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25N, hombres y complicidades

Javier Lópex

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Como la Navidad en diciembre y el carnaval en febrero, noviembre llega cargado de campañas con motivo del 25N, día internacional por la erradicación de las violencias machistas. Lástima que sean fenómenos de temporada, puntuales, sin continuidad ni coherencia con lo que acontece el resto del año. Un sinfín de iniciativas se apelotonan y solapan en pocas semanas, haciendo imposible asistir a todas por muy interesantes que resulten, por más que estiremos las agendas. Claro que, menos es nada, y ya escuchamos los tambores de quienes no quieren ni siquiera esto, por poco que parezca.

Las campañas de este 25N coinciden en poner el foco en los hombres. Son muchos los foros en los que comienza a valorarse que no es suficiente asistir a quienes padecen directamente la violencia más extrema -prestación imprescindible y urgente-. Tampoco basta con centrar la prevención en el necesario empoderamiento de las mujeres ni con entrenarlas en artes defensivas. Comienza a vislumbrarse, lo digo con alegría, que la solución pasa por desarmar - de acciones y argumentos- a quienes agreden.

En las jornadas de igualdad y violencia machista empiezan a ser habituales mesas y ponencias sobre masculinidades. Buena noticia que en estos ámbitos se hable en positivo, debatiendo propuestas, estudios, experiencias, y ya no solo porque irrumpa en la sala un varón herido por los argumentos que lo responsabilizan o porque a alguno, los hay, le dé por ejercer su privilegio de ocupar el espacio público tomando la palabra en foros mayoritariamente femeninos, por puro mansplaining, aunque su aportación real a la reflexión sea escasa o nula.

Resulta obvio que, si pretendemos construir una sociedad igualitaria, tendríamos que contar con la complicidad y participación de todas las personas que convivimos, más allá incluso de hombres y mujeres, con toda la diversidad de expresiones e identidades. Cierto que nunca se sumarán todos, siempre habrá resistencias, pero en cualquier cambio cultural de envergadura como éste es imprescindible convencer a la mayoría, colarse por las rendijas del sentido común, en las lógicas de las convivencias cotidianas, que es justo lo que pretendemos renovar.

El asunto es cómo llegar a esa mayoría de hombres. Por mucho que deseemos que espabilen, aunque nos sobren los motivos para la indignación y la ira, interpelarlos con acusaciones no parece buena estrategia. La culpa no es buen combustible para un cambio positivo. Al contrario, colabora a engordar las filas de los retrógrados, las trincheras del negacionismo, defensivas, cuando no beligerantes contra cualquier cambio o idea que los cuestione. A ellos y a sus privilegios, principalmente.

No vale atacar pero tampoco victimizar a los hombres, presentándonos de pronto como sufridores de patriarcado. Ya nos vale. Una buena ración de castraciones, frustraciones y embrutecimientos nos corresponde en este reparto desigual de mandatos de género, es cierto. Así todo, siempre nos hemos llevado la mejor parte de este desaguisado discriminatorio.

Para construir en positivo no sirve flagelarnos por haber nacido con pene, al ritmo del manido mea culpa, ni que nos retratemos como héroes por asumir las tareas de cuidado de las que siempre nos hemos escaqueado.

La cosa pasa, se dice fácil, por seducir a quienes gozan de los privilegios aparejados a la desigualdad (los derechos que no disfrutan todxs, no son derechos, son privilegios), para que comprendan que también ellos se verán beneficiados si nos relacionamos sin discriminaciones. Suena más eficaz convencerles de que frenen las agresiones, pero también para que superen la complicidad, ese consentimiento entre la comprensión y el paternalismo por las luchas feministas, siempre que no meneen el sillón mullido del género binario. La igualdad nos atañe también a nosotros.

La tarea exige desmelenarse y remangarse, implicarse en la construcción de nuevos códigos de convivencia que no nos diferencien por la genitalidad. Supone atreverse a abrir la caja de Pandora, reconocerse vulnerable y sin respuestas para todo; despojarse de la necesidad compulsiva de competir, de alcanzar o aparentar éxito; deslegitimar la violencia como herramienta para afrontar cualquier conflicto, cualquier frustración; abandonar el rol de cazadores y el mito de la plena disponibilidad sexual (abierto 24 horas); asumir y compartir las tareas de cuidado, por el bien de nuestra autonomía y de nuestros espacios de convivencia; permitirnos las emociones, sin reparos; relacionarnos desde la horizontalidad, sin tirar de rangos; amar sin poseer ni controlar; descubrir nuestros cuerpos y nuestra sexualidad más allá del falocentrismo, el coito y el orgasmo como meta…

Una aventura, sí, repleta de aprendizajes y matices que seguro nos enriquecerán, pero a la que no podemos alongarnos desde la culpa ni desde el victimismo y para la que, sin duda, habrá que ser mucho más valientes que esos superhéroes que tanto nos distorsionaron la realidad. ¿Te atreves?

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