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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Espacio de opinión de Tenerife Ahora

Hoy me acuerdo

Miguel Zerolo, Antonio Plasencia e Ignacio González, tres de los condenados por el caso Las Teresitas

David Cuesta

Hoy me acuerdo de mucha gente. Personas que decidieron plantar cara a la corrupción sin medir el riesgo que conlleva chocar de frente con el poder político y económico. Sobre todo en un trozo de tierra rodeado por mar como Tenerife. Recuerdo especialmente a los perdedores, que son demasiados cuando unos pocos traman malversaciones millonarias con el dinero de todos. En la arena de Las Teresitas están enterradas tantas historias como nombres propios tiene la mayor ola criminal que se ha formado a estas orillas del Atlántico.

Hoy me acuerdo del día en que conocí a Lola Rebrow. Su acento alemán hacía aún más apasionante su defensa de San Andrés, donde vive desde hace más de 40 años. No era para menos. Su casa de Montaña Morera desapareció del Registro de la Propiedad después de que la Junta de Compensación se la vendiera a los empresarios Antonio Plasencia e Ignacio González en 1998. Desde entonces, no paró de luchar, ni siquiera cuando el entonces concejal de Urbanismo, Manuel Parejo, le cerró la puerta en las narices a ella y al resto de vecinos expoliados de Las Huertas. Era el año 2000 y en la cocina de la Gerencia de Urbanismo se estaba preparando un pelotazo de libro. No estaba el horno como para que unos ciudadanos de segunda vinieran a fastidiar el negocio.

Hoy me acuerdo de Jacinta Baute y de tantas familias a las que arrebataron sus terrenos sin darles nada a cambio. Si algo tiene en común la trama de Las Teresitas de principio a fin, sin duda, es la capacidad con la que se iba desprendiendo de cualquier obstáculo que dificultara una operación calculada al milímetro por un abogado de apellido Hayek. Años de pesadillas para cientos de vecinos de Las Huertas, que pasaban noches en vela para amanecer frente a las palas que pretendían urbanizar sus fincas.

Hoy me acuerdo del Club Deportivo San Andrés, un equipo histórico que se desangra día a día y camina hacia el abismo de la desaparición. Cientos de niños han abandonado el club de su pueblo porque no tienen donde jugar a su deporte preferido. Son las víctimas del engaño de Antonio Plasencia, al que le sobraba un campo de fútbol en primera línea de playa. Allí quedaba mejor un mamotreto de aparcamientos ilegal, que todavía hoy se levanta sobre una tierra acostumbrada a otro tipo de pelotazos, los que daban los jugadores que llevaron al San Andrés a competiciones nacionales.

Hoy me acuerdo de los chicharreros de tantas zonas humildes de la capital tinerfeña a los que Zerolo prometió un plan de barrios que sacaría a la periferia de su abandono histórico. Recuerdo los bailes del alcalde en las asociaciones de vecinos bajo una lluvia de promesas. No olvido que para llevar a cabo su compromiso el político de CC promovió la privatización del agua en Santa Cruz, lo que desencadenó la fraudulenta venta de Emmasa, una empresa pública que daba beneficios, a una filial del grupo Sacyr. Casi 70 millones que vinieron a cubrir el agujero dejado por la operación de Las Teresitas. El dinero nunca llegó a los barrios y el agua de la capital pasó a ser de las más caras de España.

Hoy me acuerdo del año 2009, cuando Zerolo nombró a Ignacio González Santiago concejal de Políticas Sociales de Santa Cruz de Tenerife. Unas semanas después, ambos daban una rueda de prensa para declarar la emergencia social ante la incapacidad del Ayuntamiento para asumir el aumento de la demanda de ayudas por culpa de la crisis. La foto de la comparecencia resume a la perfección la política chicharrera: a la izquierda, el alcalde que trazó un plan criminal para malversar 40 millones de euros; a la derecha, el hijo del empresario que se benefició del pelotazo de Las Teresitas. Los dos con cara de preocupación por el aumento de la pobreza en el municipio.

