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Meirás (y no volverás): lo que cabe en un pazo

Imagen de los Franco en el Pazo de Meirás acompañados de los futuros reyes de España

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En el año 2000, y solo un mes después de la primera exhumación realizada por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, unos activistas pintaron de rosa la estatua de Franco en Ferrol. Su visibilidad fue insoportable. El alcalde trasladó la mole de bronce con la excusa de hacer un aparcamiento y años después la Ley de Memoria Histórica de 2007 dio cobertura al hecho. Desde entonces, la retirada de los símbolos franquistas quedó en manos de alcaldes animosos. Aquella historia demostró que no era tan difícil romper con la herencia simbólica del franquismo, pero que, puestos a hacerlo, ayudaba unir presión ciudadana y marco legislativo. Pintar aquella estatua había sido violento. No para el caballo ni para el dictador, sino para la propia democracia, pues hacía visible su convivencia con un legado hostil. Solo cuando, de repente, la sombra del franquismo se volvió amenazante, las instituciones reaccionaron. Los símbolos no cambian por sí solos. Necesitan un corte en el aire, una gota en un vaso, en un estanque una piedra. La violencia contra los símbolos no es como la violencia contra los cuerpos. Usa martillos y sprays. No tiene fosas, ejércitos, obispos, paredones ni cárceles. La violencia contra los símbolos desposee. La violencia contra los cuerpos funda. En el caso de Franco, fundó cuarenta años de dominio. Y cuarenta más de impunidad.

Es necesario recordarlo para entender la recuperación del Pazo de Meirás, en su complejo concurso de poderes y reivindicaciones. La izquierda galeguista, recién legalizada, las inició en 1977 y las continuaron durante décadas activistas, políticos, vecinos, con la complicidad de parte de la opinión pública. Del otro lado, tras los muros del pazo -en una excelente metáfora de las continuidades entre dictadura y privilegios- el clan familiar de los Franco se recreaba en sus rituales dinásticos -bodas, bautizos y comuniones-, como si nada pasase. Pinchar esa burbuja fue objeto de una performance reivindicativa en agosto de 2008, que replicaba en clave de carnavalada, la naturaleza pública de Meirás desde la calle, con una jarana de obispos y purpurados, herederos y militares, y la completa Guardia Mora parodiando un matrimonio real que acontecía entretanto. Una batalla había comenzado en aquel verano después de la designación de Meirás como bien de interés cultural. Eso obligó a los herederos a abrir las puertas a la ciudadanía, siempre mal, siempre tarde, siempre de mala gana. En aquel interludio, ir a visitar Meirás se había convertido en un acto político. Ejercíamos así un derecho ciudadano sobre un lugar usurpado en estado de guerra, con “suscripciones”, “colectas”, extorsiones y expulsión de vecinos, en un contexto general de asesinatos y robo. El saqueo de propiedades y bienes de personas y comunidades marcadas como desafectas, o simplemente como pobres, es un capítulo pendiente en la memoria de la represión. Meirás ayuda a reabrirlo. Porque, ya que se ha convertido en el monumento mayor de ese expolio, y gracias a la confusión estructural entre lo público y lo privado que alimentó el franquismo, comenzando por los Franco, Meirás dejó de ser un pazo, para volverse un paradigma.

The Hall of Fame

Mi primera visita al pazo tuvo lugar en 2012, en un otoño de protestas masivas contra la austeridad. Hicimos de ella un entrañable plan familiar, ante la mirada reprobatoria del personal de seguridad, que no compartía la diversión. Históricamente, de los visitantes a los pazos se espera entrar intimidades, porque a menudo vienen a pedir. Esa reacción, corporal -porque la clase social se mete en el cuerpo-, nos avisó pronto de la complejidad: más de cinco capas de historicidad se escurren por las laderas de la piedra y el impoluto césped. Y hay que llevar la cuenta para no perderse en el laberinto.

