El martillo que machacó a las mujeres

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Durante siglos hemos arrastrado un error histórico que Hollywood y la cultura popular se han encargado de perpetuar con entusiasmo digno de mejor causa: la imagen de la Edad Media como una época oscura dominada por la hoguera y la caza de brujas. Pues bien, tengo noticias: la realidad es bastante más aburrida. La Inquisición medieval, esa institución que tanto terror nos inspira retrospectivamente, apenas perdió el tiempo con brujas y hechiceros. Para los inquisidores del medievo, la brujería era una superstición más bien ridícula, cosa de pueblerinos crédulos. Los verdaderos enemigos —cátaros, valdenses, templarios— requerían atención seria. Las ancianas que vendían pócimas de amor o los curanderos rurales quedaban fuera del radar eclesiástico, demasiado ocupado persiguiendo herejías de verdad.

Todo cambió a finales del siglo XV, cuando dos dominicos alemanes con demasiado tiempo libre, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, publicaron en 1487 el Malleus Maleficarum, el temible “Martillo de las brujas”. Y vaya si martillearon. Este manual de caza de brujas transformó lo que había sido una preocupación marginal en una obsesión continental. El libro codificó la brujería como herejía suprema, estableció procedimientos de interrogatorio y tortura con meticulosidad germánica, y sobre todo, feminizó el crimen: las brujas eran mujeres porque las mujeres, según los autores, eran más débiles y propensas a la corrupción diabólica. Misoginia con sello eclesiástico. 

La obra se convirtió en un bestseller gracias a la imprenta —ironía histórica donde las haya— y extendió su veneno por toda Europa. Así comenzó la verdadera caza de brujas, no en los castillos medievales que imaginamos, sino en pleno Renacimiento, en los albores de la modernidad. La época que nos trajo el humanismo también desató una de las persecuciones más crueles de la historia occidental.

El contagio de la histeria fue fulminante. En el norte de Italia, Alemania y los Alpes suizos, pueblos enteros quedaron diezmados por las acusaciones. Bastaba que una mujer fuera denunciada bajo tortura para que señalara a otras, desencadenando una reacción en cadena imparable. En Tréveris, entre 1581 y 1593, fueron ejecutadas más de trescientas personas; en Bamberg, seiscientas entre 1623 y 1633. Números de escándalo. 

La locura atravesó los Pirineos y arraigó en el País Vasco y Navarra, donde la creencia en los akelarres —esas reuniones nocturnas con el diablo que tanto juego han dado al folclore— estaba profundamente enraizada. Fue precisamente allí, en nuestra tierra, en Logroño, donde en 1610 se celebró el auto de fe más célebre de la historia española de la brujería: once condenados fueron relajados al brazo secular, seis quemados en efigie por haber muerto en prisión —mal negocio para el espectáculo—, y otros cinco ardieron vivos ante miles de espectadores. Un sainete macabro que marcaría un punto de inflexión.

Porque aquí viene lo paradójico: la Inquisición española, con toda su fama de sanguinaria, resultó ser sorprendentemente benévola en materia de brujería comparada con sus homólogas europeas. Mientras en Alemania, Suiza o Francia las hogueras consumían a decenas de miles de acusados —entre 40.000 y 60.000 personas en toda Europa—, en España las cifras son casi modestas. La Inquisición española ejecutó entre 300 y 400 personas por brujería en toda su historia, una fracción mínima comparada con las aproximadamente 25.000 ejecutadas por herejía. 

Más revelador aún: tribunales civiles protestantes como los de Escocia ejecutaron proporcionalmente diez veces más brujas que nuestro Santo Oficio. Tras el auto de Logroño, el inquisidor Alonso de Salazar Frías —héroe discreto de esta historia— llevó a cabo una exhaustiva investigación sobre los supuestos akelarres navarros. Su informe, un prodigio de escepticismo racionalista para la época, concluyó que no había pruebas reales de brujería y que las confesiones eran producto del miedo y la tortura. Sentido común, vaya. A partir de entonces, la Inquisición española adoptó una postura cada vez más escéptica, exigiendo pruebas materiales imposibles de obtener. Lo que en otros países era condena de muerte aquí quedaba en poco más que penitencias menores.

Detrás de la persecución de brujas se escondía también una dimensión económica que conviene no olvidar. Las viudas constituían un porcentaje desproporcionado entre las acusadas, y no por casualidad. Estas mujeres representaban una anomalía en el orden patriarcal: vivían sin tutela masculina, a menudo heredaban propiedades o negocios, y podían tomar decisiones independientes. Su autonomía las convertía en blanco perfecto de vecinos codiciosos, parientes resentidos por no haber heredado, o comunidades que veían con recelo a estas figuras difícilmente clasificables. La acusación de brujería se convirtió así en un mecanismo de control y redistribución de la riqueza: una vez condenada, los bienes de la bruja eran confiscados. No es exagerado afirmar que la caza de brujas funcionó, en muchos casos, como un sistema de expropiación legal de mujeres económicamente vulnerables pero jurídicamente incómodas. Práctico.

La última condena por brujería de la Inquisición española es tan tardía como reveladora. Ocurrió en 1781 —sí, casi en tiempos de Goya—, cuando María Dolores López, una humilde curandera sevillana conocida como “la Hechicera de Dos Hermanas”, fue procesada por pacto diabólico y sortilegios. Tenía 64 años y llevaba décadas ganándose la vida con remedios de hierbas y palabras susurradas. La sentencia fue extraordinariamente benigna: doscientos azotes, destierro temporal y abjuración pública. Ni hoguera ni tormento; apenas un castigo simbólico en una Europa ya ilustrada donde Voltaire llevaba décadas burlándose de la superstición. 

Dos años después, en 1783, la Inquisición dictaría su última disposición formal sobre brujería, prohibiendo definitivamente los procesamientos por considerarlos fruto de “ignorancia y superstición”. Moría así, entre bostezos racionalistas, una obsesión que había consumido vidas durante tres siglos, no con el estruendo de las llamas sino con el susurro vergonzante de quien reconoce haber perseguido fantasmas. Mejor tarde que nunca, supongo.