El paraíso de Cristian, el de Gabriela, el nuestro

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Lo primero es el olor. Eso dicen. Nuestra primera forma de ser hijos es olisquear el cuerpo de la madre parturienta; nuestro primer atisbo de paraíso en un infierno súbito y helado. El olor, eso sí lo sé, es también lo último en irse. Durante meses llevé al cuello un pañuelo de mi madre en el que hundía la nariz cuando el dolor de vivir sin ella se me hacía insoportable; era como volver a su pecho en ese primer día que su perfume fue un antídoto contra el miedo. 

Mi amigo Cristian Alarcón ha escrito una novela de dolores y jardines. Me siento afortunada al recorrer las páginas de Tercer paraíso, que ha ganado el Premio Alfaguara, y reconocer en ella personajes, paisajes, palabras que nos dijimos. Es difícil no sentirse pequeña ante su lucidez, pero la generosidad es otro de sus muchos talentos. En el libro y en la vida –mejor con una copa en la mano– lo que Cristian dice y lo que calla te hace sentir importante.  

Tercer paraíso intercala la violencia, el desamparo y la tristeza con la luminosidad de lo que nace y crece. El protagonista planta dalias y rosas para volver al territorio de su niñez; se aferra a esos colores y aromas para escapar de este infierno recalentado, pandémico, amenazante. Pienso en mi pañuelo. 

Pienso en las páginas de otro gran libro, Huaco retrato, en el que Gabriela Wiener vuelve a su Perú natal tras la muerte de su padre y se da cuenta de que ese país es menos suyo que antes a causa de esa ausencia, algo muy parecido a lo que sentí al volver a Argentina para mi propio duelo. Gabriela me recuerda que el territorio del pasado es relativo y, ante todo, pasado. Una entelequia hecha de lo que fuimos y alimentada por lo que recordamos, sean rosas, dalias, un pastito. 

Cristian y Gabriela hablan en sus libros de la dificultad de ser hijos y a la vez de lo rematadamente complejo que es ser madres y padres. Somos vástagos que descubren, que entienden, que perdonan. Somos progenitores acechados por desarraigos, debilidades, temores. Hijos de un mundo machista, homófobo, racista, violento. Padres bienintencionados y torpes ante un mundo que amenaza con implosionar en cualquier momento.  

Tras dos años enteros dedicados de lleno a contar la pandemia, las noticias de la guerra hacen mella en este cuerpo horadado por incertidumbres y pocas horas de sueño. Los científicos alertan de que es nuestra última oportunidad para evitar la catástrofe climática mientras en el periódico discutimos cómo desmentir a quienes niegan cadáveres que todos podemos ver. Es un día como otro cualquiera. Si el pasado es una entelequia personal, el futuro se me antoja una fosa común. 

Así que me refugio otra vez en la literatura. En la idea de que el protagonista de la novela encuentra su pequeño paraíso –íntimo y a la vez colectivo– cuando entiende que no puede dibujarlo a su antojo, que aunque riegue semillas y cuidados, su alimento es la libertad y será ella la que defina sus formas y aromas. Como ocurre con nuestros hijos, amigos, familia que heredamos o elegimos, comunidad. 

El paraíso de Cristian, el de Gabriela. El nuestro. Y más. El mundo necesita una legión de jardineros dispuestos a sembrar libertades como flores, un perfume que no se vaya.