En Meirás, antes de que Emilia Pardo-Bazán hiciera su fortín literario, había habido una casa hidalga, quemada en la Guerra de la Independencia, con “granja” y con capilla. En esta se casó la escritora en 1868, año de la Revolución Gloriosa. La granja funcionaba también. Solo a partir de 1893, Meirás se convirtió en el centro político y cultural conservador que hoy festejamos. Su edad dorada termina con la muerte de Emilia en 1921, pero su condición se mantiene todavía unos años. Cuando los Franco se lo apropian, heredan con el pazo una entera tradición de la que no eran ajenos. Al contrario: estaban deseando incorporarse a ella. Desde ese momento, Meirás se transformará en una especie de Camp David español, por citar la residencia de verano que los presidentes norteamericanos empezaron a habitar en aquellas mismas fechas, pero con una noción menos “fluida” de la propiedad pública. Así, hay que reprender a Núñez Feijóo cuando insinuaba que Franco solo pasaba en Meirás unas “semanas de verano”. No mentía: es cierto que una vida solo son sucesivas semanas, pero basta con leer al desventurado Salgado-Araujo para saber que los Franco, y su corte, se trasladaban a Sada tan pronto en el año como podían. Además de un largo verano (el Caudillo no renunció nunca a sus vacaciones de escolar), el dictador tenía meses con semanas laborales de martes a jueves. Y solo por las mañanas. Por las tardes ponía a prueba su utopía de desarrollo autárquico en las huertas de El Pardo o en la Granja de Meirás, en donde en el año 1957 ya se producía madera de eucalipto. Exactamente la misma que invadirá los montes de Galicia desde entonces. Meirás era así un teatro para que Franco apareciese como el primer agricultor del país, el primer reforestador, cazador, navegante o jubileta. Fue así como, por décadas, la historia de Meirás se convirtió, al mismo tiempo, en una parte estructural de la historia de un estado y de un cuerpo.

Los lugares muestran espacialmente los cambios en su gobierno y así, un nuevo orden político se expresa en la arquitectura, en la decoración, en el paisaje. Entender la historia de un espacio es entender en el las discontinuidades entre las capas que lo conforman y sus dueños. Pero la clave de las rupturas siempre está en los engarces, en la capacidad de las élites de sobrevivir a sus crisis refundándose, como respuesta ante la emergencia de nuevos poderes. Estos, en la historia de Meirás, se sitúan siempre más allá de sus muros. Dentro, las élites se reconstruyen, católicas y monárquicas, tras la Primera República. Y manifiestan su enemistad con la Segunda. Después, en la guerra civil hacen un pacto entre militares y financieros. Y lo van a desarrollar en las décadas siguientes. De ese pacto aún hoy muchos viven. En aquel espacio hay marcas de todo eso. Las hay, para quien sepa leer.

En mi visita de 2012, se nos acabó la fiesta cuando entramos en el pazo y vimos aquella aterradora colección de trofeos. Algunos disecados, pero la mayor parte de ellos calaveras de chivos y de cabras montesas, cornamentas de ciervos y de búfalos, y hasta colmillos de elefantes. Un verdadero Valle de los (animales) Caídos en donde solo faltaba la dorsal del cachalote que Franco ametralló a bordo del Azor pocos kilómetros al norte (como cuenta su primo). Para ascender por las escaleras de Meirás, es necesario dejar atrás esos cadáveres, permanente recordatorio de que el asesinato es el verdadero origen del poder soberano. Al cabo, para las élites de la dictadura, matar solo era recordar ya haber matado. En la burbuja de Meirás se conserva el secreto de la fórmula base para la decoración franquista: la libre combinación de materiales nobles, restos biológicos y tesoro público. El mismo cóctel que Manuel Fraga supo replicar como perfume cultural en los primeros Paradores.

