El rumor empezó por una carta. No oficial, ni reciente, ni especialmente privada. Era una misiva recuperada en un despacho, leída sin permiso y reproducida fuera de contexto. Paul Langevin la había escrito en tono íntimo, pero quien la difundió buscaba provocar otra cosa.
La publicación generó exactamente lo que se esperaba: columnas incendiarias, titulares cargados de acusaciones y portadas que convertían la vida privada de una científica en munición política. El nombre de Marie Curie quedó en el centro de una tormenta que no tenía nada que ver con sus trabajos en el laboratorio.
Antes del escándalo romántico ya intentaban dejarla fuera
La secuencia de ataques no arrancó con la prensa sensacionalista. Antes de los periódicos, el primer revés llegó con la Academia de Ciencias francesa. En enero de 1911, Curie perdió por dos votos su candidatura a un escaño vacante como física. La campaña de desprestigio que rodeó aquella votación estuvo marcada por la agitación política y religiosa del momento.
Édouard Branly, su contrincante, contaba con el apoyo explícito de sectores católicos, que vieron en Curie una amenaza ideológica por su cercanía a círculos laicos y progresistas. Algunos diarios llegaron a cuestionar su nacionalidad, con afirmaciones falsas sobre sus orígenes. Aunque varios medios liberales salieron en su defensa, la campaña de difamación ya había surtido efecto.
El caso Langevin ofreció munición perfecta al sensacionalismo
Ese fue solo el principio. Meses después, con el escándalo del romance con Langevin aún sin explotar públicamente, la tensión aumentó. Jeanne Langevin, esposa del físico, había contratado a un investigador privado. Este irrumpió en el piso de París que compartían discretamente Curie y Paul, y se llevó consigo una colección de cartas personales.
A partir de ahí, el relato se convirtió en carne de tabloide. Las publicaciones más reaccionarias aprovecharon cada palabra extraída de esas cartas para montar un relato cargado de insinuaciones, acusaciones morales y ataques personales.
El diario Le Journal, en su edición del 4 de noviembre de 1911, no se limitó a informar: publicó un artículo con tintes melodramáticos y referencias al sufrimiento de la familia Langevin. En ese texto, el periódico afirmaba que “los fuegos del radio que brillan tan misteriosamente... acaban de encender una llama en el corazón de uno de los científicos que estudian su acción con tanta entrega; y la esposa y los hijos de ese científico están llorando”.
La implicación era clara. Curie aparecía retratada como una destructora de hogares, sin importar su trayectoria científica ni su doble condición de madre y viuda. Con este relato, ella era la mala de la película y él un pobre diablo que se había dejado engañar.
La cobertura mediática no se quedó en el papel. A su regreso a Francia tras participar en el congreso Solvay de Bruselas, Curie se encontró con un grupo de personas agolpadas frente a su casa de Sceaux. Sus hijas, Irène y Ève, tuvieron que refugiarse junto a ella en casa de amigos en París. El matemático Émile Borel les ofreció alojamiento, a pesar de que el ministro de Instrucción Pública le advirtió que aquella decisión podía costarle el puesto por “manchar el honor académico de Francia”.
Einstein no solo la defendió, también se hizo su amigo
En paralelo, la presión llegaba también desde el extranjero. A escasos días de recibir su segundo Premio Nobel, esta vez en Química, la Academia Sueca trató de disuadirla de asistir a la ceremonia de entrega. Temían que su presencia generase un conflicto diplomático ante la alta sociedad escandinava. Ella rechazó la sugerencia. Viajó a Estocolmo, recibió el galardón y evitó cualquier referencia al escándalo en su discurso.
Fue en ese clima de hostilidad donde Albert Einstein tomó partido de forma clara. Ambos se habían conocido unas semanas antes en Bruselas, durante el congreso en el que más de una veintena de físicos discutieron los límites de la física moderna. Allí coincidieron en varias sesiones, en conversaciones informales y en paseos por la ciudad. La conexión intelectual fue inmediata.
Pocos días después de la tormenta mediática, Einstein decidió escribirle una carta personal, que fue incluida posteriormente en el Digital Einstein Papers Project. En ella, quiso dejar constancia de su respaldo ante una situación que consideraba indignante. El físico alemán explicó que “si la chusma continúa ocupándose de usted, simplemente no lea esa basura, déjela para las bestias para las que fue fabricada”.
Aquellas líneas no fueron un gesto aislado. En su mensaje, Einstein reconocía el valor de haberla conocido y destacaba sus cualidades sin aludir a su situación personal. “Me siento afortunado por haberla conocido personalmente en Bruselas”, escribió. También mencionó al propio Langevin, a quien incluyó como parte del pequeño grupo de personas con las que uno se siente privilegiado de compartir tiempo y trabajo.
El apoyo no se limitó a las palabras. Aquel contacto marcó el inicio de una amistad duradera entre ambos. Dos años más tarde, en el verano de 1913, pasaron juntos unas semanas de vacaciones en la campiña francesa, acompañados por sus hijos. En 1922, cuando Francia atravesaba una oleada de recelo hacia todo lo alemán, Curie intervino para que Einstein pudiera impartir una serie de conferencias en París, enfrentándose al rechazo de sectores nacionalistas.
Aunque el gesto de Einstein no detuvo la campaña, sí dejó constancia de algo esencial: dentro del mundo científico, Curie no estaba sola. El ataque mediático no impidió que siguiera investigando. Tampoco logró manchar su legado. Aunque la campaña fue agresiva y minuciosa, Marie Curie optó por seguir haciendo lo único que no podían convertir en escándalo: su trabajo científico.