchas veces parece quedar reducida a los meses estivales. Pero el verano no es eterno y la literatura puede ser una buena forma de descubrir la cara menos conocida o incluso oculta de ciertos lugares, además de un vehículo para reflexionar sobre la sostenibilidad de ciertos modelos urbanísticos. Así lo evidencian dos novelas que acaban de publicarse en nuestro país: Piscinas que no cubren (Editorial Dieciséis) y Arde Torrevieja (Antipersona).
En abril de 2020, la escritora tinerfeña Andrea Abreu revolucionó el panorama literario con Panza de burro, que ya va por las doce reimpresiones y ha superado los 30.000 ejemplares vendidos. La amistad de dos niñas de una zona rural de Tenerife funciona como hilo conductor de una novela en la que aparecen varios recovecos de la isla desconocidos para los guiris jediondos, como las protagonistas denominan a los turistas que invaden su tierra.
Hay ecos de Abreu en Piscinas que no cubren, el debut de María Agúndez (Zaragoza, 1990). Al igual que su protagonista, una niña curiosa y deslenguada llamada Marieta, la escritora vivió diez años en Menorca, y parte de esa infancia que ella recuerda como “extrañamente autónoma” se ha traducido en un libro tierno, con capítulos tan breves y refrescantes como una zambullida en el agua: “Quería escribir una parte de mi infancia ficcionándolo todo, conozco muy bien la isla y es como un personaje más, no podía no ser Menorca”, explica a elDiario.es.
Muchos pasajes de Piscinas que no cubren se sitúan en una periodo muy poco conocido para los no menorquines: el invierno. Una época en la que la isla incluso se queda incomunicada por el azote de la tramuntana, un viento que dura varios días con rachas que pueden alcanzar los 100 kilómetros por hora. “El invierno y el otoño también son una gran parte de la vida en la isla, es duro y creo que también es importante tenerlo en cuenta; personalmente, me parece muy interesante vivir allí en invierno, pero no es para todo el mundo”, opina Agúndez. “Realmente creemos que las islas son esas playas paradisíacas, pero son muchas cosas más”.
En su novela también aparecen las zonas destinadas principalmente al turismo extranjero, como el puerto de Cala’n Bosch, denominado comúnmente El Lago por la existencia de un lago artificial. Allí se escapa Marieta durante el verano para contemplar “los restaurantes para guiris, decorados con neones de pelícanos, delfines y flores hawaianas” y escuchar Este toro enamorado de la luna, que entra dentro del repertorio que puntualmente comienza todas las tardes a las 19, cuando los turistas bailan encantados “porque se sienten haciendo cosas típicas”. En invierno, El Lago ya no huele a aftersun ni a colonia barata: se transforma en un escenario fantasma.
La mirada inocente de la protagonista, que aterriza en la isla con seis años por el destino laboral paterno, capta la llegada escalonada de los diferentes tipos de visitantes, que van desde los franceses que son ben cansats però tenen duros, en palabras de un amigo del padre de Marieta, hasta los catalanes “que cuando van a hacer recados al pueblo utilizan palabras en menorquín y ponen un acento más cerrado, pero en realidad nunca han tenido una conversación de más de diez minutos con alguien de la isla”, según piensa la niña.
No todos se marchan: algunos se quedan para siempre en Menorca, como Carl, el compañero alemán de Marieta en el colegio de monjas de Ciudadela, que llegó a la isla porque su madre decidió hacer las maletas hacia ese lugar desconocido y soleado tras el divorcio. Piscinas que no cubren no es una crítica directa al modelo de turismo como, por ejemplo, Overbooking, el documental de Álex Dioscórides Gomis que incide en la sostenibilidad y en las condiciones laborales de los trabajadores del sector en Baleares. Pero de las preguntas que se hace una niña pueden partir ciertas reflexiones sobre un fenómeno que, aunque imprescindible para la economía de las islas, en ocasiones “es incluso doloroso”, concluye Agúndez.
Arde Torrevieja o el retrato de la especulación inmobiliaria
Cuando un libro alcanza cierto reconocimiento puede repercutir en el lugar donde se sitúa. Es más que evidente en obras universales de la literatura, como Romeo y Julieta o El Quijote: Verona basa gran parte de su estrategia turística en la tragedia de Shakespeare, Castilla La-Mancha tiene varias rutas organizadas en torno a los pueblos que supuestamente aparecen en la novela de Cervantes, y aún existen disputas en torno al lugar exacto de cuyo nombre el escritor no quería acordarse. Si nos centramos en novelas más recientes, la Trilogía del Baztán de Dolores Redondo ha supuesto un impulso para el turismo del valle situado en Navarra, hasta el punto de que la Oficina de Turismo organiza, con ayuda de la autora, visitas guiadas que siguen los pasos de la famosa detective Amaia Salazar.