Tras cruzar el Hall de Meirás, y ante la advertencia animal (“mirad lo que hicieron con nosotros”), nos internamos en las zonas propiamente pequeño-burguesas del conjunto, allí donde Francisco en realidad era Paco y andaba con batín, zapatilla y palangana. En ellas el rasgo estético principal es la cursilería. Basta con contrastar en las fotos la decoración recargada del Meirás de Pardo-Bazán con la pretenciosidad de Carmen Polo. Y tiene mérito, porque los Franco usurparon no solo el continente de Meirás, sino también su contenido. Al pazo de doña Emilia le añadirán las propias fantasías de colores, tapizados, lámparas y muebles, en un barroquismo atemporal. Son las ansias pequeñoburguesas de los Franco, ocupando un espacio que no sienten como propio, su síndrome del impostor, es decir, su necesidad de conjurar, sin pausa, el temor de un castigo por gozar de un bien robado, y así llegar a merecerlo. Eso quizás los llevó a añadir todavía más sillas Luis XVI de madera de haya en el recibidor, otro cruceiro en el jardín, unas estatuas románicas. No lo sé. Pensamos que las casas son nuestras, pero las casas son las que, en verdad, nos poseen. Y no hay castillo sin fantasma. Así, mientras doña Carmen lucha con la decoración, el drama verdadero de Meirás sucede en el despachito, ante la biblioteca de Emilia, que Franco soñó con cultivar y hacer suya. Lo sabemos porque mandó tatuar en la madera sus propias máximas morales: “un libro reconforta en la soledad del trato con los hombres”. Cito de memoria porque no nos debajan hacer fotos: el primer efecto de la devolución del Pazo es la transformación de toda aquella privanza política en historia pública, haciendo que lo que no fue visto pueda ser mostrado, en internet. En aquella biblioteca, Franco (en sus ratos libres pintor, cineasta y escritor) se imagina retirado en compañía de libros, como había hecho antes doña Emilia. Un hombre pretencioso e inseguro como él, ¿qué tipo de íntima humillación sentiría ante esos muros misteriosos, con su mar de letras insondable? Los Franco se quedaron con el pazo, pero tambien con sus fantasmas. El muro que los separaba de los Pardo-Bazán solo estaba hecho de gusto, educación y cultura. De tiempo. Como en un capítulo de The Crown, aunque los plebeyos entren en el palacio, cada cosa que hay en él les va a recordar que ese no es su sitio. O por lo menos aún. Esa fascinación por la aristocracia mediará toda la compleja relación de los Franco con la institución monárquica, hasta el presente.

Una cuestión de clase

Gracias a los No-Do, nos dice Carlos C. Varela, las Torres de Meirás serán un escenario de la representación de Franco como soberano. El pazo servía de castillo y refugio, para un guerrero que, como los antiguos señores de la tierra, tras triunfar en la Reconquista, administra con fe y sabiduría la vida de sus súbditos. En aquel plató nacional, el régimen inscribía su visión colonial del universo gallego. Sus gafas son, por otra parte, las mismas con las que Pardo-Bazán contemplaba el cosmos paisano desde su biblioteca. Con esas lentes -a veces casi racistas- al mirar a los campesinos, Emilia divisaba misterios y amenazas de gentes sin historia ni letra que eran solo naturaleza, apenas lengua y algo alma. De Los Pazos de Ulloa a Madre naturaleza, Pardo-Bazán no deja mucho más lugar para el pueblo gallegoparlante. La distancia entre los narradores y sus personajes es un muro lingüístico y alfabético, insalvable. Una barrera antropológica. Qué diferente de la distancia con los Franco, solo mediada por la educación y el gusto. Dos o tres peldaños menos en la posición jerárquica. Nada que no se pueda cruzar con tiempo y dinero. Con una guerra.

