Llevaba un gallo en el regazo y cruzó el Puente de Brooklyn en carruaje, sin parar. Lo había visto crecer piedra a piedra, cable a cable, sin necesidad de firmar planos ni colgarse medallas. Fue un recorrido de principio a fin por una obra que conocía mejor que nadie.
Aquel animal, emblema de victoria, tenía su lógica: era el cierre de una conquista que había empezado en silencio. Emily Warren Roebling no necesitó un título en ingeniería para dirigir una de las construcciones más ambiciosas del siglo XIX.
Ni su nombre aparecía en los documentos técnicos ni su firma figuraba en los planos del puente. Sin embargo, durante más de una década, Emily fue un rostro habitual en la obra que debía unir Manhattan y Brooklyn con un tramo de 486 metros suspendido por cables de acero.
Las ausencias que marcaron el arranque de una obra titánica
Aquel puente, que acabó siendo el más largo del mundo en su categoría en 1883, atravesó tantas dificultades como metros tiene su estructura: caídas, enfermedades, errores de cálculo y hasta un fraude con los materiales. Pero lo que más afectó a la dirección fue la enfermedad que dejó postrado en cama a su marido, el ingeniero jefe Washington Roebling.
El trabajo había comenzado tras la muerte del padre de Washington, John A. Roebling, ideólogo del proyecto, que falleció en 1869 por una infección después de un accidente en la obra.
Con el hijo al mando, el avance del puente se frenó bruscamente cuando, tras varias inmersiones en los caissons presurizados, sufrió los efectos de la descompresión, conocida entonces como síndrome de descompresión.
Desde entonces, quedó recluido en su casa de Brooklyn Heights, observando con un catalejo el avance de la construcción y confiando en su esposa para mantener el control.
En ese contexto, Emily asumió un papel decisivo: fue enlace entre su marido y los ingenieros, supervisó decisiones importantes y se ocupó de resolver dudas técnicas en el mismo lugar de la obra. Aprendió cálculo estructural, resistencia de materiales y geometría de curvas catenarias, todo mientras registraba instrucciones y resolvía gestiones políticas, contractuales y técnicas.
Según recogía David McCullough, durante esos años, muchos en el entorno de la construcción pensaban que ella era la mente real detrás del proyecto.
La sospecha no surgió del vacío. Emily se había formado por su cuenta en matemáticas y ciencia desde joven, en una época en la que el acceso de las mujeres a ese tipo de estudios era más una excepción que una posibilidad real. Cuando acompañó a su marido a Europa antes del inicio de las obras, ya demostró interés por las técnicas constructivas más modernas.
Más tarde, con Washington incapacitado, puso ese conocimiento en práctica. Durante los diez años que duró su implicación diaria en el puente, no solo interpretó y ejecutó las indicaciones de su esposo, sino que también gestionó a pie de obra las tensiones de carga y las dinámicas del equipo.
El momento en que una crisis de liderazgo pudo frenarlo todo
Uno de los momentos más delicados se produjo en 1882, cuando la ciudad de Nueva York valoró sustituir a Washington Roebling como jefe del proyecto, considerando que su estado de salud impedía seguir.
En respuesta, Emily defendió ante políticos e ingenieros la continuidad de su marido al frente de la dirección, sin mencionar que gran parte del peso ya recaía sobre ella. Aquella gestión evitó una crisis de liderazgo y permitió que el proyecto avanzara sin sobresaltos hasta su conclusión.
El 24 de mayo de 1883, la ciudad celebró la apertura del puente con fuegos artificiales, discursos y multitudes en ambas orillas. Antes de que comenzara la ceremonia oficial, Emily cruzó la estructura en carruaje, desde Brooklyn hasta Manhattan, con un gallo como símbolo de triunfo.
En el acto, Abram Stevens Hewitt, que había sido uno de los competidores de la familia Roebling en el ámbito de la ingeniería, pronunció una frase que marcó el lugar de Emily en la historia al afirmar que el puente era “un monumento perpetuo a la entrega de una mujer y a su capacidad para la educación superior de la que se la ha mantenido demasiado tiempo apartada”.
Después del puente, una vida de compromiso legal y social
Aquel puente de piedra, acero y precisión milimétrica acabó siendo también un ejemplo de cómo la constancia puede imponerse a cualquier barrera. A pesar de los focos sobre su marido y su suegro, durante los años más duros fue Emily quien sostuvo la obra, gestionó conflictos y garantizó que el puente avanzara con solidez. Sin cargos oficiales ni reconocimientos formales durante la construcción, su papel fue esencial.
Lo que siguió después no fue menos activo. Emily Roebling obtuvo una certificación en derecho en la Universidad de Nueva York, escribió sobre los derechos legales de las mujeres y participó en diversas asociaciones sociales y culturales.
Pero ninguna de esas actividades tuvo el mismo peso que aquella década en la que, desde el interior de una obra en construcción, fue parte fundamental de uno de los logros más complejos de la ingeniería del siglo XIX.