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“Lo venden todo como trauma”: cómo nuestro dolor emocional se convirtió en producto

Katherine Rowland

26 de diciembre de 2025 21:26 h

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En marzo de 2023, el Dr. Gabor Maté, médico de familia jubilado y uno de los expertos en traumas más respetados del mundo, diagnosticó audazmente al príncipe Harry con trastorno por déficit de atención (TDA) durante una entrevista en directo.

Tras leer las memorias del duque de Sussex, escritas por un escritor fantasma (En la sombra, Penguin Random House), Maté afirmó que había llegado a “varios diagnósticos” que también incluían depresión, ansiedad y trastorno por estrés postraumático. Maté continuó explicando que no se trataba de pruebas de enfermedad en sí mismas. Más bien, dijo: “Lo veo como una respuesta normal a un estrés anormal”.

Lo que hizo Maté no se acerca en absoluto al procedimiento clínico habitual: un diagnóstico requiere una evaluación estructurada y un tiempo adecuado con el paciente. Además, hacer público un diagnóstico plantea evidentes problemas de privacidad.

Sin embargo, el gesto estaba muy en consonancia con la avalancha de afirmaciones diagnósticas y autodenominaciones que han inundado Internet y las publicaciones de gran tirada, creando un espacio en el que el fervor confesional y la pseudociencia memificada —a veces con la complicidad de terapeutas que deberían ser más conscientes de ello— se han convertido en algo casi habitual.

Hoy en día, ha surgido toda una industria en torno a la idea de que todo es trauma. Lo que antes se entendía como la confrontación de la psique con una catástrofe genuina, ahora se trata como una posesión personal: algo que el individuo posee, narra y cura.

Esta deriva marca el punto de entrada a un cambio cultural más amplio: la mercantilización del dolor.

Esto es evidente en #TraumaTok, donde en más de 650.000 publicaciones los creadores despotrican, lloran y reformulan rasgos como síntomas: “¿Perfeccionista? ¡Es tu trauma!”, con gran recompensa algorítmica.

La misma sensibilidad abarrota las estanterías de las librerías. La cadena de librerías estadounidense Barnes & Noble tiene más de 3.300 títulos en la categoría “trastornos relacionados con la ansiedad, el estrés y el trauma”, desde memorias de recuerdos resurgidos hasta manuales de sanación y análisis neuropop. (Un autor califica el trauma como “una epidemia fuera de control”, transmisible entre familiares y amigos).

Cuando todo es trauma, nada lo es

La mayoría de estas obras prometen ánimo, si no el comienzo de una nueva vida. También aseguran a los lectores que no están solos en sentirse abrumados por retos grandes y pequeños –véase, por ejemplo: Tiny Traumas: When You Don't Know What's Wrong, But Nothing Feels Quite Right (Pequeños traumas: cuando no sabes qué te pasa, pero sientes que algo no va bien del todo)–. En formato audio, el podcast Gifts of Trauma (Los regalos del trauma) aborda temas tan diversos como la menopausia, la ansiedad matemática y el liderazgo corporativo inauténtico, mientras que Start Thriving (Empieza a prosperar) examina las formas en que un sistema nervioso destrozado dicta la elección de pareja.

Y cualquier fin de semana, los más acomodados pueden elegir entre una oferta de costosos seminarios y talleres dedicados a neutralizar los recuerdos traumáticos y conectar con el yo interior. Para aquellos que estén dispuestos a gastar 6.200 dólares, hay un crucero de siete días por el Adriático, Sailing into Alignment, en el que Maté da una conferencia en persona sobre el profundo impacto del trauma en nuestro bienestar.

El trauma, que antes evocaba un incidente devastador, ahora se encuentra en las inevitables abrasiones de la vida cotidiana. Está implicado en la procrastinación, el malestar laboral y los apegos apáticos. Es la razón por la que somos “malos en las relaciones”, por la que dormimos demasiado, es el antecedente de nuestro consumo compulsivo de Friends.