La legitimidad nobiliaria solo necesita el necesario transcurrir temporal para que el origen de un título se olvide, y así parezca que siempre estuvo en el mundo, que no fue ganado con desfalcos o muertes que aún alguien recuerda. En 1975 se creó el “Señorío de Meirás” y el “Ducado de Franco” con “Grandeza de España”. En 1950, el marquesado de Queipo de Llano. En 1920 se creó el Ducado de Rubí, para el criminal de guerra Valeriano Weyler. Es solo una cuestión de distancia temporal entre esos hechos. Le pasa también a doña Emilia. Si le pedimos pedigrí, nos encontramos con que su título de condensa solo existe desde 1871. Fue expedido por la Santa Sede -es, por tanto, la suya una patatera “nobleza pontificia”- y se le concedió a su padre como recompensa por su oposición a la Ley de Libertad Religiosa en las cortes constituyentes de 1869. José Pardo-Bazán y Mosquera había defendido la “unidad religiosa”, es decir, del culto único católico, obligatorio y subvencionado por el estado. En 1908, Alfonso XIII le pagó los servicios a la hija reconociéndole el condado como propio. Tras su muerte, los herederos reclamaron la concesión de una “grandeza de España”. Pardo-Bazán, carlista en su juventud, era una mujer decidida. Mientras su padre luchaba en el parlamento a favor de la ortodoxia católica, la hija, según su propio relato, se fue de luna de miel a Inglaterra para comprar fusiles con los que armar una partida tradicionalista en la A Coruña. Por todo eso, la afirmación, común en estos días de que el Meirás de Pardo-Bazán representa lo contrario del pazo de los Franco es rigurosamente falsa. Solo representa la más natural de sus continuidades. Porque, desde principios de siglo, y antes de los Fraco, pasaron por allí mujeres pretenciosas, jóvenes sedientos de guerra, conspiradores carlistas y voluntarios coloniales. Nuevas y viejas aristocracias y nueva y vieja ambición con el nombre de la patria en los labios. Allí, en 1910, estando Emilia todavía viva, se casó su hija Blanca Quiroga, con el futuro general José Cavalcanti, militar en la guerra de Cuba y verdadero Santiago matamoros en el barranco del Lobo. Cavalcanti apoyó todos los golpes de estado posibles, todas las posibles involuciones autoritarias. Secundó a Primo de Rivera y, tras la proclamación de la Segunda República, le propuso a Alfonso XIII reprimir a sangre y fuego el retorno de la democracia. Aquel rey le debe a Cavalcanti haber pasado a la historia como un pacifista. Un año después, el yerno de Pardo-Bazán se sumará al golpe de Sanjurjo y, en 1936, al levantamiento de Franco. Pero ya se conocían de los tiempos de Melilla. Hablaban en el mismo idioma.

Si la cara es el espejo del alma, la fachada de una casa lo es de las aspiraciones sociales de sus moradores. Cuando, en 1893, doña Emilia afronta con su madre la reconstrucción de la “Granja de Meirás” reclama una legitimidad histórica que no tenía como hidalga, ni como mujer separada. En el pazo, fabulaba la nobleza que quiso representar, compensando con la arquitectura la falta de sustento social. Son signos de su tiempo: la novela del diecinueve -tambien la gallega- sucede en las ruinas, en pazos que arden, casas por reconstruir. Allí, las élites viejas rentistas vivencian su crisis de mundo con el impulso con del capital industrial de un lado y de la revolución social por el otro. Y tales ansiedades se expresan en todo lo que crearon. Si cada castillo tiene su correspondiente fantasma es porque el propio castillo es el fantasma. En este caso, de una aristocracia imaginaria que rompe con las casas grandes de la vieja hidalguía rural -a la que pertenecía el marido de Pardo-Bazán- mientras proyecta su inseguridad de origen sobre las formas medievalizantes, neogóticas, de un cristianismo occidental terriblemente reaccionario. Es el síndrome de Exin Castillos. La estética de Walt Disney. La fortaleza de Neuschwanstein de Luis II de Baviera y Wagner. O, en la medida de sus más modestas posibilidades rurales, la “Torre de la Quimera” de Emilia, su castillo en el aire. La metáfora de Santa Teresa, del cultivo de la obra literaria y del alma como morada interior, está en el programa alegórico de Meirás. Emilia graba en la piedra los nombres de sus distintos libros para ver desde los jardines lo que hace en su cuarto.

