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Las que limpian

Trabajadora de la limpieza en un hotel. EFE/Enric Fontcuberta/Archivo

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Cuando acabo de ver Matria por segunda vez, me paseo un rato por el cuarto de hotel. Doblo un pantalón en tres, con precisión, con solo dos gestos, más o menos como me enseñaron a hacerlo en casa. Después, entro en el baño y me lavo los dientes. Me fijo en las toallas colgadas al lado de la ducha. Me doy cuenta de la pulcritud, de que todo guarda una simetría en este lugar. Conozco el origen detrás de esta delicadeza. Mientras me cepillo con fuerza y la boca abierta, imagino contra mis dientes un estropajo, una rasqueta. Los imagino como si fuesen prolongaciones del brazo de quien limpió por la mañana este mismo espejo en el que me miro. El cuerpo de una mujer apurada estirándose para llegar hasta arriba del todo. Hasta la última esquina. En tiempo récord. Cuando termino, me siento en el escritorio, borro las trescientas palabras que había escrito sobre el tema del que tantos otros han opinado ya esta semana y titulo el artículo así: las que limpian.

“A l’atzar agraeixo tres dons: haver nascut dona, / de classe baixa i nació oprimida. // I el tèrbol atzur de ser tres voltes rebel” (“Al azar le agradezco tres dones: haber nacido mujer, / de clase baja y nación oprimida // Y el temblor azul de ser tres veces rebelde”) proclamó Maria Mercè Marçal. Ese temblor azul es el interior de la concha de un mejillón. El resultado de la violencia que se ejerce a diario —rítmica e incansablemente, como con las mareas— sobre aquellas que resisten. Ellas son la mitad oculta del mundo: las obreras. Y parece que no termina nunca lo que las abate, parece que no terminan ellas nunca de llegar, que han estado ahí siempre, antes de todo lo demás.

Mientras veía Matria, pensaba en mi abuela, pasando la fregona en el bar cada noche —noche cerrada— y abriendo de nuevo a primera hora de la mañana. De lunes a domingo. Durante más de cuarenta años. En mi tía junto a ella. Pensaba en las mujeres que cruzan la ría, en el barco de pasaje, saliendo del puerto de Cangas, horas antes del amanecer, para ir a “servir a Vigo”. La suya es una estirpe infinita. Un modo de esclavitud. Esta precariedad estructural y de género, que sigue tan socialmente aceptada, tan presente en todas partes, que no se ve o es mirada con pena.

Hay ahora mismo, mientras lees esto, mujeres que acuden con prisa a un lugar u otro, que ruegan en oficinas de trabajo temporal rascar unas horas “de lo que sea”, que les preguntan a las vecinas si saben de alguna casa donde las necesiten, que cuelgan fotocopias con sus números de teléfono por las farolas de la ciudad, en corchos a la entrada de supermercados. Sucede en el mundo entero, no solo aquí. Y todas acaban, en algún momento, limpiando. Porque las que limpian son las que están en relación directa con cualquier cosa que llamemos mierda. Con nuestra mierda cuando sentimos que deja de ser nuestra y se convierte en algo ajeno, repulsivo. Ellas ven lo que no debe ser visto y hacen lo que debe hacerse.

Las que limpian cobran casi siempre mal, muchas veces en negro. Ramona —la protagonista de Matria encarnada magistralmente por María Vázquez, que devora cada minuto irrespirable en la pantalla— exclama delante de sus patrones en la fábrica: “Para vós nunca hai lei! A lei sempre é para nós!” (“¡Para vosotros nunca hay ley! ¡La ley siempre es para nosotras!”). Es uno de los momentos álgidos del arranque de la cinta. Lloro. Ahora que se reivindica tanto que los empresarios no son la fuente de nuestra riqueza, sino que la riqueza nace de nuestra propia fuerza de trabajo, yo pienso en todos los sobres con cantidades pequeñas de dinero que las mujeres que limpian transportan en sus bolsos de un lugar a otro. Billetes pequeños que acumulan poco a poco o van dejando ir en facturas y gastos de cualquier tipo. Durante más de una década mi madre no empleó tarjeta de débito. En pleno siglo XXI. No la necesitábamos, no había nada que ahorrar.

Para las obreras todo se impregna de esta miseria que es no cotizar y vivir en el presente. Un presente asmático donde tiene lugar la danza inestable de trabajos sin ley entre los que hacen equilibrios las más jóvenes y las más viejas, las que han nacido aquí y las inmigrantes, las madres y las viudas. Todas. Y de repente, entre tanto alboroto, aparece un día la debilidad del cuerpo, una fisura. Y te quedas sin nada o casi nada. Paras mientras el mundo se derrumba. A mi madre le pasó en 2012, a los treinta y ocho años. Se encontraba mal y aún así trabajó prácticamente todo el día y medio en el que le dolió la cabeza antes del ictus. Era agosto. Ahora no trabaja y, a veces, diez años después, se siente mal por no trabajar.

Parece imposible romper esta rueda. Tumbarla. Son demasiadas y demasiado necesarias así como están. Temibles todo lo que se les teme a quienes resisten. A quien en algún momento podría reventar desde el interior azul de la concha de un mejillón y escupirle en la cara al empresario de turno, con rabia, con el orgullo de su fuerza menuda, de su risa grande, del trabajo de sus compañeras.

Me siento a los pies de la cama del hotel. Estaré menos de 24 horas en esta ciudad. Me acuesto y pienso en ellas. Repaso sus nombres, sus trabajos. Todo lo que sé sobre esa parte del mundo a la que pertenezco. Somos los hijos de las que limpian. A estas horas, supongo, mamá estará dormida. Me gustaría preguntarle muchas cosas, seguir escribiendo, revisar. Pero los dos sabemos que este tipo de conversación termina siempre igual: “¿Cómo conseguías oler tan bien después de todo aquello?”. Y nunca hay respuesta a ese misterio.

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