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Hombres

En los casinos de los pueblos y en las cafeterías más importantes de las grandes ciudades, en un tiempo anterior a mi nacimiento, durante la primerísima infancia de mis padres y la juventud de mis abuelos, los hombres pasaban las tardes y las noches hablando de todo lo divino y de todo lo humano. Siempre he pensado que la pérdida de esa costumbre ha significado un enorme retroceso para la humanidad.

Las tertulias se mantenían tarde y noche, después de comer y también después de cenar y se prolongaban hasta altas horas de la madrugada entre botellas de ron, sifones de agua con seltz, ceniceros desbordados de colillas, profesionales de la bohemia y admoniciones de algún que otro fabricante de sonetos insomne, decimonónico, sentencioso y muy dado a tratar de desentrañar los misterios de la vida nocturna.

Los hombres tomaban café, bebían coñac y fumaban grandes puros, o cigarrillos de una áspera picadura minuciosamente liados con sus dedos manchados de nicotina, mientras conversaban entre ellos tratando de arreglar lo que nunca ha tenido arreglo; o sea el mundo. Los periódicos tenían entonces una enorme importancia. Cuando Madrid lo habitaban tan solo medio millón de personas se publicaban 52 periódicos cada día, vendiéndose cerca de 250.000 ejemplares; una cifra astronómica sobre todo si tenemos en cuenta que había casi un veinticinco por ciento de analfabetos que residían en la capital del reino.

Las tertulias eran el núcleo esencial en la vida de los hombres, más si estos tenían profesiones liberales o estaban mínimamente interesados en los asuntos de la política tanta nacional como internacional. Las batallas por el poder, las disputas entre conservadores y liberales, monárquicos y republicanos, se libraban en los periódicos y en las tertulias todas las noches se mantenía una lucha, más o menos soterrada, más o menos vibrante, para promover un cambio de gobierno, criticar la incompetencia de la oposición, afirmar categóricamente que los alemanes no tardarían ni una semana en plantar sus reales en Paris o sentenciar de una manera lapidaria que tras el Lagartijo la nada...

Los hombres, entonces, aprendían en los cafés o en los casinos que la vida o es una conversación con personas de diferente opinión o es un monólogo neurótico que casi siempre suele derivar en narcisismo, egoísmo, clasismo o en el habitual localismo que tanto ha lastrado a este país. El mundo cotidiano se reducía a la localidad donde se había establecido la residencia ya que en aquellos días en blanco y negro casi nadie viajaba; de hecho la vida de barrio es lo que conformaba la España de entonces. Una España de modistillas, mendigos, sacerdotes, buhoneros, putas, mancos, tranvías, carros tirados por caballos, señoritas con pamela, jornaleros de blusón y alpargata, notarios de mostacho y perilla, toreros de corinto y oro, dependientes de ultramarinos, soldados de permiso de alguna de las guerras africanas y hombres que se hacían una densa biografía debatiendo en las tertulias de los casinos o las cafeterías hasta bien entrada la madrugada.

En las cafeterías, bares, tabernas y gastro bares de esta ruidosa época no hay más que personas solas mirando una pantalla. Personas, por lo general, que atienden con cierta desgana las evoluciones de unos muchachos que se disputan un balón en un campo de fútbol. Hombres sobre todo. Hombres silenciosos que, mano sobre mano, beben un vino tras otro...

En los casinos de los pueblos y en las cafeterías más importantes de las grandes ciudades, en un tiempo anterior a mi nacimiento, durante la primerísima infancia de mis padres y la juventud de mis abuelos, los hombres pasaban las tardes y las noches hablando de todo lo divino y de todo lo humano. Siempre he pensado que la pérdida de esa costumbre ha significado un enorme retroceso para la humanidad.

Las tertulias se mantenían tarde y noche, después de comer y también después de cenar y se prolongaban hasta altas horas de la madrugada entre botellas de ron, sifones de agua con seltz, ceniceros desbordados de colillas, profesionales de la bohemia y admoniciones de algún que otro fabricante de sonetos insomne, decimonónico, sentencioso y muy dado a tratar de desentrañar los misterios de la vida nocturna.