Esta Pardo-Bazán se parece muy poco a la luchadora incansable por la defensa de los derechos de la mujer de la que se habla estos días, sin leerla mucho. No tengo el gusto de conocerla. Las últimas investigaciones serias sobre el tema presentan un personaje menos amable: así, Diego Baena, en un trabajo de referencia, demostró que no es posible acercar la ideología antidemocrática de Emilia respecto a su supuesto compromiso con la emancipación intelectual de las mujeres. En La Tribuna (1883), quizás su mejor novela, Pardo-Bazán revisa los episodios revolucionarios del sexenio con la sensibilidad de las élites de su generación, es decir, con el pavor de ver puestos en solfa todos sus privilegios. La protagonista de la obra es Amparo, una muchacha pobre a la que, de niña, sus padres alfabetizan. Gracias al acceso a la letra, se convertirá en la representante política de las trabajadoras de la fábrica de cigarros de Coruña, en su primera huelga. Conoce a un militar que la seduce, deja embarazada y abandona. De su caída en desgracia, moral y política, la novela hace responsables a las ideas socialistas, federalistas y ateas que circulan en diarios y periódicos, pero también a la ficción y al teatro burgueses, que alimentan expectativas de ascenso social y lujo en las desposeídas. De este modo, la misma mujer que construyó en Meirás un monumento en piedra a su gloria literaria, advierte a sus contemporáneos -de clase- de los peligrosos sueños de la literatura en las manos de los sans-culottes. Emilia pensaba que, para evitar desgracias mayores, más valía que los dueños de los pazos y de los libros siguiesen siendo, fundamentalmente, los mismos. Así, el supuesto feminismo de la autora -que desarrolla en su fascinante (y poco leído) ensayo en defensa del sacerdote P.Coloma- no sale de las paredes de su Torre de la Quimera. Es una ideología intransferible, que no supo o quiso reproducir en sus hijas. Estas no recibieron la sólida educación que a Emilia le había dado su padre. Su obra, fascinante nace precisamente de la tensión de acceder a un saber y a un mundo que, por mujer, le estaba vedado, pero que dominará como casi nadie en su tiempo. Emilia usará su acceso imprevisto a la cultura para avisar a su clase de que la democracia, y sus riesgos, nacen precisamente de la “pérdida del control de la cultura” por parte de su clase. De ahí viene la importancia de la educación católica. Toda vez liberadas de esta misión, las hijas de Pardo-Bazán se pudieron entregar -por lo menos en apariencia- a la principal tarea de una niña de la élite: garantizar la reproducción de la estructura social a la que pertenece, matrimonio mediante.

Los espacios de la memoria

En la discusión sobre el futuro de Meirás es necesaria una conversación de tipo histórico como esta, pero tenemos que aterrizarla en los usos del patrimonio cultural hoy. Que el Pazo de Meirás se integre en la rica red de pazos y casas de recreo con la que cuenta la Xunta no parece un proyecto entusiasmante, menos todavía después de las extrañas loas de Feijóo a “la legítima propietaria” del espacio. ¿Puede serlo Pardo-Bazán aún hoy, después de haber pagado sus vecinos, y el tesoro público, a sus herederos, peseta a peseta, el precio del lugar? Es necesario recordar que la patrimonialización de un espacio no garantiza su uso ciudadano, aunque se haga en nombre de la cultura o de la memoria. Patrimonializar no es sinónimo de democratizar. Menos cuando se usa torpemente la literatura como disolvente para borrar las manchas políticas de la sangre, con el inmediato precedente del campo de concentración franquista de la Illa de San Simón en donde los trovadores no dejan ver a los presos.

