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Confusa desconfianza

Salvador García Llanos

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Acertó Antonio Guterres, secretario general de la ONU, al señalar que paralelamente a la pandemia estamos padeciendo “el azote de la desinformación”, un fenómeno que ojalá también superemos entre todos, especialmente por quienes nos dedicamos al oficio. Jamás habían coincidido y circulado tantos bulos, tantas paparruchas, tantas tergiversaciones. La llamábamos sociedad del conocimiento. Lástima. Pasará a la historia como ‘sociedad de la confusa desconfianza’.

Se desató, por cierto, en tiempos de confinamientos y tribulaciones. Entonces, como en tantas otras tragedias, se puso a prueba la fragilidad humana, que queda al desnudo cuando la desconfianza se apodera de todo y es manipulada casi siempre sin piedad y sin escrúpulos. Todo vale en esas circunstancias.

Puede resultar utópico o inapropiado, en este contexto, reivindicar las esencias del periodismo clásico. El que se hace bien, desde una perspectiva ética, el que se elabora con rigor y respeto pensando en los consumidores y en la credibilidad del medio y del propio autor del producto informativo. El periodismo capaz de diferenciar y asegurar las fuentes, el que no quiere creyentes sin más, sino ciudadanos críticos y responsables. No indolentes ni odiadores, pobladores habituales de ese inmenso salvaje campo que son las redes sociales. Pero hay que hacerlo.

Porque, paradójicamente, una derivación curiosa de este azote que definió Guterres es cómo quieren destruir o menoscabar los mecanismos de defensa que el propio oficio ha intentado articular con tal de procurar la fiabilidad con la que seguir cumpliendo su trascendente y primordial cometido.

Resulta que hay organizaciones periodísticas que nacieron para poner en evidencia los bulos, los embustes, para frenar la mentira, para acabar con el derroche de deformaciones e invenciones, difícilmente separable de sesgos o tendenciosidad política. Surgieron precisamente para demostrar que no todo vale a la hora de informar. Si lo que se pretende es lo contrario, o sea, desinformar, entonces el empleo inescrupuloso de cualquiera de estos recursos producirá un auténtico caos en el que nada es creíble. La confusa desconfianza. En España, hay dos firmas, Maldita y Newtral, promovidas por profesionales vinculados al periodismo televisivo, que han llegado a firmar conciertos con Facebook (propietaria de WhatsApp e Instagram), para tratar de acabar con ese maremágnum de bulos y falacias y hacer que los consumidores de información, por lo menos, sepan diferenciar y no se traguen lo primero que aparezca en sus terminales.

Bueno, pues ya han ido contra esos promotores, contra quienes no aceptan sin más el pernicioso contagio de la falsedad manipuladora. Las citadas firmas escrutan las desinformaciones para que la población no se deje embaucar. Y no reparan a la hora de ir en contra de gobiernos, partidos políticos y cargos o representantes públicos. Sin embargo, ya están recibiendo denuestos y descalificaciones, les involucran en tramas y conexiones extrañas seguramente por parte de los mismos que han pescado en río revuelto con sus falacias o difamaciones, o sea, los que ven peligrar el negocio o son conscientes de que se puede engañar una, dos y tres veces, pero no siempre. ¿Objetivo? Muy sencillo: allanar el camino a la mentira, o lo que es igual, desacreditar el periodismo de quienes aún velan por sus esencias y no están dispuestos a transigir con un modus operandi que lo desvirtúa y lo anula bajo el principio de la socialización de las pérdidas: todos son iguales. O el mundo al revés.

¿Quién iba a decir a los vocacionales del periodismo que asistiríamos a este espectáculo en plena ‘sociedad del conocimiento’? Pues ahí lo tienen, con todas sus fanfarrias y toda su amplificación. El caso es que la sociedad deber consciente de lo que está en juego. Es misión de todos, incluidos los medios de comunicación, preservar y cuidar los valores que han de ser consustanciales para hacerla avanzar y madurar con solvencia. Pero, claro, cuando no importa la verdad, cuando se ha quebrado la deshonestidad, cuando prevalece la impunidad, cuando se impone la ruindad, cuando, en definitiva, se pierden esos valores y se comprueba que no sirven de nada ni la experiencia ni los métodos, legales y consecuentes, para poner punto final a ciertos azotes, es que el espectáculo –como se dice- debe continuar.

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