Entrevista

Juan Mayorga: “A veces escribo para el teatro que vendrá y no para el de hoy”

Juan Mayorga (1965, Madrid) vive un momento dulce. Este viernes estrena y dirige nueva obra en el Teatro Español, Silencio, monólogo interpretado por la reconocida actriz Blanca Portillo, que surge del texto que el autor leyó al ingresar como académico en la Real Academia Española en 2019. Además, tiene en cartel en el Teatro del Barrio (Madrid), otro montaje también dirigido por él, La lengua en pedazos, pieza protagonizada por Clara Sanchis en el que Teresa de Jesús se enfrenta a su inquisidor, Daniel Albadalejo; y dos obras, Shock 1 y Shock 2, coescritas con Juan Cavestany, Albert Boronat y Andrés Lima, que continúan una de las giras más exitosas del teatro español de los últimos años. Estas dos obras, dirigidas por el propio Lima, podrán verse hasta abril en Gijón, Santiago de Compostela, Las Palmas de Gran Canaria, Mallorca y Barcelona. Pero la cosa no acaba ahí, además, El Golem, una obra todavía inédita con el colapso de la sanidad pública de fondo, se estrenará el 25 de febrero en el Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional. El montaje lo dirigirá Alfredo Sanzol.

El éxito no ha hecho cambiar el talante amable y tranquilo de este hombre de teatro que ha conseguido estrenar sus obras en medio mundo. Ni un atisbo de grandilocuencia se entrevé en este madrileño de trato exquisito y que, dice, llegó al teatro tarde. Antes se licenció en Filosofía y Matemáticas e hizo una tesis doctoral sobre Walter Benjamin dirigida por el filósofo Reyes Mate, figura con la que hoy sigue teniendo trato y es el maestro de la concepción de la historia, la política y la ética tan presentes en su teatro. Entre montaje y montaje, Mayorga dirige el máster de formación permanente en creación teatral de la Universidad Carlos III. Unos estudios que ha consolidado tras ocho años como una referencia en toda España. Atiende a este periódico en un hueco entre clases, representaciones y ensayos con Blanca Portillo. Pleno de energía, excitado y contento en un Madrid que se debate entre el desenfreno y el miedo a un oleaje que comienza a ser tsunami vírico.

Mayorga comenzó andadura teatral en 1989. Años de aprendizaje y asistencia a talleres de escritura de José Sanchis Sinisterra, Josep Maria Benet i Jornet o el chileno Marco Antonio de la Parra, un tiempo en el que se gestaron las primeras obras en torno al grupo de dramaturgos Teatro del Astillero, bajo la batuta de Guillermo Heras. Una época en la que Mayorga pergeñó ese teatro político sobre la memoria europea que culminaría en 1998 con uno de sus montajes más representados y laureados: Cartas de amor a Stalin. De aquellos noventa es su primera pieza, Siete hombres buenos, una obra que aun ganando el Premio Marqués de Bradomín tardó 30 años en ver la luz. La obra, que versa sobre un gobierno ficticio de la República en el exilio, se estrenó hace un año en el canario Teatro Cuyas dirigido por Rafael Rodriguez. El mismo director que ahora está montando, para estrenar en mayo, otra obra escrita en 1996, El jardín quemado, pieza que aunque se estrenara en Italia en 2016, en España no ha visto la luz. Un letargo entre la escritura y la escena que, sin bien muchos de sus textos ya en este siglo han ido representándose al poco de ser escritos, es normal en la carrera de Mayorga. Pero el viaje de sus textos no solo es temporal, sino también geográfico: Himmelweg, de 2003, se montó diez años después por Kim Donghyun en Corea del Sur; una obra sobre un campo de concentración nazi que habla sobre la violencia invisible entre las personas y que ha sido traducida a más de trece lenguas y ha visto más de treinta diferentes montajes en países como Uruguay, Bélgica, Canadá, Italia, Reino Unido, Grecia o Australia.

¿Se le hace extraño este viaje en el tiempo y el espacio de sus obras?