Como resultado, el trauma ha perdido su significado. O, como me dijo el psiquiatra Arash Javanbakht: “Cuando todo es trauma, nada lo es”.

Cuando el trauma se expandió más allá de la catástrofe

Al escribir sobre el tema en Harper's, el escritor británico Will Self afirmó: “Un concepto es una herramienta útil para abrirse camino en el caos”. El trauma ha demostrado ser una herramienta muy útil para todo el trabajo explicativo que ahora le imponemos.

Nacido de las pesadillas y los flashbacks de los veteranos de guerra, el trastorno de estrés postraumático (TEPT) se inauguró como diagnóstico en la tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría en 1980. Inicialmente concebido como una respuesta debilitante a factores estresantes que se producen fuera del ámbito de la experiencia humana normal, pronto fue ampliado por los médicos, que sostenían que los recuerdos traumáticos se diferenciaban de los recuerdos ordinarios en la forma en que se codifican, almacenan y experimentan. Si no se resuelven, pueden perdurar.

En 1994, el psiquiatra Bessel van der Kolk publicó un artículo sobre la memoria y la psicobiología del estrés postraumático, que se convertiría en la base de su best seller de 2014, El cuerpo lleva la cuenta. El libro argumentaba que los recuerdos traumáticos a menudo no son explícitos. En cambio, pueden permanecer fuera de la memoria consciente y alojarse en los sistemas sensoriales del cuerpo, en nuestras extremidades y vísceras.

Imaginemos a alguien a quien le gritaban cuando era niño. Años más tarde, aunque racionalmente sabe que está a salvo, su cuerpo reacciona automáticamente ante una voz elevada: sus músculos se tensan, su ritmo cardíaco se acelera y siente un nudo en el estómago. La experiencia traumática temprana se manifiesta más tarde como una respuesta fisiológica refleja, que se desencadena mucho después de que el peligro inicial haya pasado.

Su trabajo coincidió con el de la psiquiatra de Harvard Judith Herman, cuya obra de 1992 Trauma and Recovery (Trauma y recuperación) entrelaza hilos de investigación sobre el trauma que antes estaban aislados. Ella demostró que, ya fuera el trauma resultado de un combate, de violencia sexual o doméstica, o de terror político, su impacto en el individuo seguía un patrón reconocible. Estas heridas se agravaban, según ella, no solo por la violación, sino también por lo que venía después, y por la forma en que la sociedad tiende a negar, distorsionar y suprimir la realidad del trauma.

Pensemos, por ejemplo, en una mujer agredida por alguien en una posición de autoridad. Si denuncia los hechos, es posible que se encuentre con incredulidad, culpas o incluso intimidaciones, porque su experiencia se enfrenta a las dinámicas que permiten que se produzcan esos abusos.

El trabajo de Herman sobre el trauma interpersonal crónico, como la violencia doméstica —a diferencia del trauma por un incidente único— ayudó a sentar algunas de las bases teóricas para van der Kolk, quien ha investigado las formas en que el trauma desregula el sistema nervioso, distorsiona la memoria y fractura las conexiones sociales.

La plantilla común para prácticamente todas las afecciones —enfermedades mentales, enfermedades físicas— es, de hecho, el trauma

Aunque las teorías de van der Kolk se consideran ahora una verdad incuestionable, especialmente entre los lectores no especializados, inicialmente fueron recibidas con escepticismo por sus colegas (y desde entonces han sido objeto de críticas constantes). Van der Kolk pasó a defender un diagnóstico ampliado del trastorno por trauma del desarrollo, sugiriendo que los daños tempranos no solo representaban una lesión psicológica, sino que se convertían en parte de la arquitectura del yo. Sin embargo, sus esfuerzos por incluir esto en el DSM no tuvieron éxito.