Hoy me acuerdo de José Ángel Martín y del resto de militantes del PSOE que se atrevieron a llevar la operación de Las Teresitas a la Fiscalía. Lo hicieron cuando denunciar la corrupción daba más problemas que beneficios, en una época en la que sensibilidad social ante los saqueos políticos estaba bajo mínimos. Zerolo le pasó la factura al concejal socialista durante cada pleno de los siguientes seis años. Recuerdo al alcalde humillar al edil socialista de forma cruel en sus intervenciones. Era la imagen del niño abusón que se ceba con otro más débil en el colegio. Pero ya se sabe lo que suele pasar en estos casos. El tiempo termina poniendo a cada uno en su sitio.

Hoy me acuerdo de Santiago Pérez y de cómo se enfrentó a la Agrupación Local de su partido para evitar la peor decisión que ha tomado el PSOE chicharrero en su historia. Fue el lagunero el encargado de redactar la denuncia que despertó el hambre de la Fiscalía Anticorrupción. Y lo pagó caro. Recuerdo los ataques constantes que sufrió por parte de Miguel Zerolo y su entorno, lo que incluye las decenas de editoriales que le dedicó el periódico El Día para sacudir su honor en público. El delfín de ATI siempre tuvo buenos aliados en la prensa tinerfeña.

Hoy me acuerdo de tantos periodistas que defendieron la operación de Las Teresitas como si les fuera la vida en ello, en vez de cumplir con su obligación de fiscalizar un pelotazo que olía peor que la Refinería. No olvido las tertulias en las que comunicadores amigos de Zerolo se burlaban del trabajo de la Fiscalía y de la Policía Judicial, mientras aprovechaban para cargar contra los denunciantes. Numerosos artículos en prensa limpiaban cada día la imagen del alcalde, mientras que algunos periódicos no escribieron ni una línea cuando se levantó el secreto de sumario y salieron a flote los excrementos de la política chicharrera.

Hoy me acuerdo de los compañeros que demostraron que el periodismo es necesario. Algunos padecieron las represalias. El rodillo de Zerolo acabó con los huesos de más de un periodista en el paro, mientras que otros fueron hábilmente cambiados de sección, lejos de la podredumbre del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. Recuerdo las ruedas de prensa en las que se incordiaba para buscar titulares sobre Las Teresitas, el García Cabrera y el resto de casos que salpicaban al Palacio de los Dragos. No se me borra la imagen de Noé Ramón, Óscar Martín, Humberto Gonar, Vicente Pérez, Esaú Hernández… Una pregunta y otra hasta que el alcalde sudaba la gota gorda. Claro que todo eso coincidió con el ocaso del político de ATI. Si los focos del periodismo hubieran apuntado a la operación en 2001, tal vez hoy no tendríamos que lamentar los millones perdidos.

Hoy me acuerdo de la fiscal María Farnés Martínez, a la que no le tembló el pulso para sacudir las alfombras de la élite chicharrera. Gracias a su tesón, esta trama corrupta, que se había desarrollado cinco años antes de su llegada a Tenerife, ha podido ser condenada. A ella también la atacaron. La acusaron de estar controlada por el ministro de Justicia de la época, que no era otro que el socialista Juan Fernando López Aguilar. Miraron con lupa sus decisiones en busca de cualquier error. La representante del Ministerio Público no se achantó y puso en marcha una investigación que sacó a la luz las vergüenzas del poder político y económico. Su única mancha fue tener que renunciar al cohecho, incluso a sabiendas de que existían pruebas suficientes para plantearlo en el juicio. Farnés Martínez sabía mejor que nadie que es imposible malversar 40 millones en beneficio de dos empresarios sin recibir nada a cambio. Pero eligió amarrar el resto de delitos, consciente de que cualquier desliz sería usado en su contra. La sentencia ha demostrado que tomó la decisión correcta.

Hoy me acuerdo de los miembros del Grupo 7 de la Brigada Provincial de la Policía Judicial. Frente a numerosos contratiempos, sacaron adelante una investigación extremadamente compleja, con comisiones rogatorias en el extranjero y las críticas constantes por parte del entorno de Zerolo. Tuvieron que convivir con el enemigo en casa, lo que provocó numerosas filtraciones que mantenían al alcalde al tanto de los pasos que seguían las pesquisas. Pese a todo, el trabajo dio frutos. Gracias a ellos fue posible saber que el exsenador pasó 28 meses sin mover sus cuentas, que Antonio Plasencia le ingresó cuatro millones de euros a Rudy Núñez después del crédito de CajaCanarias o descubrir unas conversaciones telefónicas que dibujan el mapa del poder tinerfeño.

