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Mujeres empaquetadoras de tomates

Antonio Morales

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La semana pasada El Patio del Cabildo grancanario acogió un acto entrañable en recuerdo y homenaje de un trabajo y un ejemplo que han sido fundamentales para el progreso de nuestro pueblo y para el reconocimiento del papel de las mujeres del empaquetado, de la aparcería y del mundo rural de nuestra isla.

Se presentó el libro Mujeres empaquetadoras de tomates. Una historia llena de vida, de lucha y de esperanza, un texto redactado y coordinado por Domingo Viera y hecho realidad gracias a la labor de una comisión de la asociación de Mujeres Empaquetadoras de Tomates que se encargó de recoger testimonios y experiencias de décadas de esfuerzos y batallas - de vida, de lucha y de esperanza- para defender sus derechos y su dignidad. Recordar con detalle las situaciones vividas por estas mujeres con los contratos irregulares, con los horarios interminables, con el trato desconsiderado, agiganta el valor de los desafíos que protagonizaron al final de la dictadura y principios de la transición.

Esta tierra nuestra tiene detrás una historia de escasez, de carencias y de retrasos. Cuando después de la guerra civil volvimos a vivir uno de esos episodios duros de pobreza y hambre que se repitieron a lo largo de los siglos los tomateros significaron una salida para miles de familias de Gran Canaria que no podían sobrevivir en sus ocupaciones habituales.

Varias generaciones crecieron, en medio de latadas, socos y cucañas, sorribando las fanegadas de tierras, abriendo surcos, plantando las semillas, arrastrando las malas hierbas, aprovechando el maste para el ganado, cargando los frutos de las faldiqueras a los ceretos para después trasladarlos a los almacenes de empaquetado… Se vivieron épocas muy duras, de inmigración interior y de otras islas hacia Las Majoreras, Las Puntillas, Montaña de los Vélez, Las Rosas, Cruce de Arinaga, Cruce de Sardina, Doctoral, El Tablero, El Castillo del Romeral, La Aldea, Gáldar…. Épocas de condiciones precarias de vida, de cuarterías, de sangre, sudor y lágrimas, de regímenes laborales casi feudales, de combates sociales que consiguieron democratizar la producción.

En ese momento, las mujeres del empaquetado dieron un paso al frente y asumieron la triple jornada, la triple ocupación: cuidaron de la familia, trabajaron en el empaquetado, dedicaron con frecuencia muchas horas a la aparcería cuando se plantaban algunos celemines – sin contrato, sin cotizaciones-, y educaron a sus hijos. Soportaron un modelo de vida que las ocupaba veinte horas al día, firmes, recias… Mujeres fuertes como mi madre o mi tía, tantas amigas, tantas vecinas… porque esa es mi cuna y me siento inmensamente orgulloso de ella.

Mujeres sin horario que, además, hacían los quesos, daban de comer a los animales, lavaban las ropas en las acequias, cosían con velas o carburos por la noche, hacían el pan de madrugada, llevaban a sus hijos al médico, administraban el dinero de la familia… Mujer, como canta Neruda, “(…) Trabajadora dura en tus trabajos/ amorosa, estrellada como el cielo/ en el ciclo tenaz de la ternura,/mujer valiente de las profesiones,/obrera de las fábricas crueles,/doctora luminosa junto a un niño,/lavandera de las ropas ajenas,/escritora que ciñes/una pequeña pluma como espada/(…) Mujer sagrada que de la miseria/ multiplica su pan con llanto y lucha/mujer,/título de oro y nombre de la tierra”.

De ese tiempo tenemos que destacar la capacidad de resistencia y de compromiso. No recuerdo a mujeres quejosas o amargadas. Al contrario, eran la cara de la reciedumbre, del esfuerzo, de la cohesión familiar. Alentaron la lucha y fueron vanguardia de un cambio en la relación con aquellas empresas que con frecuencia tuvieron comportamientos medievales y explotadores. Los primeros movimientos de liberación de las mujeres en nuestra tierra tienen el color rojo del tomate y fueron capaces de expresar rebeldía, dignidad y solidaridad cuando en los almacenes plantearon un cambio en la relaciones de trabajo. La ONU lo reconoció mucho más tarde. En 2007 su Asamblea General acordó celebrar cada 15 de octubre el Día internacional de la Mujer Rural con el objetivo fundamental de reconocer “la función y contribución decisivas de la mujer rural, incluida la mujer indígena, en la promoción del desarrollo agrícola y rural, la mejora de la seguridad alimentaria y la erradicación de la pobreza rural”.