Cuando hablamos, van der Kolk describió el rechazo con el que se recibió su trabajo inicial. “Cuando mueras, nadie va a hablar del trauma”, recuerda que le dijeron. Pero, en su opinión, incluso esa resistencia era una prueba del alcance implicante del trauma. No reconocer la enormidad del trauma, me dijo, “es realmente una renuencia a aceptar el propio dolor interior”.

Hoy en día, el péndulo se ha inclinado violentamente en la otra dirección. Según PsychNet, la base de datos de literatura académica de la Asociación Americana de Psiquiatría, el término “trauma” apareció menos de 3.000 veces entre 1980 y 1990, en comparación con más de 66.000 veces entre 2015 y 2025. A la mentalidad actual se suman los daños del trauma vicario, el trauma secundario, el trauma intergeneracional, el trauma epigenético, el trauma ecológico, el trauma de apego y, por supuesto, todo lo relacionado con el trauma.

Incluso van der Kolk reconoce la paradoja que crea esta profusión: el trauma, dice, es a la vez “un acontecimiento extraordinario” y “extremadamente común, por lo que no es nada extraordinario”.

Parte de este creciente interés tiene sentido, dado nuestro pasado reciente. Hemos tenido que lidiar con el movimiento #MeToo y la dinámica aterradora que condujo a Black Lives Matter. Hemos estado tratando de comprender los contornos de nuestra soledad, amplificada durante el apogeo de la COVID, y nos hemos quedado sin aliento ante las muchas formas en que la sociedad nos falla a todos, hombres, mujeres y niños: nadie se libra.

No obstante, las consecuencias se plantean como duraderas y generalizadas. Se teoriza que el trauma acecha ahora como el germen oculto de las enfermedades cardíacas, el cáncer, los trastornos autoinmunes, el abuso de sustancias y la ansiedad descontrolada.

“La plantilla común para prácticamente todas las afecciones, tanto mentales como físicas, es, de hecho, el trauma”, declaró Maté en 2021. En sus exitosos libros sobre temas tan diversos como el TDAH, la adicción y cómo los valores sociales tóxicos han convertido la idea misma de “normalidad” en un estado patológico, Maté amplía esta visión: los males generalizados no solo son señal de un malestar individual creciente, sino también del fracaso de los sistemas que nos han despojado de la capacidad de conectar y afrontar los problemas.

El dolor forma parte de la vida, pero también lo hace la resiliencia

La mayoría de los estadounidenses han experimentado un acontecimiento que entra dentro de los parámetros psiquiátricos del trauma, según Javanbakht, director de la Clínica de Investigación sobre Estrés, Trauma y Ansiedad de la Facultad de Medicina de la Universidad Estatal de Wayne. “Estamos hablando de agresiones, robos, violaciones, tiroteos, exposiciones a la guerra, accidentes graves de tráfico, enfermedades que ponen en peligro la vida”.

Y, sin embargo, esta exposición generalizada no se traduce necesariamente en una debilidad duradera. La prevalencia del TEPT a lo largo de la vida entre los adultos estadounidenses se sitúa justo por debajo del 7%. En su libro Afraid, Javanbakht describe su trabajo con refugiados, supervivientes de torturas y personal de primeros auxilios, y señala que en estas poblaciones las tasas son mucho más elevadas. “Pero, por término medio”, dijo, “en una población que no ha estado terriblemente expuesta a la guerra, incluso cuando se produce un trauma, eso no significa que estés destrozado”.

Tras el 11-S, los profesionales anticiparon una amplia repercusión psicológica en Nueva York y los recursos y proveedores inundaron la ciudad. La FEMA proporcionó más de 150 millones de dólares en subvenciones para asesoramiento en situaciones de crisis y programas destinados a aliviar la angustia. Pero la ola de necesidad nunca llegó, según el psicólogo clínico George Bonanno, que dirige el Laboratorio de Pérdida, Trauma y Emoción del Teachers College de la Universidad de Columbia. “Casi nadie lo quería”, afirmó. Para Bonanno, este caso ofrece un ejemplo claro de cómo tendemos a sobreestimar enormemente el TEPT a costa de apreciar nuestra capacidad innata para recuperarnos.

