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Falacias
En el primer capítulo de la serie The Newsroom- una de las obras maestras de Asaron Sorkin - el periodista Will McAvoy asiste a una de las típicas visitas a un instituto. Will mantiene una actitud pasiva y desganada, nutrida por la perversión de la industria periodística tras la irrupción de la crisis económica. Una estudiante de 20 años le hace una pregunta trampa al curtido periodista: “¿Por qué EEUU es el mejor país del mundo?”. Tras un instante de duda, una tormenta sincera aflora y Macavoy dispara la respuesta obvia: “no lo es”.
Existen pocas cosas que me causen más pavor que lo que se ha dado llamar “la gente”. La gente decide aparentemente lo que quiere ver en televisión, los periódicos que leen, la forma de hacer el amor y la pedagogía. Y todo ello bajo el prisma de una lógica aplastante que resulta insostenible cuando se enfrenta a algún argumento medianamente sólido.
Será que porque es un agosto insustancial o porque José Manuel Soria siga como ministro de Industria, pero lo cierto es que últimamente me apasiona la dialéctica y la lógica. En este último caso, las falacias nos dominan y suponen la gasolina que prende la conducta de lo que se ha llamado “la gente”.
Por ejemplo, existe un tipo de falacia que suele repetirse con asombroso éxito. Se denomina con un latinajo insoportable: falacia ad verecudiam. La que sufrieron mis oídos se suscitó en una cafetería en la que me encontraba agazapado escribiendo al calor de un café ( soy escritor y lo único que hago últimamente es agazaparme para poder observar cómo gira la rueda). Al lado de mi mesa se encontraba un grupo de personas. Uno de ellos alzando una voz con sonoridad de alicate impartía una clase magistral de geopolítica y del modus operandi de las redes de captación de terrorismo islámico en Canarias. Como comprenderán, comencé a salivar. Tras una larga perorata, el interfecto soltó esta perla: “el problema es que habría que arrasar con todos los locutorios de los moros porque, todo el mundo sabe que son tapaderas”. Su audiencia, compuesta por dos hombres y una mujer que intentaba dominar a un niño de comportamiento napoleónico asintieron al unísono.
La simple falacia que estaba utilizando es el resorte favorito del racismo y la ignominia cuyo producto final, categórico, termina con un inapelable. “Me lo ha dicho mi cuñado”, o “lo dijo la tele”. La falacia comienza desde un planteamiento erróneo fruto de nuestra infinita carestía de educación ciudadana: “Todos los terroristas son malos y moros. Los moros van a los locutorios, luego todos los locutorios son tapaderas del terrorismo. Y luego la guinda. ”Lo sabe todo el mundo“. Como ya no soportaba mas las diatribas del fulano en cuestión, apuré mi café con la certeza de que todos nos hemos vuelto imbéciles. Es una verdad axiomática: lo sabe todo el mundo.
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