¿Y qué pasa cuando una novela se centra en la cara menos amable de un destino vacacional? Es lo que ocurre con Arde Torrevieja, el segundo libro de J.M Sala (Torrevieja, 1988). Si bien la crítica al modelo turístico y urbanístico es más velada en la obra de Agúndez, donde predomina una visión inocente y nostálgica, en este caso es la tesis principal de la novela: porque Torrevieja, como afirma uno de los protagonistas de este libro, parece ciencia ficción.
La trama se desarrolla durante el verano de 2002, en pleno boom del ladrillo, cuando Torrevieja parecía expandirse hacia el infinito y ni siquiera una bomba puesta por ETA en pleno paseo marítimo era capaz de detener el ritmo frenético de esta localidad situada en la costa valenciana. En 2002, Torrevieja quemaba, y no en el buen sentido: Sala describe detalladamente el urbanismo distópico de una ciudad en la que muchos edificios eran construidos “a lo Calatrava” y las rotondas parecían ser el único oasis en medio de un páramo desértico.
Una ciudad en la que en 2002 todavía no se había edificado ningún hospital público, la inseguridad aumentaba y las bandas de narcotraficantes campaban a sus anchas mientras los chanes, como los locales denominaban a los turistas británicos, consumían con frenesí pintas en las terrazas. Una ciudad donde, más allá de las zonas colonizadas por ingleses y alemanes, aún existen cementerios de chalets que tal vez nunca lleguen a habitarse.
Para J.M. Sala, que actualmente es profesor de cine en Londres, la novela es “un exorcismo particular, mi relación con Torrevieja siempre ha sido muy rara y muy tóxica, una mezcla de amor y odio hacia esa ciudad desproporcionada, grotesca, que tenía muchas cosas que asumía como normales pero no lo eran. Quería contar una historia de la crisis que no estuviera basada en la crisis, huir de la idea homogeneizada de obras paradas y postales balardianas”.
Por eso, decidió situar su obra en “en pleno momento de auge y éxtasis”, utilizando sucesos reales, como las inundaciones que ocurrieron en la ciudad y la bomba detonada por ETA durante el verano de 2002. También los relatos de amigos y conocidos que trabajaban en la construcción y soñaban con tres hipotecas y un Audi, al igual que Juan y El Rojo, dos de los protagonistas, desconocedores de la debacle económica que ocurrirá años después y dejaría “una Torrevieja muy distinta”. Atrás han quedado eventos como el Premio de Novela Ciudad de Torrevieja, cuya dotación llegó a ser superior a la del Planeta.
Arde Torrevieja es más cercana al optimismo de El futuro, la película de Luis López-Carrasco sobre los mitos de La Transición, que a la decadencia de Crematorio, la aclamada novela de Rafael Chirbes. “Chirbes siempre se centraba un poco en el ocaso, yo quería hablar de lo que hay antes, la aceleración constante, la sensación de un futuro prometedor”. Los personajes de la novela son muy jóvenes, pero lo suficientemente mayores como para abandonar el instituto y trabajar de peones en los macroproyectos urbanísticos de aquella época.
Algunos, como Sonia, harta de vivir en un lugar diseñado para los turistas, pasan horas hablando con desconocidos en salas de chat y sueñan con escapar de la ciudad. Aunque la novela introduce algunos elementos fantásticos o de terror, el verdadero miedo es la promesa quebrada, el futuro que nunca llega. “Torrevieja devoró a muchas generaciones, esa necesidad de mano de obra, de construir sin parar, que terminó para siempre”, enfatiza Sala.
“Existe la idea de que Torrevieja era una ciudad que solo existía para el turismo, pero la gente que construía las casas y levantaba allí los paseos era la que estaba aquí viviendo, muchos todavía siguen allí”, prosigue el autor. “Yo quería retratar las luces y sombras, pero nunca con nostalgia, creo que tampoco funciona, no podemos decir: que vuelva el ladrillo”. Durante un instante, uno de los protagonistas tiene una visión de lo que podría ser la ciudad, aún más evocadora tras la crisis del coronavirus: “Se imaginó una Torrevieja vacía, como solía quedarse en los meses de invierno (...) Una costa cuyos bares no pudieran abrir las terrazas. Una ciudad muerta, donde las obras se habrían detenido y las últimas construcciones se mantendrían como esqueletos en el horizonte, abandonadas a su suerte al igual que las excavadoras y los camiones”.