Hoy me acuerdo de Justicia y Sociedad, la asociación que se personó en el procedimiento desde el principio y llegó hasta el juicio. Recuerdo las dificultades por las que pasó el abogado José Pérez Ventura, ayudado en la vista por Antonio Espinosa, que estoicamente se mantuvo firme pese a los obstáculos que supone ejercer la acusación popular en el caso más mediático de la historia de Canarias. No olvido que tuvieron que reunir 28.000 euros para ejercer su derecho a ocupar un asiento en la sala. Consiguieron el dinero y su aportación fue decisiva. Han demostrado la importancia de mantener una figura que los defensores de la corrupción quieren suprimir.

Hoy me acuerdo del magistrado Joaquín Astor Landete, que tuvo que superar dos recusaciones para mantenerse al frente de la Sección de la Audiencia Provincial encargada de juzgar la malversación de Las Teresitas. Tampoco puedo olvidar a su compañero Jaime Requena, el ponente del fallo, cuestionado por aparecer después de la vista en actos de la Universidad de La Laguna junto a uno de los abogados de los acusados, con el que comparte Departamento en la Facultad de Derecho. Las 169 páginas de la sentencia disipan cualquier sospecha sobre su independencia. Que nadie dude de que si el resultado hubiera sido distinto, hoy serían pasto de feroces críticas.

Hoy me acuerdo de los funcionarios y trabajadores de la Gerencia de Urbanismo que no se plegaron a las presiones de sus propios compañeros, con los que compartían oficina a diario. Especial mención merece Pía Oramas. No dobló la rodilla nunca, ni siquiera con el paso de los años. Defendió el interés general por encima de su situación personal. Para ella, lo más fácil hubiera sido mirar para otro lado, incluso abandonar el Ayuntamiento, como hizo después de que se firmara el convenio de Las Teresitas. Ser la hermana de Ana Oramas era un peso que dignifica aún más su integridad. Gracias a profesionales como la exarquitecta municipal, Ruymán Torres, Luisa del Toro y otras personas honradas, ha sido posible condenar la corrupción que durante años se acumuló en la orilla de Las Teresitas.

Hoy me acuerdo de muchas personas, y otras que no caben en estas líneas, que han colaborado en la condena del mayor caso de corrupción de Canarias. Pero tampoco me olvido de los que protegieron a Zerolo y compañía durante años. De los que lo propusieron para representar al Parlamento de Canarias en el Senado. Los mismos que enterraban la cabeza cuando les preguntaban a qué dedicaba el tiempo el exsenador, que solo presentó una pregunta en tres años en la Cámara Alta, de la que dimitió tras ser condenado por el caso García Cabrera. Corría el año 2011 y los residuos del pelotazo ya flotaban en Las Teresitas, empujados a la superficie por un sumario que había visto la luz meses antes. Pero en Coalición Canaria decidieron unir filas para salvar al soldado Zerolo.

Hoy me acuerdo de que han pasado seis días desde que se conociera el fallo de la Audiencia Provincial y nadie en CC ha pedido disculpas. Los hechos probados de la sentencia sacarían los colores a cualquier persona con un mínimo de honradez en el bolsillo. Nadie que defienda el interés general puede sentir otra cosa que asco por los pasajes criminales que relatan los magistrados a lo largo de 169 folios de dignidad. No se trata de condenar públicamente a Zerolo, que ya tiene bastante con los años de cárcel que le han caído y la indemnización que tendrá que pagar, sino de evidenciar que se ha aprendido la lección, que no se permitirá que se vuelvan a saquear las arcas públicas. La sociedad necesita gestos; también los militantes de un partido que se avergüenzan de un pasado que quieren dejar atrás. Son mayoría y merecen que sus líderes estén a la altura. Nunca es tarde para reconocer los errores, sobre todo cuando han supuesto una factura demasiado elevada para tantas y tantas familias chicharreras.

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