Como en el cuento del fantasma de The Canterville Ghost (1887) de Oscar Wilde, la reescritura del pasado es un combate entre el disolvente del tiempo y nuestra capacidad para pintar nuevamente la violencia que este borra. Las instituciones hoy corren el riesgo de ser un poco como la familia de los Otis, sacando de la maleta el detergente Pinkerton en el laberinto de Meirás, entre fantasmas y espejos. Porque el lugar es un espacio de muerte que es necesario llenar de vida. Los herederos de la gente que lo compró bajo suscripción o amenaza, los represaliados, los expulsados, tienen que poder disfrutar en el lo que les robaron a los suyos. Y si hay algo que amenaza el dispositivo político de Meirás es la libre circulación de cuerpos plebeyos en su ámbito. Hai que hacer que en sus jardines desaparezcan las jerarquías de muros y miradas, de criados y señores. Hacer un centro de la memoria es interesante. Es necesario. Pero la museología no puede ser el único modo de participación ciudadana en el patrimonio. Meirás, además de un lugar de trabajo y de poder, fue espacio de ocio y recreo. No podemos castigarnos condenándonos a solo usarlo para los serios cultos de la memoria. El aburrimiento no puede ser una marca de clase. Hay que transformar con urgencia sus jardines en espacios de ocio. Cosas sencillas como el derribo parcial de los muros, la colocación de unos merenderos, unos columpios, una zona de juego para perros, una cafetería, un espacio para conciertos o cine de verano, y ya no digamos una piscina pública, bastarían. Son las medidas más efectivas para vivificarlo. No se me ocurre una venganza poética mejor contra los deseos de exclusión y muerte que organizan su historia, un mejor exorcismo, que llenarlo de gente joven enamorada entre la maleza. No hablo con idealismo, sino con perspectiva histórica: de esta misma manera lo madrileños hicieron suyos la Casa de Campo de Madrid en 1931 y el Parque del Capricho en 1985.

Y hablando de parques y jardines, en aquella excursión de 2012, después de Meirás, fui con la familia a visitar O Pasatempo, en Betanzos. Se trata de un inmenso complejo recreativo hecho por los hermanos García Naveira, en las mismas fechas en las que Emilia elevaba su templo a sí misma, tan solo a diez kilómetros. Republicanos, masones, filántropo, indianos, los Naveira pensaron en su parque como una Wikipedia de cemento dirigida al pueblo, verdadera contracara de los sueños clasistas de Meirás. El golpe del 36 se organizó contra su mundo y contra sus ideas. Y su parque fue convertido en un campo de concentración, antes de ser condenado a la destrucción y abandono. Muchos vecinos sobrevivieron vendiendo sus materiales de desecho. El estado de O Pasatempo es hoy crítico, a pesar de sus defensores, que no encuentran los modos, recursos e intereses para salvarlo. Se trata de un museo al aire de arte vanguardista de valor único, de un espacio culturalmente más fascinante que el terrible pastiche historicista de Meirás. Porque debemos preguntarnos cuál es el patrimonio que se salva y cuál se desvanece. El problema de la memoria histórica es un problema también de formas: de las formas ganadoras y de las formas perdedoras de la historia. Aún más cerca, a solo cinco kilómetros del pazo, se deteriora también el Museo Carlos Maside en Sargadelos, cerrado al público y con valiosas obras de arte en condiciones criminales. El Maside fue otra construcción ahijada de la memoria y del exilio, nacida del compromiso con la democracia avanzada en los años de la transición. En estas coordenadas no es difícil imaginar un triángulo cultural, ocioso y memorial que una Sargadelos, Betanzos y Sada, en apenas 15 kilómetros. Porque, a propósito de Meirás, la preservación no puede ser el último servicio que la democracia le preste a una memoria que nunca será la suya.

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