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Dios y el diablo en la tierra de Einstein
Fuera del control de las religiones, la relación que establece el ser humano con el misterio es algo que solo puede suceder en una región íntima e insondable. En eso consistía, por ejemplo, el misticismo natural del primitivo indio norteamericano, según describiera o inventara Carlos Castañeda en Las enseñanzas de don Juan, o en la investigación etnográfica que la antropóloga Ruth Bebe Hill relató en su libro Hanta Yo, en forma novelada, sobre las raíces espirituales de los lakotas. En contraposición a esas visiones, las organizaciones comerciales que viven del alma –es decir, las diferentes religiones–han utilizado el desasosiego del ser humano ante lo desconocido para diseñar y mantener un lucrativo negocio a lo largo de los siglos. A partir de la promesa de un paraíso improbable –postergado siempre para más tarde, de forma que no se puedan hacer reclamaciones–, y frente a la amenaza de una eternidad infernal y la crueldad implícita en la invención del pecado como sustituto tramposo de la moral, el clero ha convertido la sospecha de lo inefable y la angustia inherente a la existencia en un producto de mercado y en un eficiente instrumento de poder terrenal.
Así funciona, con ligeras variaciones en cada credo, la poderosa agencia de manipulación construida por los grandes fundadores, junto al relato que explica la historia del mundo como una contienda entre Dios y el Maligno, y que –una vez comprobada su eficacia– siguen manejando desde la impunidad de un entramado en el que están implicados diversos intereses financieros. De manera más específica, alguna rama de la franquicia –como es el caso del Opus Dei, la secta que fundara el Marqués de Peralta– se ha especializado en esa práctica milenaria, alcanzando un elevado nivel profesional y colocando a sus ejecutivos en los puestos claves del sistema, en una suerte de ocupación espiritual de los centros de poder y los consejos de administración que garantiza su condición de intocables. Obispos, cardenales, exministros o presidentes de universidades confesionales, no tienen reparo en poner una vela a cada lado del altar como una forma de pagar tanto la cuota de protección vaticana como otras más luciferinas, con las que comparten el manejo de los hilos. Pero ni siquiera ellos se creen el poder del ángel Marcelo, los planes del pérfido Satanás para destruir España, o que las oraciones dirigidas a los diferentes miembros del santoral sirvan para ganar batallas, aniquilar patógenos o crear empleo. Se trata de negocio, don Vito, solo negocio.
Desde una posición moral muy diferente, incluso los científicos que podríamos denominar como duros, en el sentido de que han abordado el análisis de la materia con gran exigencia de objetividad y metodologías extremadamente rigurosas, no han eludido referencias hacia los aspectos más desconocidos de la incertidumbre, si bien han procurado no mezclar la realidad observable con las creencias privadas. En una ocasión, en respuesta a la pregunta de un colega sobre el concepto de «verdad científica», Albert Einstein mostró su escepticismo hacia las interpretaciones religiosas al ser fuentes de superstición, confiando en que la investigación podía oponerse a esa deriva al considerar el mundo observable en términos de causas y efectos. En ese sentido se refirió al concepto de «religiosidad cósmica», que le parecía más acentuado en el budismo, ante la impresión del orden apreciable tanto en la Naturaleza como en el mundo de las ideas, y que le llevaba a percibir en la actividad científica una convicción interior de la racionalidad o ininteligibilidad del universo. Por eso podía reconocerse en una creencia cercana al panteísmo de Spinoza, mientras afirmaba que su único interés por las tradiciones confesionales lo era desde un punto de vista histórico y psicológico. Ahí se acaba la presencia de cualquier supuesta jerarquía ajena a la ciencia, que se oponga a la consideración de la realidad como un todo sometido a evolución. En ese proceso, la cuestión relevante y debatible no debía ser otra de si el esfuerzo por comprender dicha realidad, a través de la investigación y el pensamiento lógico, debe ser un objetivo independiente y justificado en sí mismo, o estar subordinado a algún otro de carácter más práctico.
A través de una mirada similar, Richard Feynman, cuyo rigor científico caía en ocasiones en una deliberada irreverencia hacia el conocimiento humanístico, era capaz, sin embargo, de abordar la contraposición entre ciencia y religión con honestidad y, desde luego, sin deuda confesional alguna. La ciencia, para Feynman, no puede refutar la existencia de Dios, pero tampoco demostrarla, lo cual convierte a esa entidad –y, consecuentemente, a su contrapartida en las tinieblas– en algo absolutamente prescindible. Incluso aceptando que, al apreciar la magnitud del misterio de la materia y de la vida, el científico se sienta sobrecogido y perdido en los límites de la incertidumbre, de la misma forma que le ocurre al artista o a quien, sencillamente, es capaz de posar una mirada limpia en la imagen de una puesta de sol o en el sonido inimitable que parece habitar en el silencio, en lo que resulta una característica de la especie a la que pertenecemos. Tal vez en esos destellos interiores subyazca un latido común e indivisible, pero no hay indicio alguno de que las religiones conozcan el camino para encontrarlo.
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