El concejal y el entrenador

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El 23 de febrero de 2017 Claudio Ranieri fue despedido como entrenador del modesto Leicester, tras haber sido avalado por el presidente del club tan sólo unas horas antes y haber conquistado la Liga inglesa la temporada anterior. Estas cosas pasan. Suceden en fútbol, en las relaciones, en la vida real en general y también en la política.

Hay un momento en toda temporada política en el que el alcalde de una ciudad se convierte, sin saberlo, en el presidente de un club de fútbol. “El concejal goza de toda mi confianza” es el equivalente institucional de “el míster sigue”. Y ya se sabe lo que viene después: el míster sigue, sí, pero hasta el lunes. En política y en fútbol, la confianza es como la mahonesa al sol: se corta con nada.

El caso del concejal reestructurado -esa palabra tan elegante para decir “te he quitado las llaves del vestuario”- es de manual. Primero le quitan el área “para promocionarlo”, porque “necesita centrarse en otros retos”. Luego le reducen las competencias -aunque parecen que se las aumentan-, después el despacho, y al final lo que le quitan es la tarjeta de acceso al edificio, si la hubiera. Todo con una sonrisa de ’formamos un equipo’. Es esa foto que el presidente de un equipo de fútbol se hace con el entrenador antes de cesarlo, para demostrar que aquí todo va bien, que son una piña. Porque el equipo puede descender, pero la imagen del presi debe permanecer intachable.

En política local, como en el fútbol, la lealtad se mide por los resultados. Si en las alineaciones hay tanta sospecha de irregulares que hasta la Federación pide el VAR, primero se respalda al entrenador y luego, pasado un tiempo prudencial, se le impulsa a responsable de la imagen del club u otros menesteres en los que no se roce con la gestión directa del juego.

Si la gestión del entrenador/concejal da titulares incómodos o polémicas que huelen a prórroga eterna, el alcalde hace lo que haría cualquier presidente: rueda de prensa, gesto grave, y frase tipo “hemos decidido dar un impulso al proyecto”. Que traducido al idioma del día a día quiere decir: “no podemos seguir así y tú eres el cambio táctico”.

Mientras tanto, el concejal -como esos entrenadores que aún creen que pueden remontar- sale diciendo que sigue “comprometido con la ciudad y con el alcalde”. Claro, igual que Lopetegui en aquella concentración de España cuando ya había fichado por el Madrid. Luego un día abre el periódico y descubre que no repite en las listas. No lo han sustituido, lo han desaparecido. En política no hay despidos, hay desvanecimientos. Porque en política, al igual que en el negocio del balón, los errores de bulto no se perdonan y menos si uno insiste en vestirlo de estrategia.

La diferencia entre un alcalde y un presidente de club es mínima: uno juega con presupuestos y el otro con balones y otras cosas -intangibles los llaman-, pero los dos acaban fichando suplentes y buscando culpables para seguir al mando ante la afición. En ambos casos, cuando se habla de “reorganizar el equipo”, los jugadores ya saben que alguien no va a ducharse con el resto. Y que cuando el alcalde dice “mantengo toda mi confianza en él”, suena a pitido final. En la política, como el fútbol, no pierde quien falla el gol, sino quien se queda a aplaudir cuando ya no suenan los himnos en el palco. Ya lo dijo un ex entrenador del Liverpool: “No es tan importante lo que la gente piensa de ti cuando llegas como lo que piensa cuando te vas”.