Aventuras y desventuras de un 'buscabolos' de guerrilla

Nando Cruz

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Esta es la historia de un locutor amateur de una emisora municipal a las afueras de Girona que, un buen día, se vio organizando conciertos para cantautores estadounidenses. Esta es la historia de un cobrador del peaje de La Jonquera que un año organizó 160 bolos de artistas extranjeros. Esta es la historia de un agente contratador de artistas que, cuando llegó el coronavirus, tuvo que dejar su piso de alquiler y okupar una casa para subsistir dos años sin ingresos. Esta es la historia de un tipo que, pasado el temporal pandémico, vuelve a armar giras de bandas polacas y mexicanas por las carreteras comarcales de España.

Albert Mestres es todas estas personas. Los antropólogos del indie quizá lo recuerden como batería del efímero grupo barcelonés de los 90 Dead Chinaskies. En el gremio de los cantautores low cost se lo conoce como ‘Albert from Girona’: el tipo al que debes contactar si andas de gira por Europa y necesitas alguien que te apañe algunos bolos en España; bolos de cena+cama+150 euros. Su papel en la historia de la música en vivo de este país es el de contribuir a que el circuito de conciertos de proximidad siga activo y acercar artistas nunca vistos a localidades que jamás visitarán los músicos de mediana o gran popularidad. En su caso, teniendo base de operaciones en Girona, esas localidades son L’Estartit, Olot, Sant Feliu de Guíxols, Cadaqués, Palafrugell, La Bisbal, Granollers… Pero también Cabezón de la Sal, Pedreguer, Ariño, Don Benito… Tal vez en Andalucía o Galicia haya personajes tan obstinados como él.

A los 25 años, Albert abandonó el indie barcelonés, se instaló en Girona e intentó activar allí el interés por la música alternativa imprimiendo un fanzine, conduciendo un programa de radio en una emisora de la ciudad vecina de Salt, publicando crónicas de conciertos en diarios locales, fogueándose como tour manager de bandas catalanas (12Twelve, The Lazy Sundays…), organizando el primer festival indie de Girona (Fressa Pop 94) y colocando en fiestas mayores bandas nunca vistas por la zona como los ingleses Quickspace, los estadounidenses 90 Day Men o los barceloneses Beef. Ninguno de esos empleos le daba dinero, pero recorriendo España con grupos estatales, empezó a amasar información sobre sitios que acogían conciertos y Myspace lo situó en el mapa mundial como programador de conciertos desde su microempresa Fressa Ent. Su ubicación geográfica era estratégica: Girona era la primera provincia que pisaría cualquier músico que entrase en España desde el sureste de Francia.

La culpa fue de Myspace

Un buen día, allá por 2008, Mestres recibió un mensaje en su cuenta de Myspace. Le escribía Toby Goodshank, uno de los miembros del grupo neoyorquino de anti-folk The Moldy Peaches. Estaba en Francia y, camino de Barcelona, necesitaba un lugar donde tocar. Mestres le apañó un bolo íntimo en El Cercle, un pequeño local de Girona. Se vendieron 40 entradas a cinco euros y el cantante se llevó 160 de los 200 euros. El 20% restante, 40 euros, fue la comisión de Albert. Goodshank durmió en casa de Mestres. Pronto ‘Albert from Girona’ empezó a recibir mensajes de otros músicos de la escena anti-folk que querían tocar en Catalunya: Brian Speaker, Brook Pridemore, Huggabroomstik, Lach… El boca-oreja llegaría hasta Michelle Shocked, a la que también organizaría una gira.

Con el tiempo, el círculo de artistas que requerían los servicios de ‘Albert from Girona’ iría rebasando del ámbito neoyorquino. Aquel mismo año, empezó a circular entre el gremio de músicos trotamundos un documento muy útil para artistas que querían autoorganizarse sus giras. Era ‘A Few Places To Play’, una guía de locales y personas a las que contactar en caso de ir de gira por Europa sin tour manager ni trato con grandes agencias de contratación. La lista estaba dividida por países y cada país, por provincias. En Girona (Spain) solo aparecía su nombre. Y así empezó a crecer la lista de artistas que contactaban con él. Primero, californianos y tejanos. Pero pronto le escribían también franceses, ingleses, alemanes, suizos, húngaros, mexicanos, argentinos, neozelandeses…

“Yo nunca lo busqué, pero las cosas fueron creciendo”, insiste. Después de 13 años trabajando como cobrador de peajes y otro dos alquilando coches en el aeropuerto de Girona, Mestres decidió que prefería dedicarse exclusivamente a organizar giras de artistas extranjeros. Si organizaba 25 conciertos al mes y sacaba entre 20 y 40 euros de cada uno, podría vivir de ello. Y hasta la llegada de la pandemia, Mestres había sumado más de una década viviendo únicamente de montar bolos. “Malviviendo”, precisa. “Ya sé que nunca ganaré 1.500 euros al mes, pero en Girona pagaba 330 por el piso”, dice. Eso en Barcelona o Madrid sería inviable. En épocas de gran actividad, ha llegado a montar más de cien conciertos al año. En 2012 batió su récord: 160. “No estoy presente en todos, eh. A veces tengo tres giras funcionando a la vez, pero los artistas saben cuál es mi trabajo y luego me mandan mi parte del dinero sin problemas”, relata.

