Obituario

Muere Colin Powell, el hombre que mintió al mundo sobre Irak y se arrepintió

Mucho antes de morir, Colin Powell ya era dolorosamente consciente del lugar que le reservaba la historia. “Será la primera línea de mi obituario”, confesó a algunos periodistas apenas un año después de la invasión de Irak, cuando estaba ya bastante claro que no aparecerían esas armas de destrucción masiva cuya existencia había pregonado. Pudo haber sido recordado como el general más joven de su generación o el primer afroamericano en llegar a los peldaños más altos del poder militar estadounidense, pero esa enorme mentira y sus desastrosas consecuencias invalidan casi todo lo demás.

La gran mentira que justificó la invasión de Irak cristalizó el 5 de febrero de 2003, cuando Colin Powell habló durante 75 minutos ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El anuncio de esa guerra inexplicable había resquebrajado la oleada de simpatía internacional que EEUU había disfrutado desde los atentados del 11-S. Al círculo más cercano al presidente George W. Bush no parecía importarle mucho, pero al entonces secretario de Estado Powell le importó lo suficiente como para viajar a Nueva York a hacer toda una puesta en escena ante la ONU.

Powell mostró fotos de satélite, infografías y hasta sacó un frasquito que “podía” contener ántrax, el veneno químico que por aquellos días aterrorizaba a los estadounidenses.  A pesar del despliegue no convenció a sus socios “de la vieja Europa”, como la llamaban burlonamente los halcones de su propio gobierno, y EEUU tuvo que ir a la guerra sin algunos de sus aliados tradicionales como Francia y Alemania. Desgraciadamente, es probable que sí convenciera a unos cuantos estadounidenses para los que seguía viendo en él al general eficiente e infalible de la primera Guerra del Golfo. 

En los años siguientes Colin Powell se referiría a aquel día como un recuerdo “doloroso” y “una mancha” en su historial. Explicaba que, cuando dijo que “dejar que Saddam Hussein tenga armas de destrucción masiva no es una opción”, él era otra víctima más de los informes erróneos de la CIA. Que se la habían colado. Sin embargo, tampoco se hacía ilusiones sobre cuál sería el veredicto de la historia: “Soy yo el que se lo contó al mundo en nombre de Estados Unidos. Siempre será parte de mi trayectoria”. 

En eso Powell llevaba razón. Tras su muerte a los 84 años, la palabra “Irak” no ha estado muy lejos de su nombre en ningún obituario, tampoco en este. Es el precio por haber roto la promesa que se hizo al regresar de Vietnam siendo un joven oficial del ejército. En sus memorias de 1995 recordaba que entonces dijo: “Cuando nosotros tomemos las decisiones, no aceptaremos en silencio ir a la guerra por motivos poco claros que los americanos no entienden”. Pero cuando llegó su momento de tomar las decisiones, fue él mismo quien oscureció los motivos y quien volvió a aceptar en silencio órdenes de arriba. Órdenes y mentiras que costaron de nuevo miles de vidas. 

La carrera fulgurante de quien no quiso ser presidente

Hasta que se vio inmerso en la gran mentira de Irak, Colin Powell era el arquetipo del “sueño americano”. El hijo de unos inmigrantes jamaicanos que se abre paso desde el Bronx de Nueva York hasta los despachos del poder en Washington, la historia de un chico que llega al ejército casi de rebote y acaba siendo el general más joven del ejército de EEUU, el primer afroamericano en llegar a la Casa Blanca como Consejero de Seguridad Nacional, también el primero en ser Jefe del Estado Mayor... y pudo llegar todavía más lejos.

Cuando en 1993 se jubiló después de 35 años en el ejército, una editorial compró los derechos de sus memorias por el equivalente a casi 10 millones de euros de hoy en día. Se convirtieron inmediatamente en un éxito de ventas, que atraía a miles de personas a las firmas de libros por todo el país. Había en los dos grandes partidos quien intentaba captarlo como candidato y él mismo consideró muy seriamente la posibilidad de presentarse a presidente, pero al final no se animó. Lo comparaban entonces con el presidente Dwight D. Eisenhower, del que los estadounidenses se enamoraron mientras dirigía las operaciones militares durante la Segunda Guerra Mundial.

El prestigio de Powell también venía por ahí. Los ciudadanos lo veían como el gran profesional que había dirigido con éxito la primera Guerra del Golfo o la invasión y el derrocamiento de Manuel Noriega en Panamá. La llamada “doctrina Powell” de agotar las vías diplomáticas y luego entrar con toda la fuerza posible parecía entonces un nuevo modo de hacer la guerra que había superado las heridas de Vietnam y se había adaptado al final de la Guerra Fría. Fue esa imagen la que quiso aprovechar George W. Bush cuando en 2000 anunció al general retirado como el primer fichaje de su nuevo gobierno. Su secretario de Estado. 

La administración de Bush hijo estaba llena de viejos conocidos de Powell. Además del presidente, el vicepresidente Dick Cheney había trabajado mano a mano con él cuando uno era secretario de Defensa y el otro Jefe del Estado Mayor. También conocía a Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa que iba a ser su gran rival en el antes y el durante de la invasión de Irak. Colin Powell no era en modo alguno un novato, pero estaba en minoría en el círculo íntimo del presidente y rodeado de otras figuras que no entendían muy bien la utilidad de “agotar las vías diplomáticas”. Tenían prisa.

La verdadera desgracia de Colin Powell es que parece que sabía cómo iba a acabar la aventura de Irak y aún así fue incapaz de impedirlo. En agosto de 2002, meses antes de la invasión, le explicó a Bush en los términos más claros que derrocar a Saddam Husseín era una cosa y gobernar Irak otra muy diferente. Le dijo que era como ir a comprar a una famosa tienda estadounidense de menaje del hogar “si lo rompes, te lo quedas”. Para que no quedara duda, añadió: “Quitar a Saddam es la parte fácil. Luego serás el orgulloso propietario de 25 millones de iraquíes”.

Es incomprensible que, después de todo esto, decidiera seguir adelante y poner en juego su prestigio para justificar una guerra en la que no creía. Hay quien ve en ello al militar que nunca dejó de ser: podía discutir, argumentar... pero cuando llegaba la orden, sólo quedaba cumplirla. Si en su paso por el gobierno se sintió continuamente torpedeado, cuando Bush no le renovó el cargó en su segundo mandato lo vivió como una traición. Nunca criticó al presidente directamente, pero sí a los que le rodeaban y años después creía que lo habían utilizado. Probablemente llevaba razón. 

Tras el desastre de Irak se calló menos sus opiniones. Apoyó públicamente a Obama en 2008 y, cuando llegó Trump años después, lo describió a sus allegados como “una desgracia nacional y un paria internacional”. Al igual que el arrepentido secretario de Defensa McNamara con la Guerra de Vietnam, también Colin Powell reflexionó públicamente sobre sus errores y sobre su papel en uno de los grandes desastres de la historia moderna de EEUU. Lo mejor que se puede decir de él en la fecha de su muerte es que se arrepintió. Ya es más de lo que han hecho muchos otros.