ANÁLISIS

“Marcha azul” marroquí sobre Ceuta

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En 1975 fue una “Marcha verde” (color del islam) y Rabat movilizó a decenas de miles de marroquíes como punta de lanza de su plan soberanista sobre el Sahara Occidental. Este lunes fue una “Marcha azul” (vinieron, sobre todo, por mar) y fueron unos 8.000 los marroquíes quienes pusieron rumbo a Ceuta, como involuntarios arietes de un gesto diplomático con el que Rabat ha querido mostrar a Madrid que tiene la sartén por el mango.

Sin que sea posible establecer una relación causa-efecto directa, parece claro que ese gesto tiene mucho que ver con la acogida humanitaria del líder del Frente Polisario, Brahim Ghali, en un hospital español desde el pasado 18 de abril. Y Marruecos ha vuelto a recurrir al mismo instrumento, convencido de que le volverá a funcionar nuevamente, que ha utilizado en tantas ocasiones anteriores, sea por desaires personales del monarca, como en 2014 cuando la Guardia Civil le requirió la identificación mientras se encontraba disfrutando de su yate en aguas cercanas a Tarifa, o como baza de presión en defensa de sus intereses comerciales.

Se trata de una estrategia política de larga tradición, que no tiene reparo alguno en jugar a su antojo con la desesperación tanto de sus nacionales -frustrados ante la falta de expectativas en su propio territorio- como de los miles de subsaharianos que se agolpan en su suelo, desesperados por llegar a lo que equivocadamente ven como un paraíso europeo donde sus problemas encontrarán remedio. En algunos casos, y a imitación de Turquía, lo ha utilizado para lograr una compensación económica por colaborar en la represión de esos flujos migratorios hacia la Unión Europea. En otros, para conseguir frenar o bloquear posibles decisiones comunitarias que puedan dañar sus intereses comerciales (en agricultura y pesca, principalmente) o para callar bocas ante posibles críticas y denuncias por sus recurrentes resabios antidemocráticos y por sus violaciones de derechos humanos.

El Sahara Occidental

Pero en esta ocasión el punto de referencia es el Sahara Occidental. Marruecos se siente actualmente muy crecido en su intención de lograr imponer su soberanía sobre el territorio que ocupa desde noviembre de 1975.

Por un lado, controla ya el 80% de la zona (el llamado Sahara útil, donde se localizan los yacimientos de fosfatos y donde ha ido ubicando a decenas de miles de colonos). Por otro, cuenta con su abrumadora superioridad militar, que hace que la declaración de “guerra total” planteada por el Frente Polisario el pasado noviembre no sea más que un brindis al sol, y con un creciente respaldo internacional a su posición, con la guinda del regalo de Donald Trump en diciembre, reconociendo ese territorio como marroquí. Y esa sensación de fortaleza es lo que le lleva ahora a presionar a España- potencia administradora del territorio y último de los países implicados en el conflicto que aún se resiste a tomar formalmente una postura promarroquí- como penúltimo paso para que finalmente su sueño soberanista se haga plena realidad.

Una España que cuenta, por una parte, con una opinión publica mayoritariamente prosaharaui pero, por otra, con unos gobiernos que hace tiempo que han llegado a la conclusión de que, más que la defensa de una causa que consideran perdida, les interesa contar con un vecino que colabore en la represión del narcotráfico y de los flujos migratorios, sin olvidar la lucha contra el terrorismo yihadista. Una España que sigue hoy sometida a esa misma coacción, a pesar de haber intentado crear una densa malla de intereses cruzados para evitar que Marruecos pudiera tomar un rumbo desafiante o, peor aún, poner en peligro real la españolidad de Ceuta y Melilla. Y así tenemos ahora a una España que, tratando de contentar a su vecino del sur, ya ha ido rebajando el perfil en el tema saharaui hasta convertirlo en tan solo un asunto humanitario, procurando que su propia población no note la falta de pulso político.

La gestión española

En paralelo, España también ha podido comprobar cómo, desde hace tiempo, su modelo de gestión de la inmigración, eminentemente securitario, hace agua por todas partes, por mucha asistencia técnica que facilite a Marruecos, por muy altas y densas que sean las vallas y por muchos que sean los despliegues policiales que lleve a cabo para poner freno a los que no tienen nada que perder y, menos aún, a los que se aprovechan de su desgracia para obtener réditos mercantiles y políticos.

Ni es una invasión, ni un ataque, ni la integridad de Ceuta y de Melilla está en peligro. Tampoco es una crisis migratoria sino una crisis política que va más allá de la suerte de unos miles de personas. Pero resulta inaceptable que Marruecos insista en este rumbo mercantilista y chantajista.

Dicho eso, es obligado reconocer también que, a corto plazo, ni España ni la Unión Europea ven manera de sacarse de encima un problema que le permite a Rabat contar con una baza extra que pone en cuestión las reglas propias de un Estado de derecho (ahí está Marlaska insistiendo solamente en las expulsiones en caliente a personas a las que no se les permite ejercer sus derechos básicos).

En definitiva, un panorama que deja a España desairada (¿cómo explicar ahora se le vuelvan a conceder a Rabat otros 30 millones de euros para atender los gastos de la policía marroquí en su intento de frenar las oleadas de desesperados que salen del Sahara ocupado hacia Canarias?) y a Marruecos calculando si basta con 6.000 o si hay que subir la apuesta.

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)