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Sobre San Isidro y las fiestas como rito para construir un imaginario común

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Acabamos de vivir uno de los momentos más bonitos del año en Madrid. Esta semana, con la primavera a punto de dimitir por el calor, los niños han ido a clase tocados con una parpusa y las niñas, con su vestido chiné, un pañuelo y un clavel. Verlos caminar por la mañana arreglados de chulapos provoca una sonrisa boba y un picor que los de aquí sentimos tan poco que ni siquiera tengo claro si es eso del orgullo de pertenencia. Tampoco sé cuándo empezó a pasar esto, que los colegios celebren San Isidro y las calles —no sólo de la capital, también de algunos municipios del área metropolitana— se llenen de castizos tamaño llavero. Pero me encanta.

Madrid es una ciudad que santifica poco sus fiestas o, al menos, lo hace a su desapegada manera. Supongo que es así desde que se hizo grande y los pueblos pasaron a ser barrios y la gente fue diluyendo la cohesión arrabalera en la individualidad urbanita como un azucarillo se disuelve en un vasito con anís. Pero eso es suponer con la mirada muy corta, según Byung-Chul Han.

Byung-Chul Han es uno de los personajes de Los farsantes, la última obra de Pablo Remón, en cartel en el Valle Inclán. Aunque no aparece en ningún momento, Byung-Chul Han es un personaje importante porque sirve al autor para una de sus especialidades: contar algo profundo acompañándolo de buenas dosis de comicidad. Byung-Chul Han es el perro de Armán, el camarero kazajo que en ese momento interpreta Javier Cámara y que sirve para empujar el trayecto final del viaje de la (anti) heroína Ana, o sea, Bárbara Lennie. Byung-Chul Han, el perro, se llama así por el filósofo coreano residente en Berlín, que es a quien yo quería citar antes de decidir que me apetecía invertir este párrafo en recomendar Los farsantes y, en general, todo lo que escribe Remón.

En la obra se menciona al intelectual por su libro La sociedad del cansancio. Pero para explicar esto que estaba planteando hace medio texto —lo de Madrid y su forma de celebrar las fiestas— es mejor La desaparición de los rituales, que analiza cómo la sociedad actual, inmersa en el acelerado proceso narcisista que impone el sistema neoliberal, va perdiendo sus ritos, sus momentos simbólicos de encuentro. Dice el Byun-Chul Han persona que hemos cambiado la fiesta, el ritual, por los eventos; en plural por lo que suponen de acumulación de experiencias consumistas diseñadas para alimentar ese narcisismo contemporáneo. 

“El trabajo pertenece a la esfera de lo profano, individualiza y aísla a los hombres, mientras que la fiesta los congrega y los une”. Juntarse para celebrar lo que sea, un patrón, una boda, un funeral, es hacer algo juntos y en torno a una simbología común; ser comunidad en vez de individuos, algo que cada vez tenemos menos oportunidad de poner en práctica y que, según todos los indicios, es parte de lo que nos ha traído sanos y salvos hasta ahora.

Resulta que este año es el cuarto centenario de la canonización de San Isidro y por eso, y porque lo ha decidido el Papa Francisco, es año santo. El Ayuntamiento nos propone conmemorar tal cosa con exposiciones, conferencias, visitas culturales, vigilias, misas y la exhibición y procesión de su cuerpo incorrupto. Y yo no sé. No sé si salir a la calle a jalear la momia de un labrador que se murió hace mil años es el rito que necesitamos. Tampoco sé si la religión es la forma de volver a congregarnos. No lo digo por agnosticismo sino porque, salvo algunas procesiones —que se han convertido precisamente en eventos para hacerse selfis—, tengo la impresión de que rezar juntos ya no se lleva mucho. Ni siquiera sé si San Isidro, nuestro santo madrileño, es suficiente aglutinador. 

Creo que sabemos poco del santo. Igual me equivoco y soy sólo yo el ignorante pero me da la sensación de que lo suyo nos queda lejos. El otro día aprendí mucho sobre San isidro escuchando a Miguel Ángel Almodóvar y David Botello en Casa Cavestany, el podcast glotón que dirige y presenta Carlos Cavestany —la emisión, parte de la programación del festival Estación Podcast, se puede ver aquí; todas las recomendables anteriores, aquí mismo—. Y, aprendiendo, pensé que efectivamente esto de los santos, su vida y sus milagros engordados por la leyenda, no puede ser una amalgama posible ahora mismo.

Nos quedan las fiestas. Da un poco igual el origen y no importa que se hayan ido añadiendo tradiciones sobre tradiciones (no, San Isidro no iba de chulapo ni bailaba chotis ni comía gallinejas ni hacía botellón en Las Vistillas), lo que importa son los símbolos que compartimos en torno a ellas. Por ejemplo, este fin de semana, la celebración común en la pradera y el vernos unos a otros debajo de un gorro y un pañuelo y con un clavel. Hay algo en todo eso que puede ayudar a construir, más que una identidad, un relato imaginario común. 

Por eso, también, mola tanto ver cada año pasear por Madrid a los chulapitos.

Acabamos de vivir uno de los momentos más bonitos del año en Madrid. Esta semana, con la primavera a punto de dimitir por el calor, los niños han ido a clase tocados con una parpusa y las niñas, con su vestido chiné, un pañuelo y un clavel. Verlos caminar por la mañana arreglados de chulapos provoca una sonrisa boba y un picor que los de aquí sentimos tan poco que ni siquiera tengo claro si es eso del orgullo de pertenencia. Tampoco sé cuándo empezó a pasar esto, que los colegios celebren San Isidro y las calles —no sólo de la capital, también de algunos municipios del área metropolitana— se llenen de castizos tamaño llavero. Pero me encanta.

Madrid es una ciudad que santifica poco sus fiestas o, al menos, lo hace a su desapegada manera. Supongo que es así desde que se hizo grande y los pueblos pasaron a ser barrios y la gente fue diluyendo la cohesión arrabalera en la individualidad urbanita como un azucarillo se disuelve en un vasito con anís. Pero eso es suponer con la mirada muy corta, según Byung-Chul Han.