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Y dos huevos duros

Rajoy y Puigdemont

Lucrecia Hevia

Cuando el riesgo de fanatismo se hace tan evidente, cuando la amenaza está en el aire y todos podemos sucumbir a él, hay un librito al que vuelvo y vuelvo para intentar inmunizarme un poco. Se titula Contra el fanatismo y la firma el escritor israelí Amos Oz. Oz se declara casi experto en la materia y desgrana posibles antídotos: el humor, el conocimiento, la literatura, la imaginación. Y recuerda a Shakespeare, resumiendo su espíritu con un: “todo extremismo que no se compromete a llegar a un acuerdo acaba, tarde o temprano, en comedia o en tragedia”.

Allí, al fondo, caminamos al filo de la tragedia. De dramático raya lo cómico. Porque parece un espectáculo tan clásico, tan de comedia de los setenta, que estoy esperando a ver aparecer a Alfredo Landa soltando aquello de “a que no hay huevos”.  Porque parece que una parte del problema al que nos enfrentamos se resume en la poco épica frase del “no hay huevos”.

Es un envite que da alas a comentarios fuera de lugar, a frases salidas de tono, a pedir “hostias como panes”, a gritar “a por ellos”, a admitir que la manipulación democrática es permisible porque el fin justifica los medios, a mentir. A alimentar la catalanofobia o la hispanofobia, esa “excusa para ganar votos y tapar vergüenzas a uno y otro lado”, como explica Carlos Hernández. Incluso a sugerir que se suspendan derechos fundamentales con cierta ligereza. Son buenos tiempos para enemigos.

Y lo que me preocupa de verdad es que no parecen sentir miedo. Este Gobierno no tiene miedo a equivocarse. Ya lo ha dicho Carmen Crespo, portavoz del PP Andaluz en el Parlamento: “lo estamos haciendo bien”.  Tampoco parece que el Gobierno de la Generalitat tenga miedo alguno al error. Miedo a no dar respuesta a sus ciudadanos; a no gobernar para todos. Miedo a no acertar. Miedo a destrozar un país con sus decisiones. A fragmentar una sociedad, al desgarro.

No tienen. Y estaría bien que tuvieran un poco. De ese que hace consultar, preguntar, consensuar y que no es incompatible con la valentía. Ese miedo que te hace mirar alrededor. Que te obliga a reconocer al otro, conocerlo de nuevo. Y rebajar esa conversación con el estómago en la que se está convirtiendo el debate nacional.

No hay otra solución, dicen los líderes políticos. No pueden dar un paso atrás porque perderían ante los suyos. Unos y otros. Intolerable.

Claro que perderían. Gobernar a veces, creo yo, es decidir con altura. Mirando más allá. Y dialogar. Aunque es verdad que “solo dialogar” no sirve. Sentarse sin ánimo de imaginarse en el otro no sirve, sentarse con ideas inamovibles no sirve. Hay que saber que “se requiere llegar a un acuerdo, a un compromiso doloroso”, como explica Amos Oz, porque no estamos hablando de un malentendido, sino de un problema al que hay que buscar la menos mala de las soluciones.

Puede que haya que plantearlo en términos de huevos:  ¿A que no hay huevos de dar un paso atrás, reconocer las escasa voluntad de escucha y aceptar todos las reglas del juego democrático?

Aunque estaría mejor que se dejaran inspirar por el “me queda la palabra” de Blas de Otero, y olvidaran el creciente fanatismo, me temo que, en esta ocasión, parece que la cosa va más camino de un “y dos huevos duros” de los hermanos Marx pero sin ninguna gracia.

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