“El TEPT es lo que ocurre cuando el estrés traumático no desaparece, cuando se agrava y se expande y, finalmente, se estabiliza en un estado de angustia más duradero”, escribe Bonanno en su libro The End of Trauma. Pero los acontecimientos en sí mismos son malos predictores de sus consecuencias emocionales. Tanto el trauma como el TEPT son “estados dinámicos con límites difusos que se desarrollan y cambian con el tiempo”.

Bonanno ha dedicado décadas a investigar la otra cara del trauma: el hecho de que la mayoría de las personas, incluso después de sufrir violencia o desastres, se recuperan por sí solas con el tiempo. Aunque la resiliencia es igualmente difícil de predecir, por lo general tendemos a ser expertos en nuestra propia curación. Si todos fuéramos portadores de traumas enterrados, adquiridos a lo largo de nuestras vidas o transmitidos de generación en generación, “ni siquiera estaríamos aquí”, afirma Bonanno. “Seríamos simplemente la raza de seres más indefensa de la Tierra”.

La pregunta más interesante, según van der Kolk, es qué impulsa la supervivencia. Para la persona que ha sido maltratada o sometida a horrores, lo más intrigante es la capacidad de superar y continuar.

“Eso es realmente lo que me mantiene en este campo”, dijo, “cuando conozco lo que les ha pasado a las personas... Pienso: 'Dios mío, todavía estás aquí. No te has suicidado. Estás intentando ser una buena persona”.

“Si me sigues, te salvarás”

Para van der Kolk, el trauma se convierte en un problema “cuando se convierte en tu identidad o tu coartada”. Pero en la cultura popular actual, a menudo se enmarca precisamente así: como la herida que nos define y el mapa que nos promete el camino de vuelta.

El trauma, que antes se ocultaba con vergüenza, ha pasado de “estigmatizar a idealizar”, afirma Javanbakht. Es el viaje del héroe moderno, facilitado por un mercado en auge y algoritmos que premian la recitación de nuestra miseria.

En nuestra era secular, la excavación de nuestro dolor para el consumo público ha sustituido al descenso al inframundo y a los viajes de peligro y valentía. El héroe no es Odiseo ni Orfeo, sino el superviviente que encuentra el valor para contar su historia, y lo que antes era una tragedia se ha convertido en un producto.

“Venden estas tragedias”, dijo la psicoterapeuta Antonieta Contreras sobre las proliferantes opciones que se aprovechan de nuestro dolor. “Lo venden todo como trauma. 'Estás destrozado y, si me sigues, te salvarás'”.

La promesa es siempre la misma: podemos curarnos, podemos triunfar, podemos trascender.

Tendemos a elevar a las personas que han sufrido a manos de otros

El trauma se ha convertido en un tipo de moneda cultural que corre el riesgo de patologizar la experiencia cotidiana y confiere una identidad “virtuosa pero impotente”, escribe el psicólogo Nicholas Haslam, de la Universidad de Melbourne. El trauma es, por definición, algo externo, una ruptura que desgarra lo que imaginamos que es una vida continua. Por eso, me dijo Haslam, puede cumplir una función psicológica al dar sentido a los sentimientos de angustia, estancamiento y confusión que todos sentimos en la vida.

Además, dijo, sugiere una insignia de honor: “Tendemos a elevar a las personas que han sufrido a manos de otros”.

Cuando le pregunté a Bonanno por qué cree que las personas se aferran a las etiquetas autoimpuestas de trauma, admitió tener una visión cínica. “Creo que es una excusa”, me dijo. “Nos quita nuestra capacidad de acción personal y también elimina la responsabilidad. No soy yo. Estaba traumatizado. Por eso me comporto así”.