Intento escribir textos que despierten el deseo de teatro. Todos los escribo con gran ambición. Lo hago para la gente que me rodea pero también para futuros espectadores, quién me iba a decir a mí que mis obras se iban a representar en Corea. Quiero hablar sobre lo humano, sobre lo que nos vincula, sobre nuestra fragilidad y pequeñez y sobre nuestro derecho a la dignidad y a la libertad, lo cual puede encontrar interlocutores en diferentes lugares. A veces las obras que uno escribe son para el teatro que vendrá dentro de veinte años y no para el que se hace cuando uno las escribe. Ahora que están montando estas dos obras de mis comienzos veo que en El jardín quemado ya hay una temática que va a ser una constante en mi escritura: la evasión de la realidad, a veces áspera, y otras que buscan una realidad más rica. Esta obra fue programada por el Centro Dramático Nacional para 1997 pero un año antes subió al poder José María Aznar, cambió la dirección del teatro de Isabel Navarro a Juan Carlos Pérez de la Fuente, y éste la bajó de la programación. En aquel año la pieza hubiera producido un diálogo diferente con el público. Hoy llega a otra España y de otro modo. En un momento de la obra, levantan el suelo del patio del manicomio donde transcurre la acción y allí aparecen restos de gente que fue fusilada… Eso la relaciona con las fosas y la memoria de nuestro país. En 1997 no pudo ser, será ahora. Además ocurre que los textos se reescriben, en esta obra la protagonista en vez de un hombre será una mujer.

¿Es normal que siga reescribiendo sus textos?

Tengo una relación con mis textos conflictiva. La vida es combate. Incluso creo que la reescritura precede a la escritura. Cuando un escritor escribe una frase, ya la ha reescrito en su cabeza tres veces. Mis obras no son documentos de vida inamovibles. Yo lo que intento es ofrecer ese fantasma que se llama texto a la comunidad teatral. Y permanentemente estoy a la escucha. Una crítica, un comentario o, simplemente, un viaje en metro me puede revelar algo que me haga revisar el texto. Estoy en permanente pelea con mis textos y esto es algo que ha suscitado algún que otro problema con mis amigos editores y traductores. Pero bueno, ya saben que soy así.

Construir silencios

Silencio parte del texto que escribió para tomar asiento de la letra M en la Real Academia Española. Un texto profundo y lúcido sobre el teatro pero que tiene una estructura, lógicamente, académica y discursiva, ¿cómo ha trabajado el texto para la escena?

La función de teatro no es el discurso. No he pretendido custodiar el discurso, aunque mantenga sus elementos fundamentales. El texto hace una reflexión general sobre el silencio y atiende a los momentos en que el teatro nos ha puesto ante el drama del silencio. Hay un personaje, una mujer vestida de hombre, interpretado por Blanca Portillo. Aquí desvelo algo que quizá no debiera pues resta algo de sorpresa a la obra: esa mujer que dice el discurso en un momento nos revela que es una actriz a la que el dramaturgo la noche antes le ha pedido que pronuncie el discurso en su nombre.

Algo que se sugería en el propio discurso que dio como miembro de la Academia donde decía sentirse tentado a esto mismo, a invitar a un “intérprete” a que lo diese en su nombre.

Sí, lo expuse como posibilidad y ahora se ha convertido en realidad. Cuando estaba escribiendo el discurso pensé que había sido elegido como hombre de teatro y que debía hacer un homenaje a este arte recordando, además, que el teatro es el arte del actor, no el arte del dramaturgo. El centro es el actor y todos los demás lo acompañamos. En el centro no está la literatura dramática. Y creo que este es un arte, el del actor, que acaso no se manifieste nunca de forma tan elocuente como en el gobierno del silencio, exactamente donde no hay literatura. La respiración, la pronunciación, la huella digital del actor sobre la frase, la distancia entre dos palabras, la pausa, todo eso habla de la irreductibilidad del teatro a su escritura. Ya cuando estaba escribiéndolo pensé en Blanca Portillo. Ella representa escénicamente, rompiendo así ese espacio académico, los momentos teatrales que expone el texto para ejemplificar el silencio en el teatro. Lo que ocurre es que la actriz en la obra vive una relación conflictiva con el discurso que le hacen decir y en un momento en que ella está representando La Casa de Bernarda Alba de Lorca, tal y como yo la interpreto, se revuelve y dice: “¡Mentira! 'Bernarda, tirana de su casa' ¡Bernarda es una víctima también!”. Ahí ella vuelve a interpretar ese mismo momento de la obra de otro modo. Es magnífico lo que Blanca consigue y creo que el espectador agradecerá poder contemplar la riqueza del arte actoral en el que cambiando simplemente la manera de decir se modifica todo el sentido de la obra.

Se le ve contento y animado de estar trabajando con Blanca Portillo.

