«¡Es que no me escuchas!» ¿Cuántas veces has pronunciado esta frase a lo largo de tu vida? Seguramente se la has dicho más de una vez a tu pareja, a una hermana, a un hijo. O has dicho “no me escucha, da igual lo que diga” refiriéndote a tu jefe, a tu madre, a un hermano… Todos hemos sentido muchas veces que nuestras palabras caen en saco roto, que es como hablar a un muro.
Y ahora pregúntate: ¿cuántas veces has dicho “es que no escucho”? Seguramente, nunca en tu vida.
Si todos sentimos que no nos escuchan, cabría pensar que, en algún lugar, al otro lado, debería haber alguien que reconociera que no está escuchando. Pero no lo hay, o casi no lo hay. Algo no cuadra.
Por eso, cuando te venga el pensamiento “no me escucha”, quizá merezca la pena detenerte un instante y preguntarte: “¿y yo, estoy escuchando?, ¿puede que parte del problema esté en mí?”. Y si el problema está en ti, enhorabuena: eso quiere decir que también está en ti la solución.
Ahora bien, ¿qué es escuchar de verdad? Porque puede que pienses que escuchas bien y, sin embargo, el problema esté precisamente ahí: en no tener claro qué significa escuchar, pero escuchar de verdad.
Piensa en una persona a la que, cuando le hablas, sientes que sí te escucha, y observa qué hace. Para empezar, te hace sentir bien solo por el hecho de prestarte atención. Da igual el problema que le cuentes, da igual si es algo importante o aparentemente trivial, da igual si te alargas o te trabas al explicarlo. Cuando hablas con esa persona, algo se afloja por dentro, el problema pesa menos, te sientes comprendida o comprendido.
Seguramente esa persona pone toda su atención en ti. No mira el móvil, ni el reloj, ni el ordenador, ni parece tener prisa por terminar. No te interrumpe, no te da consejos inmediatos ni convierte la conversación en un relato sobre sí misma. Su cuerpo y su mente están contigo, presentes, disponibles, como si durante esos minutos tú fueras lo más importante.
Pero además hay algo más profundo, algo decisivo que hacen los buenos escuchadores: no juzgan. Esto no significa que estén de acuerdo contigo ni que renuncien a su propia opinión. Significa suspender, por un momento, el impulso de corregir, evaluar o sentenciar. Cuando alguien se siente juzgado, se cierra; cuando se siente aceptado tal como es, se abre. La ausencia de juicio crea un espacio seguro donde la persona puede decir lo que siente sin necesidad de defenderse, justificarse o adornar su relato. Y en ese espacio, la conversación se vuelve más honesta y más transformadora.
A veces, solo el hecho de hablar sin que nos interrumpan aclara nuestras ideas, nos ayuda a ordenar y a ver con mayor claridad algo que antes era confuso.
Otro elemento esencial de la escucha es ir más allá de las palabras. Porque no siempre sabemos expresar lo que nos pasa. A veces las palabras no alcanzan; otras, ni siquiera nosotros mismos entendemos bien cómo nos sentimos. No todos somos buenos narradores ni tenemos el lenguaje afinado para poner nombre a lo que nos ocurre. Por eso, quien escucha de verdad presta atención no solo a lo que se dice, sino también al tono, a los silencios, a lo que queda implícito, intentando captar qué hay detrás de las palabras.
Pensemos en Nico, que llega del colegio. Su madre, que está preparando la cena, le mira y le pregunta: “Hijo, qué cara traes, ¿qué te ha pasado?”. “María se ha reído de mis dibujos delante de todos”, responde él. La madre termina la tortilla, se gira hacia él, le mira y pregunta: “¿Y tú qué has hecho?”. “Le he dicho que es gilipollas”. “¿Y ella qué ha hecho?”. “Me ha dicho que no tengo edad para dibujar como un crio, se ha reído y sus amigas también, y se han ido. Fer me ha dicho que no les haga caso y nos hemos ido”. “¿Y cómo estás ahora?”. “Ahora bien”. “¿Y mañana, cuando veas a María, qué vas a hacer?”. “No sé”.
Durante toda la conversación, la madre ha puesto el foco en Nico. Él no se ha sentido juzgado, aunque haya insultado a María y aunque la situación sea incómoda. Por la cabeza de su madre seguramente han pasado muchos pensamientos —“otra vez la pesada de María”, “como me pasaba a mi con Sarita”, “Nico no debería decir palabrotas”, “menos mal que esta vez no se ha quedado callado”, “qué suerte tiene de tener a Fer de amigo”—, pero ninguno de estos pensamientos ha aparecido en la conversación. Los ha dejado a un lado mientras escuchaba a su hijo. Además, lo conoce: sabe que le ha dolido la situación, que ha pasado vergüenza y que ha logrado sobreponerse. Ha dejado sus opiniones aparcadas y, en su lugar, ha hecho preguntas que han permitido a Nico expresarse, ordenar lo ocurrido y tomar contacto con lo que siente. Ahora que Nico ya se siente escuchado, quizá sea el momento de ofrecerle algún consejo. Pero no antes.
Imaginemos ahora una escena en el trabajo. Antonio entra en el despacho de Ana y dice: “Estoy desbordado, no llego a todo”. Puede que no sea la mejor manera de iniciar una conversación, pero Ana percibe que está alterado. Deja el ordenador, baja el tono, habla despacio, le mira y le dice: “cuéntame qué es lo que te está desbordando”. A veces, solo el hecho de hablar sin que nos interrumpan aclara las ideas y ayuda a ordenar lo que parecía caótico. A partir de ahí, Ana hace preguntas para entender la situación y ayudar a Antonio a concretar, priorizar y organizarse. Tal vez no cambien todas las condiciones externas, pero Antonio sale de la conversación con la sensación de haber sido tenido en cuenta. Y eso, muchas veces, marca la diferencia.
Escuchar no es cuestión de tener superpoderes ni de dominar técnicas sofisticadas. Es, sobre todo, una decisión: la decisión de callar un poco más, de estar presentes, de posponer el juicio y de interesarnos genuinamente por lo que le pasa al otro. Todos tenemos la capacidad de escuchar. La pregunta es si estamos dispuestos a ejercitarla.