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Zanahorias

No hace mucho, debatiendo a cuenta del impuesto de sucesiones con un “civil” (que no con un friki periodista político entre las que me cuento o un político simplemente) la conversación terminaba con una pregunta: “¿Pero ese dinero a dónde va?”. Entiendo la pregunta, que nace, entre otras cosas, de la afición de algunos políticos, políticas y funcionarios por meter la mano en la caja común. “A los gastos comunes: educación, carreteras, sanidad por ejemplo”, le dije yo. “Ah, entonces sí”, contestó él como quien acaba de descubrir una obviedad. Esa conversación, de lo más civilizada puedo asegurar, me generó la sensación de que estamos olvidando quizás para qué sirven los impuestos. Y no me extraña, porque si el mismísimo ministro de Hacienda no lo tiene claro, como ha dejado claro esta semana, cómo vamos a tenerlo nosotros.

Porque para Cristóbal Montoro los impuestos sirven como moneda de cambio para aprobar los presupuestos, o como él mismo los ha denominado, “zanahorias para la negociación”. Zanahorias también son para los votantes: la promesa de bajada de impuestos es un clásico en las campañas del Partido Popular. Parece que sirven para amnistiar a conocidos su dinero defraudado o para beneficiar a empresas afines. O sirven para cuadrar las cuentas como exige Europa. O para todo eso, con la dosis de crítica que en cada caso convenga.

Sin embargo, Montoro está olvidando lo más importante, lo esencial sin meterse en honduras: ¿Para qué sirven, de verdad, los impuestos? Quizás debería repasar el material que la Agencia Tributaria tiene para los alumnos de secundaria donde explica que los impuestos sirven para, “aunando esfuerzos mediante la aportación por cada uno de una porción de sus ingresos” para “constituir lo que podríamos denominar un fondo común con el que cubrir el coste de los bienes y servicios públicos, es decir, los que se dirigen a satisfacer esas necesidades que cada persona no puede cubrir por sí sola”. O quedarse con lo básico: los impuestos sirven para redistribuir la riqueza, para paliar las desigualdades, para que asuntos básicos como la educación, la sanidad, las infraestructuras, el cuidado del espacio natural… estén financiado entre todos.

Es normal que al Partido Popular no le guste subir impuestos ni pagarlos. De hecho, su corriente ideológica, su manera de solucionar los problemas, absolutamente respetable por otro lado, pasa por menos intervención estatal y por lo tanto, menos dinero en las arcas. Más regulación “natural”. Es menos lógico el gusto que tienen (y no sólo su partido) de jugar con los impuestos como moneda de cambio, e intentar explicar que los suben porque las circunstancias les obligan y los bajan porque es lo que hay que hacer.

Se olvidan también de explicar que no todos los impuestos son iguales. Que no son lo mismo los impuestos progresivos en los que cada persona y familia paga en función de su renta y circunstancias, y los lineales que obligan a que paguemos todos lo mismo, ingresemos lo que ingresemos. O que el impuesto de sucesiones no es un robo si no un impuesto que ayuda a que la riqueza no permanezca siempre en las mismas manos y contribuya al bien común.

Y el caso es que entiendo al señor Montoro. Soy la primera que cuando me toca pagar, hay veces que me llevan los demonios (creo que casi todas las veces). Pero entonces me doy cuenta de que estoy olvidando lo más importante: para qué sirven los impuestos (o para qué deberían servir). Y que si van para todos, entonces, ay, entonces… “entonces sí”.

No hace mucho, debatiendo a cuenta del impuesto de sucesiones con un “civil” (que no con un friki periodista político entre las que me cuento o un político simplemente) la conversación terminaba con una pregunta: “¿Pero ese dinero a dónde va?”. Entiendo la pregunta, que nace, entre otras cosas, de la afición de algunos políticos, políticas y funcionarios por meter la mano en la caja común. “A los gastos comunes: educación, carreteras, sanidad por ejemplo”, le dije yo. “Ah, entonces sí”, contestó él como quien acaba de descubrir una obviedad. Esa conversación, de lo más civilizada puedo asegurar, me generó la sensación de que estamos olvidando quizás para qué sirven los impuestos. Y no me extraña, porque si el mismísimo ministro de Hacienda no lo tiene claro, como ha dejado claro esta semana, cómo vamos a tenerlo nosotros.

Porque para Cristóbal Montoro los impuestos sirven como moneda de cambio para aprobar los presupuestos, o como él mismo los ha denominado, “zanahorias para la negociación”. Zanahorias también son para los votantes: la promesa de bajada de impuestos es un clásico en las campañas del Partido Popular. Parece que sirven para amnistiar a conocidos su dinero defraudado o para beneficiar a empresas afines. O sirven para cuadrar las cuentas como exige Europa. O para todo eso, con la dosis de crítica que en cada caso convenga.