Blanca es una superdotada, es una actriz que tiene una paleta, una capacidad de recursos, extraordinaria. Y, además, tiene un gran compromiso con su oficio. Cuando llego al ensayo, ella ya lleva una hora pasando letra y apuntando notas que ha pensado para enriquecer cada palabra. Es un placer trabajar con ella. Blanca es una sacerdotisa del teatro. Creo que va a ser una gozada verla pasar por tantos momentos en una misma obra… Pero no se trata de ser Jesulín y encerrarse con no sé cuántos toros, no es una exhibición. Creo que Blanca está en un momento maduro e importante como actriz. En el trabajo que realiza en esta obra todo tiene algo de reflexión y revisión sobre su propio trabajo y oficio.

Yo antes escribía para actores hombres por pura inercia, por pura incapacidad de ver más allá de mis narices

Hablaba del cambio de género en la protagonista de El Jardín quemado y de la elección de Blanca Portillo en Silencio, ¿con los años su perspectiva de género ha ido evolucionando?

Yo escribía para actores hombres por pura inercia, por pura incapacidad de ver más allá de mis narices. En aquel momento pensaba en masculino. Cuando escribía pensaba en José Bódalo [se ríe de sí mismo a carcajadas], es lo que estaba en mi cabeza. Ahora veo que en El jardín quemado es mucho más interesante que sea una mujer la que entra en ese espacio dominado por un hombre. Eso ya motiva la aparición de otros signos. Si pudiera no atribuiría en el texto ni edad ni género a los personajes. Ya lo he hecho en mi último texto, Voltaire [estrenada por Ernesto Caballero en 2021]. Aunque es cierto que nuestro lenguaje nos atrapa. Por ejemplo, si escribes “estoy nervioso” el lector imaginará que hablas de un hombre. Es una situación problemática de la que uno tiene que ser consciente. Hace años no hubiese pensado en Blanca Portillo para hacer Silencio. Es cierto que poco a poco han ido apareciendo personajes femeninos en mi teatro: La tortuga de Darwin, El arte de la entrevista, La intérprete… Y es cierto que en mis primeras piezas pensaba en personajes masculinos.

Desde 2012, justamente con el primer montaje de La lengua en pedazos, viene dirigiendo sus propios textos, ¿qué le acercó a la dirección?

Nació del deseo. Si no di el paso antes fue porque no sentía que podía ofrecer algo como director. Me acuerdo de que Sergi Belbel me animó hace muchos años diciéndome: “Deberías dirigir porque si lo haces escribirás mejor”. Y yo le contesté: “Ya, pero qué culpa tiene la gente”. No veía que pudiese aportar demasiado. Soy un escritor que siempre estuvo cerca de los montajes y que he aprendido mucho de los hallazgos y de las prácticas de algunos maestros con los que he estado, pero, por qué no decirlo, también de sus errores. Me fui dando cuenta de que podía ayudar a algunos actores y que en la dirección había un espacio grande para la escritura porque se podía escribir también con la iluminación, con el sonido, con la mayor o menor distancia entre dos personajes, con la extensión de un silencio… La gran diferencia es que el autor es omnipotente. En cambio, el trabajo del director está extraordinariamente limitado. Has de negociar con el espacio, el presupuesto y los actores que tienes. Lo que hacen los grandes directores es convertir las limitaciones en ocasiones poéticas. Y la otra gran diferencia es la firma. En la escritura es tuya, en la dirección es un trabajo colectivo.

Como director se le tacha de minimalista, incluso de profesar una estética povera, ¿le definen estos términos?

Creo que esto no se puede decir de todas las piezas que he dirigido y en otras piezas es cierto que ha habido una utilización de recursos mínima, pero en algunos casos, como los dos primeros montajes que dirigí, inducida por la propia necesidad material, no teníamos producción. Pero además de eso, todo está vinculado a una convicción: definitio est negatio, lo importante es lo que no pones, si pones todo en un mapa nadie verá nada. Esto es algo que decía en El cartógrafo pero que es muy aplicable a la puesta en escena. El teatro tiene una fuerza extraordinaria y de lo que se trata es de elegir lo esencial. En La lengua en pedazos lo fundamental son las trece sillas vacías que convocan la imaginación de esa comunidad que ha reunido Teresa en torno a una fe y un proyecto de vida. Y en Silencio, el espacio es de algún modo una representación esencial de la Academia con un atril y unas sillas… Cualquier otra cosa, creo, desviaría nuestra atención. Yo no utilizaría el término arte povera para definir mi trabajo, ni tampoco minimalismo. Hablaría más bien de la esencialidad de la cartografía, de la búsqueda de aquello más significativo. En Silencio se dice que el teatro todo lo convierte en signo, que en teatro todo es metáfora, es lo que es y otra cosa. Desde ahí es desde donde trabajo.

