La presa de El Gasco: la ruina de intentar unir Madrid con América en barco

Víctor Honorato

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Antes de los trenes de alta velocidad sin viajeros, de las autopistas radiales sin coches y de los aeropuertos sin aviones ya existía en España y en Madrid, fundamentalmente en la corte borbónica, una pulsión por las infraestructuras de comunicación a lo grande. Un ejemplo se alza aún en una garganta de granito sobre el Guadarrama, en la confluencia entre Torrelodones, Las Rozas y Galapagar. Se trata de la presa de El Gasco, una ruina de 55 metros de altura —que habrían sido más de 90 si se hubiese terminado— abandonada a medio construir hace 222 años, testimonio de la ambición y el derroche de ese precursor de la tecnocracia desarrollista que fue el despotismo ilustrado. 

El embalse debía ser el punto de partida de una serie de canales que habrían de comunicar Madrid y el Atlántico, desde el Guadarrama al Guadalquivir, para acercar la capital a las colonias. “Fue un órdago”, señala el historiador Javier M. Calvo Martínez, que acaba de publicar, junto al fotógrafo Fabián Láinez, 'La presa del Gasco. Paisaje de un sueño ilustrado' (ed. Valbanera), un repaso a las vicisitudes de una empresa mal planificada, mal presupuestada y mal ejecutada. Fue “la mayor obra de ingeniería civil del S. XVIII”, según los autores, mucho más ambiciosa que el Canal de Castilla.

En los años 80 del siglo XVIII, el reinado de Carlos III se acercaba a su fin, y los ilustrados apuraban sus sueños de modernidad para un imperio ya en declive. Seguir el ejemplo los grandes canales del sur de Francia, como el del Languedoc (hoy el Midi), se veía como un camino al progreso, también a los negocios. De ahí la implicación financiera del flamante Banco Nacional de San Carlos, germen del actual Banco de España. De propiedad privada, pero con vínculos con el Estado —en esto las cosas han cambiado menos de lo confesable— la entidad consideraba que el canal a Sevilla podía estar listo en apenas 18 años, destinando a las obras el 1,5% de la plata extraída en América. Al secretario de Estado, el conde de Floridablanca, le pareció bien, y el monarca dio el plácet.

El ingeniero principal, Carlos Lemaur, francés de origen y famoso en la época por abrir el puerto de Despeñaperros, era ligeramente más conservador en sus cálculos, y contaba con que harían falta dos décadas para llevar el agua del Guadarrama al Puente de Toledo, de ahí al Tajo en Aranjuez y así, sucesivamente, hasta Sevilla. La accidentada orografía no arredró entonces a los promotores, una constante política que se ha mantenido hasta nuestros días.

“Esta era una utopía que venía de los tiempos de Felipe II”, apunta Calvo. “Las comunicaciones por tierra eran terribles, con caminos por donde no pasaban las carretas que en invierno se quedaban incomunicados durante meses”. Entonces, como hoy, se pronosticó que la obra se pagaría sola. “Se calculó que sería recuperable en poco tiempo, explotando los tramos según se fuesen abriendo. Ya no solo con el transporte de mercancías, sino para usos industriales como papeleras, batanes para la lana, o para el regadío”, enumera. 

Las obras empezaron con ímpetu. En 1786 se iniciaron los trabajos en el canal; dos años después, en la presa. Se contrataron cuadrillas de trabajadores de los pueblos de alrededor y de fuera, más unidades militares y presos condenados a trabajos forzados. Hasta 3.000 personas con picos y palas, más bestias de carga y pólvora, alojadas en chozas cubiertas con retamas, como se aprecia en uno de los dibujos que encontró el historiador en la Biblioteca Nacional. 

Pero el proyecto se empezó a torcer bastante pronto. Antes incluso de comenzar las obras, falleció el ingeniero Lemaur, recién entregados los planos. La dirección recayó en sus cuatro hijos. Carlos III, a su vez, murió cuando apenas arrancaban los trabajos, en diciembre de 1788. Su hijo, “no tenía las capacidades del padre”, según convienen Calvo y los manuales de Bachillerato, y las intrigas palaciegas no favorecían la continuación de la empresa. El año siguiente, además, dio paso en Francia a la etapa de esplendor de la guillotina. “La Revolución Francesa convulsiona las estructuras del Antiguo Régimen, y en España pone en guarda a fuerzas muy tradicionales, reaccionarias. El ideal de estos proyectos, la Ilustración, encuentra un freno. Además, España entra en guerra con Inglaterra, lo que supone enormes gastos”, dice Calvo, en referencia a la contienda de 1796, la segunda con Inglaterra en poco más de una década.

Epidemia, corrupción y derrumbe

Los contratiempos se sucedieron. La dificultad técnica de la obra, los brotes epidémicos entre los trabajadores, cada vez más reacios a deslomarse, o la simple falta de presupuesto ralentizaron el avance. En 1790, para más inri, dio con sus huesos en la cárcel el principal valedor de la obra, el financiero Francisco Cabarrús, artífice del Banco de San Carlos, acusado de fraude. Y en 1799, el colapso.

“Se derrumbó uno de los paramentos”, resume el historiador. “Parece que hubo una sucesión de lluvias torrenciales durante varios días. Los ingenieros y constructores alegaron que no habían llegado a tiempo los materiales aislantes, por lo que se infiltró una gran cantidad de agua en el interior de la estructura”, añade. Cayeron toneladas de mampostería, y la comisión que se desplazó al lugar para evaluar los daños concluyó que era “irrecuperable”, pese a las protestas de los hijos de Lemaur.

La obra se abandonó y permaneció casi oculta, a pesar de su envergadura. La desamortización de Madoz a mediados del siglo XIX supuso que tres grandes parcelas en torno a la garganta pasasen a manos privadas, con lo que el acceso se volvió más complicado. A partir de 1970, con la urbanización progresiva del norte de Madrid, la presa volvió a ser 'redescubierta' y ahora está en trámites para ser declarada Bien de Interés Cultural, con bastante consenso político. El primer expediente que tramitó la Comunidad de Madrid, no obstante, se retocó porque afectaba a intereses inmobiliarios en las áreas circundantes. El segundo, con menos área protegida, está en fase de trámite. 

¿Habría cambiado la historia de las comunicaciones si el canal se hubiese ejecutado según el plan inicial? El historiador Calvo cree que no, que incluso habría sido peor: “La guinda de todo es que si lo hubiesen construido se habría caído. Hay informes de ingenieros actuales que señala errores de diseño. No habría podido soportar la presión, habría reventado y arrasado la zona”.