Hoy, disponer de un convenio colectivo, regular las jornadas laborales, tener representación sindical o castigar los abusos sexistas de los encargados, nos parece algo natural, pero ellas lo consiguieron cuando no existían esos derechos y la dictadura perseguía y castigaba esas reivindicaciones sin piedad. Esa historia de bregas sin tregua tiene que ser conocida, recordada y agradecida porque necesitamos que esos valores se hereden, se mantengan, se peleen por las nuevas generaciones porque no surgen por generación espontánea. Supieron “deshacer torres de prejuicios” para “hacer mariposas con las hojas de las leyes antiguas” como escribió Mercedes Pinto.

Tenemos que educar en la dignidad, en la lealtad, en la solidaridad, en el compromiso. Pero sobre todo debemos alentar la conciencia de que necesitamos seguir avanzando hacia la misma utopía que las inspiró a ellas para no renunciar a un mundo justo donde todas y todos tengamos la oportunidad de crecer como personas y vivir con respeto a nuestros derechos esenciales. Cuando empezaron a pelear pudimos vislumbrar que ese cambio estaba más cerca. Muchos años después hemos comprobado que el camino era más largo y con más imprevistos. Pero nos enseñaron que no hay razones para el desaliento. Al contrario.

Y porque hay vida y hubo lucha hay esperanza. Si ellas en condiciones mucho peores que las actuales pudieron plantar cara, conquistar derechos, sacar adelante a sus familias… hoy no tenemos razones para dimitir del trabajo, de la lucha, de la defensa de los derechos y la dignidad. Han sido y son una fuente para afianzar nuestras convicciones acerca de que la historia avanza, de que los seres humanos superamos los horrores y las pérdidas de derechos y libertades que a veces sufrimos.

Al mismo tiempo que recordamos tiempos de defensas de derechos y progreso de las mujeres empaquetadoras, hoy en el mundo vivimos incertidumbres y riesgos de retroceso social que no debemos ignorar u ocultar. Al contrario, quienes nos enfrentamos al fascismo de la dictadura española debemos estar alertas frente a nuevos fascismos que encandilan a pueblos y a naciones que olvidan la historia.

Este libro, las experiencias en él narradas, la historia recogida, atestiguan que han valido la pena las batallas que han librado nuestras mujeres a lo largo de nuestra historia. Sirvieron para la subsistencia de las familias, para el reconocimiento de la clase trabajadora como agente decisivo del progreso de nuestro pueblo y sobre todo para comprender el papel fundamental de las empaquetadoras canarias, como nunca había ocurrido antes.

Pero no debemos mirar solo al pasado. Sus enseñanzas siguen siendo válidas y útiles para el tiempo que nos ha tocado vivir. En un momento actual de capitalismo voraz y sin alma, tenemos que recordar que demostraron que las personas están por delante de los balances, que los muros están para saltarse y que la generosidad con quienes están peor siempre es recompensada.

Gran Canaria hoy se siente más reconfortada al reconocer esta lucha que unió a mujeres del sur con las del norte, que juntó las vidas del este y del oeste. Porque una historia que ha ignorado a las mujeres, que las ha mantenido invisibles, siempre está por escribir.

La mayoría de estas mujeres están felizmente jubiladas para sus trabajos habituales pero no deben jubilarse para seguir transmitiendo a su hijos, a sus nietos y a toda la población que quiera escucharlas que aquella experiencia que las hermanó sirvió entonces y sirve hoy para ganar en justicia social, en orgullo para las mujeres trabajadoras y en bienestar para toda la población. Porque como dice José Lezama Lima, mujer, “Si te atolondraras,/ el firmamento roto/ en lanzas de mármol/ se echaría sobre nosotros”.

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