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Sueño de la mentira y de la inconstancia

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-¿Qué tal está tu madre? -me pregunta mi tía María.

           Al instante, se corrige:

           -¡Ay, no! -dice, como si se diese cuenta de que mi madre ya falleció.

           Entonces me pregunta por mi padre, su hermano, que murió mucho antes. Mis primos Lola y Mariano, acostumbrados, nos observan.

           -Pues ahí va -le digo yo, para que no se sienta incómoda.

           -¡Seguro que mejor que yo! -asegura ella.

           -No te creas...

           -Bueno, eso depende -interviene mi prima con sorna.

 Mi tía está cenando un pastel de carne en su cocina, en compañía de sus dos hijos mayores. Mis primos han decidido tomarse con humor estas cosas. A sus cerca de 91 años, María, entre otras patologías, sufre alzheimer. Aunque siempre me reconoce y sostenemos diálogos en apariencia normales, a veces tiene esas salidas.

 Al principio, me costó darme cuenta. Pensaba que mis primos exageraban. Porque, cuando le preguntas, puede contarte cosas que sucedieron en su infancia, arrojar luz sobre asuntos que todos desconocíamos, como que mi abuelo y mi padre estuvieron detenidos. Esto fue en 1940, y si no llega a ser por ella, que servía en Murcia, en la casa de un funcionario de la prisión, se los habrían llevado a la cárcel de Alicante. Y ahí, es posible que su familia nunca hubiera sabido nada más de ellos. María escuchó durante la comida que habían llegado presos un arriero y su hijo de 9 años, que vendían cereales de estraperlo. Con ocho años, estuvo lo suficientemente despierta como para comprender que eran su padre y su hermano. Por suerte, esa misma tarde, mi abuela acudía a la casa de “los señoritos” a buscar el sueldo de su hija. Mi tía le contó lo que oyó y mi abuela les pidió que defendieran a su marido y a su hijo mayor. Entonces, el funcionario intercedió para que los dejasen en libertad y se salvaron.

Mi tía es capaz de evocar episodios así, sin embargo después olvida hechos importantes y cotidianos, por ejemplo que sus padres, su marido o casi todos sus hermanos ya han muerto. A menudo pregunta por ellos, como si los hubiera visto un rato antes o aún tuviera que cuidarlos.

Este año, para el Día de los Santos, la llevaron al cementerio. Mis primos le enseñaron el panteón familiar donde están enterrados los padres y hermanos, entre ellos Federico, que padecía epilepsia y murió a los 16 años. A continuación, la llevaron a ver la lápida de su marido, fallecido en 2020. Todo ello con la idea de tranquilizarla y hacerle comprender dónde están.

           -Ahí los tienes, mamá -le explicó su hija-. Ellos están aquí, en este lugar, enterrados.

           María asiente a todo y parece comprender, pero en cuanto salen del cementerio, comenta:

           -¡Por eso no vienen a verme! ¡Están muy cómodos ahí, acostados!

Dicen que, en lugar de buscar la verdad, nuestro cerebro tiende a justificar nuestras decisiones. Unas decisiones que no sabemos exactamente por qué ni cómo las tomamos, pero que defenderemos siempre porque se trata de decisiones que nos convienen.

Los procesos implicados en la toma de decisiones son inconscientes y complejos: son las cuentas que nos hacemos, sobre la base de una aritmética ante todo íntima, tratando de encontrar una respuesta adaptada a nuestras necesidades. Parece que esto es propio de nuestra especie y que responde a una inercia histórica y biológica. Como seres sociales, tenemos que desarrollar decisiones rápidas, inmediatas, en nuestra convivencia cotidiana. No nos interesa tanto la verdad como mantener una buena posición dentro del grupo y obtener cuantos beneficios nos depare nuestro lugar en la jerarquía social. Así lo explica la ciencia. Tratamos de defender nuestros beneficios y privilegios por encima de todo. Por eso, nos quedaremos satisfechos con explicaciones que nos convenzan, con independencia de su verdad.

           ¿Y esto es lo que somos? ¿Es eso, y no la inteligencia racional, lo que nos define como humanos?

Pienso en todo esto mientras escucho en la radio que el 24 de noviembre, con motivo del Black Friday, es el día del año con más volumen de compras y pedidos por internet. Comentan el impacto ambiental (la huella de carbono) que provocarán desplazamientos y embalaje de los paquetes. De esos pedidos, señalan que hasta un 25% serán objeto de devoluciones.

Nos falla la aritmética íntima, ¿qué duda cabe?

No hay más que ver cómo votamos.

Estaría bien reconocer, aunque sea con la boca pequeña o en nuestro fuero interno, que somos capaces de malas decisiones, víctimas de decisiones precipitadas e irracionales.

“La idea que nos atormenta está hecha de emociones fugaces, nacidas de estados frágiles provocados al mismo tiempo por la melancolía y la felicidad, por el movimiento y la lentitud, por la voluntad de amar y la esperanza loca de ser amados igualmente”, razona Malek Chebel en un ensayo sobre el deseo. Del deseo nace la voluntad, insiste. Y más que seres pensantes, somos seres deseantes.

 Nuestros deseos no conocen límites en un mundo empequeñecido, esquilmado, finito.    

-¿Qué tal está tu madre? -me pregunta mi tía María.

           Al instante, se corrige: