¿Por qué el gofre es el símbolo culinario por excelencia de Bélgica?

Crujiente por fuera, esponjoso por dentro y con ese inconfundible aroma que se cuela por las calles adoquinadas: el gofre belga es mucho más que una tentación para los golosos. Es historia, tradición y orgullo nacional en una sola mordida. Bélgica lo ha elevado a símbolo cultural, tanto como la cerveza o el chocolate, y su fama traspasó fronteras hace ya más de medio siglo. Pero ¿cómo un sencillo postre hecho de harina, huevos y mantequilla acabó convertido en emblema de un país entero?

De las ferias medievales a las planchas de hierro

El origen del gofre se remonta a la Edad Media, cuando los panaderos cocinaban una mezcla rudimentaria de harina, agua y miel entre dos planchas de hierro. Aquellos primeros “wafele”, como se les llamaba en flamenco, se preparaban durante las fiestas religiosas y se decoraban con motivos sagrados grabados en la plancha. No eran solo un alimento: eran un símbolo de unión y celebración comunitaria.

Con el paso de los siglos, el gofre se fue sofisticando. A la mezcla se le añadieron huevos, mantequilla y azúcar, y las planchas de hierro evolucionaron en los moldes cuadriculados que hoy conocemos. En cada feria o mercado medieval, el sonido del hierro cerrándose y el aroma a masa cocinándose eran parte del paisaje.

Bruselas y Lieja: dos ciudades, dos maneras de endulzar el mundo

En Bélgica, hablar de gofres no es hablar de una sola receta, sino de dos grandes familias: el gofre de Bruselas y el gofre de Lieja.

El gofre de Bruselas nació en el siglo XVIII y se distingue por su forma rectangular, su masa ligera y su textura aireada. Se sirve caliente, espolvoreado con azúcar glas, y su perfección reside en la sencillez: crujiente al morder, pero tan suave que casi se derrite en la boca.

El gofre de Lieja, en cambio, es su primo goloso. Más denso, más dulce y con un aroma irresistible a caramelo, nació —según la leyenda— cuando un príncipe-obispo pidió a su cocinero que inventara un postre nuevo. La masa incluye azúcar perlado, que se funde al calor formando ese brillo caramelizado que cruje al morder. Es el rey del “street food” belga: se come con las manos, paseando, sin cubiertos ni protocolo.

Bruselas y Lieja representan dos almas de un mismo país: la elegancia del norte y la calidez del sur. Y ambos comparten algo esencial: una devoción absoluta por la masa perfecta.

De la Expo de Bruselas al sueño americano

El salto internacional del gofre belga llegó en 1958, durante la Exposición Universal de Bruselas, cuando el país lo presentó al mundo como su gran joya dulce. Pero su auténtica conquista global ocurrió en 1964, en la Feria Mundial de Nueva York. Allí, Maurice Vermersch y su esposa trajeron su receta familiar bajo el nombre de “Bel-Gem Waffle” y la sirvieron con fresas y nata montada.

El éxito fue instantáneo. En cuestión de días, el “Belgian waffle” se convirtió en el postre más buscado del evento. Estados Unidos lo adoptó con entusiasmo y, desde entonces, el gofre belga se convirtió en embajador culinario del país, tanto como el chocolate o las patatas fritas.

Aun así, los belgas lo tienen claro: el verdadero gofre, el que huele a mantequilla y se sirve recién hecho, solo se come aquí.

Más que un postre, una tradición viva

Hoy, Bélgica huele a gofre. Desde Malinas a Lieja, de Gante a Brujas, las calles están llenas de puestos que sirven gofres recién salidos de la plancha, cubiertos de azúcar, nata o chocolate caliente. Los turistas los devoran como souvenir gastronómico; los locales los reconocen como una parte más de su identidad.

El gofre no necesita artificios. Es un ejemplo perfecto de cómo algo simple, bien hecho, puede trascender generaciones. Cada cuadrícula dorada es una pequeña obra de ingeniería culinaria: crujiente, dulce, equilibrada.

El gofre belga representa lo que Bélgica mejor sabe hacer: transformar lo cotidiano en arte. Es hospitalidad, tradición y orgullo nacional en una sola receta. Y aunque su historia nació en el hierro y el fuego de una feria medieval, su espíritu sigue tan vivo como siempre.

Porque hay cosas que no cambian: en Bélgica, no importa la edad ni el lugar, siempre hay un momento perfecto para un gofre caliente.