Un Frankenstein entre nosotros

Antes de preguntarle por la obra que verá la luz en febrero, El Golem, déjeme hacerlo por su relación con la cultura judía. Su teatro parte de la máxima del filófofo Reyes Mate que no debemos pensar sobre lo que es justo, sino sobre cómo podemos contestar la injusticia, de que la filosofía debe de comenzar en la memoria del sufrimiento. Parte de esa pregunta europea: ¿qué pensamiento es posible después de Auschwitz? Pero además su relación con la cultura judía parece más extensa y profunda ¿en qué sentido lo es?

Antes de nada, déjame recalcar que estoy entre los que creen que tenemos que pensar desde Auschwitz y que, como dice mi maestro Reyes Mate, el deber de memoria consiste fundamentalmente en un deber pensar. Hay que examinar nuestro presente desde aquella experiencia, preguntarnos hasta qué punto las lógicas sacrificiales inhumanas que condujeron al exterminio de los judíos europeos, de los que fueron responsables no solo unos locos alemanes sino toda Europa, no han sobrevivido o se han metamorfoseado. Y a mi juicio es un hecho que todavía sigue presente. La bestia no solo está entre nosotros y nos acecha, sino que la llevamos dentro. Y sí, mi relación con la cultura judía es cierto que es extensa, pero ignoro por qué. Cuando yo era chaval iba a la biblioteca pública de la calle Felipe el Hermoso de Madrid. Desde una de sus ventanas, veía un lugar misterioso, un lugar que pensaba que podía ser una iglesia y que siempre tenía delante de su puerta un coche policial. Un día supe que era una sinagoga. Eso me hizo pensar. Mi primera relación con el mundo judío fue esa: un lugar que tenía que ser protegido porque estaba amenazado. Como adolescente fui lector de Kafka, de Stefan Zweig y otros, y nunca me pareció fundamental su condición de judíos. Pero cuando comencé a trabajar sobre Walter Benjamin me di cuenta de que sí había una relación con el libro, con la interpretación y con la memoria que es seminal y que se ha convertido fundamental en mi trabajo. Y sí, en muchas de mis obras está presente el mundo judío: Himmelweg, El cartógrafo, JK… Y en El Golem vuelve a pasar. De este mito judío, en el que el rabino de Praga construye un ser de barro al que da vida para defender a la comunidad, me parecían fundamentales dos elementos: la defensa de la comunidad y la relación con la palabra.

La bestia no solo está entre nosotros y nos acecha, sino que la llevamos dentro

¿Pero en la obra la relación con el mito judío es metafórica, no?

Sí, todo comienza con una persona que se acerca a la mujer de un paciente en un hospital y le dice que sabe que al día siguiente debe sacar a su marido del hospital porque el tratamiento no está cubierto por el Gobierno. Pero le ofrece que él siga en su habitación recibiendo el tratamiento a cambio de aprenderse un texto. Y resulta que ella, poco a poco, mientras aprende el texto, se va transformando. Se convierte en portadora de unas palabras de carácter político que la van convirtiendo en una líder social. Va descubriendo que sueña otras cosas, que esas palabras contenían experiencia, y se va produciendo una transformación en la que ella se da cuenta de que, como en el mito del gólem, ha sido elegida como cuerpo. Teme estar siendo objeto de un experimento científico porque no cree en la magia. Y quien le ha propuesto el pacto le espeta si no es mágico que ellas estén hablando, si no tienen algo de mágico las palabras, ¿no somos cuerpos ocupados por palabras? El gólem es un mito sobre el lenguaje y es un mito político, de cómo la comunidad necesita a alguien en un momento de peligro. Qué signo político tenga no es claro en la obra, puede ser Stalin o Mussolini, pero creo que en ese sentido hay algo que está presente hoy en las calles, donde yo percibo zozobra, rabia y crisis general.

Parece que la obra, que será dirigida por Alfredo Sanzol y protagonizada por la incipiente Vicky Luengo (Antidisturbios), se traslada a nuestro presente más actual.

La escribí hace tres años, pero estando en el confinamiento percibí una angustia en la calle nueva. Al mismo tiempo creo que se hizo palpable el peligro de que los estados dejen un día de cubrir tratamientos sanitarios vitales, como el cáncer o tratamientos psiquiátricos, o el peligro de que un día las vacunas no sean para todos, sino solo para algunos. Ahí decidí rescribir el texto para conectarlo con esa sensación y esa preocupación, creo que extendida entre muchos. Estamos viviendo un presente donde predominan unas lógicas economicistas y egoístas que no sabemos a dónde nos llevan. Pero al mismo tiempo la obra es un cuento teatral, tiene esa lógica, y le pide al espectador que acepte ese juego.