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Lisboa

Cais do Sodre (Lisboa)

Miguel Ángel Curiel

Desde el Cais de Sodre se ve un río. Esta frase seca y precisa me atrapa desde hace días. Me pregunto si la frase abre algo o lo cierra simplemente. Podría estar de igual forma al final como al principio de un libro alterando la narración de igual forma. La frase se ha interpuesto como un brillo mate ante la realidad. “Lo que pinto está fuera de la pintura” escribió el pintor holandés Van Velde, o sea, es algo invisible, querría pintar lo invisible.

Yo no puedo ya ver el río verdadero. Las palabras casi siempre se interponen como muros ciegos entre otras palabras más visibles y cristalinas, y termino escribiendo finalmente lo que no veo con la intención de encontrar la verdad absoluta de las cosas. Ese es uno de los misterios del lenguaje, oscurecer lo que aclara y al contrario. Unas palabras absorben la luz y otras las rechazan. En mi cuaderno negro copié ayer unos versos de Herberto Helder. El libro me lo había prestado la poeta portuguesa Carina Valente. “O río cego em Lisboa é bem mais fondo que o río cego e rápido em Paris”. No lo traduzco, no es necesario. Mi memoria del río son trozos del río, líneas quebradas, rayas en hojas blancas que a veces junto para reconocer un 'continuum', y sus afluentes otras rayas y líneas rotas.

La memoria de los ríos en los que me he bañado. Tiétar, Alberche, Almonte, Jerte, Alagón, Zézere, Uso, Gevalo, Sangrera. Nombres que a la mayoría no les dirán apenas nada y que para mí lo son todo. Corrientes de agua, cursos de vida, memoria de la existencia. Eso hacía en el cuaderno, trazar líneas, rayar las hojas con trazos largos entre otros más cortos. Representaciones de cursos de agua.

Desde el Cais de Sodre el Tajo es ciego y más hondo que el río rápido y ciego de París. En Toledo, desde el puente de San Martín una serpiente negra, en Aranjuez un río que juega entre viejas huertas. En T. la memoria absoluta e indefinida. En Monfragüe un tajo, una cesura profunda de conciencia en la que el río traza el desengaño de la vida en la tierra inhóspita.

“Las palabras tienden pronto a borrarse en el agua”

Lisboa no se deja escribir más que por los lisboetas. No todas las cosas se dejan escribir, y la ciudad blanca posada en el agua, es más difícil de escribir que otras. Las palabras tienden pronto a borrarse en el agua, o pesadas como el plomo se hunden para siempre en las manos de quien las coge. Los rostros, los cientos de rostros que pasan a lo largo del día por el Cais de Sodre son otro río. Los rostros son máscaras, el verdadero rostro del hombre moderno es una máscara, arrancarse esa máscara es arrancarse el rostro. En cada rostro se ve un río. Para un lisboeta el Tajo es un río portugués que no se sabe muy bien dónde nace. En sus ojos hay un río que regresa desde el fondo ciego del mar. Alguien que haya vivido siempre en T.  no tardaría demasiado en ver que el río gira como el radio de una rueda, y que la ciudad es su eje. Así siempre sentirá que la ciudad se encuentra en el centro del mundo. Tendrá dudas irresolubles y jamás sabrá si remontar el río o dejarse llevar por la corriente aguas abajo. Los mismos kilómetros hay entre su nacimiento y su desembocadura.

El lugar donde nacen los ríos es siempre un misterio. En Donaueschingen se encuentra la fuente del Danubio o Danausquelle, una fuente barroca con forma de rotonda, un ojo de agua del que mana un llanto sereno y cristalino rodeado de jardines barrocos. En esa fuente se vio reflejado una vez Hölderlin y no le gustó la máscara de agua de su rostro. Para romperla tiró una piedra al centro de la fuente.

En el caso del Tajo es más complicado saber exactamente el lugar del que manan las primeras aguas. Llenaríamos este artículo de nombres casi siempre secos, hasta hacer una teoría del agua de la que solo manaran finalmente palabras secas y agostadas. Fuente García, en la Muela de San Juan, en el cerro de San Felipe, o la otra teoría que habla del nacimiento del río en la Fuente del pie izquierdo en Villar del Cobo, y más exactamente, un poco más arriba un surtidor en la fuente de Los Malenes donde se encuentra la fuente de Juan Rubio.

“En Lisboa todos ven el río pero hacen como si no lo vieran”

Los ríos nunca nacen donde se dice que nacen, se escapan inequívocos a las palabras. Hablar del nacimiento y muerte de un río resulta extraño para lo que no nace ni muere. Las palabras siempre se equivocan y los rostros son máscaras de un carnaval perpetuo. Por una palabra que alcanza el centro oscuro de la luz, el resto de ellas se pierden en la mentira. En Lisboa todos ven el río pero hacen como si no lo vieran. Al menos me quedo con esa forma de mirar el mundo y las cosas de los lisboetas, aprendo a mirar el mundo de lado. La mirada silenciosa y profunda como el mismo río ciego y profundo que viene del mar. No es una mirada interpretativa y si más bien alusiva, en la que todo siempre se ve más lejos de lo que está realmente, como si entre los ojos y lo que ven se abrieran enormes distancias o fallas vitales que pronto se llenan de agua. Todo tiene así su distancia justa, y su luz que pestañea en la lejanía marítima donde siempre hay un barco negro fondeado.

Yo te veo a ti más cerca de lo que tú a mi, y tú a mi más lejos de lo que realmente es. Tú, desconocido, envuelves con aire lo que tus ojos alejan con tierra. Una mirada profunda como el mismo río, pero una mirada ciega. Un río que parece salir del mar, como si las aguas dulces se dieran la vuelta al ser rechazadas por sucias, por llevar la contaminación del hombre, la basura deshonesta de los que vivimos en sus orillas, sus palabras ya infectadas de corrupción.

Desde el Cais de Sodre salen los trenes a Cascais. Allí nace el río. Vuelve a entrar en el mundo desde el profundo océano, y es así sólo porque las palabras quieren que sea así. El barquito que construí hace ya muchos años en T. y dejé sobre la corriente  regresa ahora de su largo viaje. Es un velero grande que remonta el río silencioso con dos personas en la cubierta tomando vino en copas de cristal que brillan al sol. Esas personas celebran la vida en un baño de luz y aire.

En el café Luanda, en una mesa junto a la ventana, se sienta todas las tardes a escribir la poeta portuguesa Carina Valente. Siempre en aquella mesa le acompañan los libros de Helberto Helder y Martín Heidegger. Escribe rápido, como un pájaro que vuela huyendo del fuego. Su caligrafía es vertical, sus palabras quieren hincarse en el cielo de la hoja; esos libros que casi siempre le acompañan son lápidas que guardan espíritus de palabras con las que ella se comunica. Desde el Cais de Sodre hasta el café Luanda, en la avenida Roma de Albalade, se tarda caminando más de una hora. Desde allí no se ve el río. Me acerco una silla a su mesa y le pregunto si puedo acompañarla. Hablamos cada uno en nuestra lengua, la suya es húmeda y salada, la mía seca y dulce. El río en su tramo final es así; una corriente turbia de agua dulce choca con una corriente de agua salada azul y blanca. Las aguas de los dos ríos se mezclan. Al final, como siempre terminamos hablando de Pessoa. Lo ocupa todo.

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