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Morir en Garafía es morir sin campanas

Elsa López

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A mis muertos de Garafía in Memoriam y a Carmela, mi amiga del Tablado, que se me fue para siempre hace unos días, este artículo que escribí en el año 1974.

El cartel señala Garafía. La pista es estrecha, ocre, polvorienta. En la primera curva, Tijarafe queda detrás y el camino se hace perpendicular al mar. A la espalda, quedan unas suaves lomas salpicadas de almendros y unos pinos, vigilantes y solitarios, por donde se filtra el sol. Delante, los árboles van creciendo apretados y espesos.

Pasado el Barranco de Izcagua y el Barranco de Briesta, pasadas las bodegas de piedra con sus primitivos lagares de madera y los campos cubiertos de tagasastes en flor, se llega a Llano del Negro. A partir de allí, la pista desciende camino del molino, la plaza, y el olvido. Camino de Santo Domingo de Garafía.

Los niños corren y las ventanas se abren, lentamente, para mirarte pasar. Las muchachas te siguen de par en par, y las mujeres pegan los ojos y la frente a los húmedos cristales sin abandonar la labor.

Hay un entierro y atardece.

En Santo Domingo se muere sin campanas y los hombres, solos, bajan al cementerio con el frío a las espaldas empujándoles la cuesta. Caminan en grupos, con las manos al bolsillo, sin sonrisas. En sus rostros ya no quedan miradas de añoranza.

—«¿Cuántos años me echa usted?»

—« Yo...“

—«Tengo 60. Solo quiero tres más... Para qué más...»

No quieren vivir ni permanecer. Han esperado demasiados años. Solo los jóvenes no esperan.

—«Se han ido. Los jóvenes se han ido despreciando la tierra. La tierra es buena, ¿sabe usted?, hay viento y frío, pero la tierra es buena y uno puede enfrentarse al viento y al frío...»

Pero lo que quizás los jóvenes no saben es afrontar la soledad, y esta gente se sabe sola. Sola y abandonada. Inculcan a sus hijos el olvido y luego se dejan morir a la entrada del pueblo. Mueren serenamente, sin soberbia, con un rictus de incredulidad y escepticismo.

—«Nadie nos hace caso... Nadie. Pedimos y pedimos, y la vejez nos llega, así como usted ve, sabiendo que nos engañan una y otra vez... Nos prometen el agua, la luz, mejorar los caminos... ¡Siempre las mismas cosas!... Antes había gente. No conocíamos más que lo de aquí, pero ahora abrieron las carreteras... Y, ¿quién se queda...? los viejos, que vamos trabajando nuestras papitas mientras se puede, pero “pa” uno solo, “pa” no morirse de hambre antes de tiempo... Los viejos, que ya no nos queda más que morirnos y no estorbar. Morirnos así, como ella, sabiendo las mismas cosas...»

El entierro pasa. Ellos saben que han de morir por las mismas cosas: de vejez, de soledad. Algunos lo harán sin volver a escuchar el ruido del agua al bajar por el Barranco de La Luz. En Santo Domingo los niños nunca vieron correr el barranco; pero ellos sí. Doña Pilar recuerda la última vez que lo vio, cuando venía de esos montes arrastrando troncos de tea y los muchachos del pueblo hicieron charcas de madera y piedras para bañarse y jugar... Pero ya no llueve en Santo Domingo, el mar está muy lejos, y las muchachas bordan sin nada que olvidar entre los dedos.

Todos se van. Poco a poco hay menos gente en las procesiones, y el cine se cerró y los bares son chaquetas pardas y boinas oscuras. Don Teodoro sigue sembrando sus papas sin agua ni esperanzas, y, cada mañana, después de tomar su pocito de café caliente, se asoma al bar, sonríe al dar los buenos días y sale al campo. Doña Antonia, 96 años, envuelta en su chaqueta negra, menuda, dulce y olorosa, sin mirada en sus ojillos azules, mueve las manos en la dirección de tu voz y presiente que algo muere allá abajo... Doña Antonia vive camino del monte. Sentada en la cama, de espaldas a la ventana, con su cuerpo diminuto oliendo a recién nacido, todavía sabe de fiestas, de bailes en San Antonio del Monte... y recuerda, memoria prodigiosa, romances y relaciones que gorgojea subiendo de cuando en cuando la voz porque piensa que ya nadie la oye.

“Hagamos mi bien las paces

volvámonos a querer,

que al que al tronco arrima llama

más pronto vuelve a encender.“

—«Yo tejía y trabajaba en el campo. Iba al monte y cuidaba las bestias. Y en la casa hacía el trabajo de otra mujer. ¡Buen pan de leche que me encargaban! Y queso, bien bueno... Y para carnavales y Nochebuena amasaba pan bueno y no me daba vergüenza presentarme allí donde otras mujeres. Once hijos tuve. Éramos pobres, pero a nadie pedí nunca nada... Las fiestas eran bonitas para mi gusto. El Sirinoque lo bailaban y cantaban los hombres y ellas contestaban. Algunas se inventaban en el mismo baile. Otras las sabían ya. Ellos iban al baile y aunque no fueran novios se cantaban unos a otros...»

Doña Antonia Fernández Castillo se ríe con picardía, te palpa los dedos abiertos con sus manos rugosas y tibias. Luego se queda muy seria; muy seria...

—«Pero en mis tiempos sí que había gente...»

“Te quise más no pretendas

que yo te vuelva a querer,

agua que va río abajo

arriba no ha de volver“

Ella también lo sabe. En su extraña sabiduría popular sabe que todos se van y que los que se quedan van a morir cansados de esperar. Sin dolor, sin aspereza.

—«¿A quién le importamos ya?, ¿a quién?

—«¿Pero usted cree que alguien se acuerda de nosotros?...»

Por encima de las casas, un molino antiguo, con olor a principios de siglo, a trabajo amargo, a gofio del bueno, levanta sus aspas de madera contra todos los vientos... esperanzado y solo.

Elsa López

Santo Domingo de Garafía. Febrero 1974

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