Un circuito invisible que existe

Si Albert Mestres lleva décadas ejerciendo de booking agent (ese sería el término inglés), de agente colocador de artistas (ese es su epígrafe en la Seguridad Social) o de “marchante de orquestas”, como dijo una vez una amiga de su madre, es porque existe una demanda por parte de artistas principalmente europeos y estadounidenses y, también, cierto interés por parte de pequeños programadores que quieren acercar a sus conciudadanos actuaciones de pequeño formato. Ese circuito de guerrilla existe y para muchos músicos actuar en un pueblo ante 30 personas no es un fracaso, sino lo contrario. Enlazar noches así a lo largo y ancho de Europa es su oficio: “Diría que muchos músicos yanquis encuentran mejor respuesta en Europa que en su país. Girar por Estados Unidos es complicado para este tipo de artistas. No les salen los números, no encuentran una audiencia que los respete... Aquí encuentran un público atento, que aplaude y compra cedés. Y en España también sienten esa receptividad”.

Estas giras de trotamundos autogestionarios han tenido una demanda notable durante más de una década. En 2015 contactó con Mestres un músico británico llamado Steve Folk. Quería que le armase una gira de 14 fechas. El desafío era doble, pues tenía que ser en el peor mes del año: enero. ‘Albert from Girona’ puso en marcha toda su estructura empresarial, es decir, su cuenta de email con cerca de mil contactos, y a las 48 horas ya le habían respondido suficientes promotores como para reducir la gira a territorio catalán. Steve Folk actuó 14 noches de enero en 14 poblaciones sin siquiera salir de Catalunya.

El mundo de los bolos de guerrilla es una caja de sorpresas constante. La apenas conocida banjista estadounidense Annabeth McNamara atrajo a solo diez personas en Barcelona, pero al día siguiente convocó a cien en un pueblo de 500 habitantes junto a la frontera de Francia. Un cantautor country italiano, Gypsy Rufina, vendió un centenar de cedés en una población de 800 habitantes de Teruel. Los ingleses Gentleman Of Few ha juntado 300 y hasta 500 personas en Vic. Hay noches imborrables en este circuito. Para bien y para mal. Este mes los polacos The Pau y Bazjel actuaron en Sant Feliu de Guíxols para una sola persona: el fotógrafo que acudió a inmortalizar su visita. “Esa noche perdimos todos: los músicos, el del bar y yo. Los músicos querían pagarme el dinero de la gasolina, pero les dije que no hacía falta. He perdido 20 euros, ya ves”, relata.

“Yo comparto la precariedad con los músicos y duermo en el suelo si hace falta. Estoy más cerca de eso que de los empresarios que ganan miles de euros”, reivindica. La prueba de que sus palabras no son falsas llegó en 2020. “Me he pasado dos años sin ingresos. Si los artistas no giran, yo no gano dinero. Cuando llegó la pandemia, dejé el piso de Girona porque no podía pagarlo y ocupé una casa en Darnius, el pueblo de mi familia. Unos músicos belgas que la habían ocupado antes volvían a su país y me pasaron las llaves. Ahora ha llegado el fondo buitre que la había comprado, Gramina Homes SL, y me han pagado por largarme. Les he sacado seis mil euros en concepto de mudanza”, explica. “Por eso, ahora no me importa perder un poco de dinero con conciertos como el de The Pau. Cuando puedo perder dinero, lo pierdo”, admite.

Después de 25 años montando conciertos, el balance de Mestres es positivo. “Me sobran dedos de una mano para contar los artistas con los que he tenido problemas”, calcula. Sus problemas son otros: “Ahora es imposible montar una gira de 14 conciertos en dos semanas por Catalunya. La peña no responde los emails. Solo recibo dos o tres respuestas. Antes respondía más gente y podías jugar más con las fechas”. ¿Qué ha pasado? “Una pandemia. Ha pasado que algunos locales han cerrado, otros no han vuelto a la actividad y aún no recibo el mismo nivel de peticiones de bandas que antes”, sintetiza.