Contreras ve en esta tendencia un cierto nivel de derecho, en el que el individuo, al confesar públicamente su historia, se inmuniza de cualquier crítica. Ofrece un sello de validación, al tiempo que proporciona “una salida fácil a lo difícil que se ha vuelto la vida”.

La visión del trauma expresada por Maté y otros es profundamente atractiva. Al hacer alarde de la etiqueta, uno se vuelve inocente. Actúo de forma brutal, imprudente y egoísta no por algún defecto de carácter, sino por los dolores subterráneos que dictan mis acciones. Esta visión es lo que Javanbakht describe como una “ganancia secundaria” de la autoetiquetación del trauma.

Somos criaturas que buscamos el significado, dice, y recurrimos por defecto a explicaciones narrativas para dar orden a nuestras vidas. El trauma ofrece una forma de racionalizar “las cosas que nos molestan y, a veces, nos da una excusa para no funcionar”.

Hay una paradoja que los influencers y sus seguidores rara vez prevén: cuanto más se aferra uno a la herida, más estrecha se vuelve la vida. De hecho, las investigaciones sugieren que etiquetar el malestar como un problema de salud mental da lugar a un aumento real de los síntomas. La etiqueta en sí misma se vuelve destructiva.

Aunque hablar más abiertamente de nuestras heridas privadas ha aumentado la conciencia sobre el bienestar mental, no nos ha hecho más saludables. En cambio, como me dijo Contreras, profundiza nuestra sensación de derrota. Eso no quiere decir que el dolor sea injustificado, dijo, especialmente para las generaciones más jóvenes que se enfrentan al desplazamiento digital, el deterioro medioambiental, las tensas relaciones sociales y el colapso de las estructuras que antes sugerían algún tipo de camino ascendente.

“La gente piensa que es un trauma”, dijo, “pero no, es dolor, y el dolor es la forma en que está diseñado el mundo”.

El trauma se ha convertido en el idioma privilegiado a través del cual se expresa el sufrimiento individual y colectivo

Otra consecuencia no deseada: a medida que el trauma satura nuestra cultura, los más perjudicados quedan eclipsados por los más prolíficos. Las manifestaciones de angustia en línea, argumenta Javanbakht, corren el riesgo de trivializar el sufrimiento de las personas que han soportado daños verdaderamente debilitantes.

Señaló: “¿A cuántos supervivientes de tortura, cuántos refugiados, cuántos veteranos, cuántos bomberos, cuántas personas procedentes de la pobreza extrema has visto en TikTok o en las redes sociales hablando de su trauma?”.

Más bien, observó, escuchamos a aquellos que tienen “el tiempo y los recursos y la sensación de que soy lo suficientemente importante como para compartir mi glorioso trauma con los demás”. Los privilegiados obtienen una plataforma y acceso a recursos terapéuticos, mientras que el sufrimiento sistémico queda relegado aún más a los márgenes.

Los comentarios de Javanbakht coinciden con las observaciones de las ciencias sociales. En su aguda crítica, The Empire of Trauma (El Imperio del Trauma), el antropólogo Didier Fassin y el psiquiatra Richard Rechtman sostienen que el trauma ha traspasado el ámbito del diagnóstico médico o psicológico para convertirse en una categoría moral y política.

“El trauma”, escriben, “se ha convertido en el idioma privilegiado a través del cual se expresa, se reconoce y se gobierna el sufrimiento individual y colectivo”. Como categoría moral, determina quién merece tanto los recursos como la compasión. Ser reconocido como traumatizado es reclamar un billete hacia la legitimidad.

Si la etiqueta del trauma es, en última instancia, más perjudicial que paliativa, Javanbakht sugiere que dejemos de esgrimirla.

“Tu libertad” —para elegir, procesar, dar sentido, resistir— “es lo más importante que tienes”, afirma. “Les digo a mis pacientes: solo se vive una vez. Y cada minuto que pasa se va y no vuelve”.