Los festivales y la muerte de las salas

A sus 53 años, Mestres ha visto desde primera fila el goteo de locales que han dejado de programar conciertos en la provincia de Girona. Cualquier provincia de España podría presentar su particular listado de cadáveres del circuito de música en vivo de pequeño formato. El suyo empieza así: El Café, La Vía, La Pontenca, Inèdit, Imprempta, Coast To Coast, Platea, Yeah, Charly, Picasso, El Local, Blau… “El rincón donde montábamos los conciertos en El Cercle de Girona es hoy el almacén de un restaurante La Tagliatella”, ilustra. ¿Qué queda, entonces? Alguna sala de población costera que solo funciona en verano, garitos que ofrecen cena, copas y pasar la gorra pero que no pagan caché fijo al artista y locales que solo abren los fines de semana.

“La regularidad es muy importante en un local”, insiste Mestres, que sabe de primera mano que si una sala no se ha ganado la confianza del público a base de constancia, el músico que llegue allí puede encontrar un panorama desolador. Por eso, lanza la siguiente pregunta: “¿Qué entendemos por una sala de conciertos? Si hablamos de un local abierto todos los días y que puede acoger un concierto un martes, no hay ni una en Girona. En activo, solo un club de jazz: el Sunset. Y el Ateneu 24 de Juny, que los hace en la calle”, lamenta. El lamento se transforma en denuncia siendo Girona una capital de provincia de cien mil habitantes con notables recursos económicos. “En Perpiñán, que solo es un poco más grande que Girona, tienen tiendas de discos, varias salas de conciertos, una larga tradición de bandas de todos los estilos… Están a una hora en coche y nos pasan la mano por la cara”, compara, en referencia a la vitalidad musical de la capital de provincia más al sur de Francia.

Girona, que hace una década inició una estrategia turístico-cultural para posicionarse como tierra de festivales, es un laboratorio al aire libre para entender cómo los festivales solo generan público para festivales. El aumento de festivales no ha derivado en un aumento del circuito de salas sino en justo lo contrario: “No hay una causa-efecto directa, pero cada vez hay menos salas”, calcula Mestres. Y lo mismo sucede en la vecina Figueres, de 45.000 habitantes. “Allí montan el festival Acústica y se dejan 240.000 euros de dinero público en un fin de semana. Luego, el empresario que lo monta se atreve a decir que Figueres es la capital musical de Catalunya durante un fin de semana. Vale, ¿y los 362 días restantes qué?”. Si los festivales generasen público para conciertos durante el resto del año, habría salas en esas ciudades. Y si las administraciones quisiera mantener vivas esas salas, aportaría recursos. Pero la política cultural en esa provincia se centra en fomentar eventos multitudinarios y puntuales. “El mismo empresario que organiza el Acústica de Figueres, monta el festival Strenes de Girona y le dan otros 120.000 euros municipales. Estos festivales no crean escena: solo dinero para los cuatro bolsillos de siempre”, estalla.

Buscar escenarios donde sea

La falta de salas de conciertos en Girona y alrededores le ha obligado a programar actuaciones el librerías, okupas, ateneos, centros cívicos y bares de pueblos de 200 habitantes. También, a montar actuaciones ‘secretas’ en garitos que han recibido una carta de SGAE y, para seguir acogiendo conciertos sin despertar sospechas, ya no los anuncian: “Si ya es difícil traer público haciendo publicidad, ¡imagina sin anunciarlo en agendas ni en pósteres!”. Otro recurso son los conciertos de última hora. “En Cadaqués hay un sitio, El Café de La Habana, en el que a la dueña no le gusta anunciar los conciertos anticipadamente, pero si te presentas en persona y le dices de hacer uno pasado mañana, sí los hace”; dice. ¿Más historietas? “Una vez me contactó Lake, una banda de Olympia que publica en K Records y suena a Stereolab. Estaban en Francia y me ofrecían actuar en el comedor de mi casa. Para estos grupos, un día sin concierto supone mucho gasto: comer, dormir… Los llevé a El Local, de Figueres, que aún funcionaba. Vinieron diez personas, pero vendieron algún cedé, nos dieron de cenar y durmieron en mi casa. ¡Hubiesen quedado muy bien en el Primavera Sound, pero se conformaban con tocar en el comedor de mi casa!”, exclama.

Myspace murió, pero ‘Albert from Girona’ sigue recibiendo emails cada semana de músicos que quieren actuar en algún pueblo de Catalunya para un puñado de espectadores. En la mayoría de lugares, no los conoce nadie. La respuesta de Mestres cuando ofrece estos artistas es siempre esta: “¡Para eso los traigo, para que los conozcáis!”. “Trabajo con bandas que no suenan en la radio ni en la tele. Todos estos grupos acuden a mí porque no tienen a nadie más en España. Las agencias de booking internacional se dedican a lo grande”, asume. Y, a pesar de los pesares, sigue a lo suyo. “Mi preocupación es que los artistas tengan un espacio donde presentarse. Pero no creo que yo haya contribuido a crear escena. Para crear una escena necesitas salas. Salas que programen de lunes a domingo bandas de Albacete o de Washington. Si los jóvenes no ven esto, no forman bandas”, concluye.