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Ojos cerrados de par en par

Rafael Inglott Domínguez

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Más de un lector habrá visto en su día el último trabajo de Stanley Kubrick. Me ha venido su recuerdo en estos días de reclusión, porque una profesora de inglés se entretuvo en guiarme por los recovecos de su título: Eyes wide shut. No voy a entrar en los secretos de ese oxímoron inglés, ni a perderme en la infinidad de sugerencias que lo vinculan con las imágenes de la película. Solo pretendo apoyarme en la versión que proponía mi excelente traductora: ojos cerrados de par en par.

¿Quién no ha cerrado los ojos a conciencia alguna vez, como el Mizaru de los tres monitos nipones? Pienso que más de uno saldrá de esta pandemia con agujetas en los párpados, a fuerza de cerrarlos y volverlos a cerrar. Qué remedio queda, con lo que está entrando por los ventanucos de este encierro. Hoy más que nunca desde los tiempos de Gutenberg, cualquier lector medianamente crítico ha de cerrar los ojos a lo irrelevante, lo infundado, lo falso, lo mostrenco, para abrirse paso por la letra impresa. Nada digamos de la jungla audiovisual.

Otra razón para cerrar los ojos, a cal y canto también, reside en el cuidado de nuestra salud mental. Mi joven colega José Manuel Montes, del hospital Ramón y Cajal, daba hace unos días esta sencilla receta: “saber qué pasa, pero en la dosis justa y buscando siempre fuentes fiables”. No hacerlo así puede llevar a un estado de alarma constante, con serias repercusiones en la esfera psíquica.

Estas dos modalidades de cerrar los ojos responden a criterios de selección ponderados y conscientes, por eso resultan saludables. Por eso y porque son de cajón: porque sus hechuras carecen de rebabas o desajustes.

Algo bien distinto ocurre cuando se cierran los ojos de par en par. Porque no es ese un gesto meditado y selectivo, que busque descansar la vista o depurarla, sino un automatismo comparable a los tics o a los efectos de la sinrazón. Su equivalente en nuestra lengua nos lo ofrece un personaje de Gracián: “no hay peor desentendido que el que no quiere entender”. Quienes cierran de este modo los ojos mantienen activados sus mecanismos de alerta, pero permanecen ciegos a lo esencial. Y comparten todos una tendencia: la de repetir viejas respuestas frente a los nuevos problemas. En los grandes retos colectivos sus reacciones suelen ser de corto vuelo, ineficaces cuando no perturbadoras o nocivas, por estar ancladas en la inercia o movidas por la compulsión.

Uno de los artículos más legibles y orientadores sobre la pandemia lo ha publicado Bill Gates hace unos días. Se titula Una estrategia mundial contra la Covid-19. En un mundo súbitamente atestado de moralistas, entregados a predicar las “enseñanzas” que a su parecer nos ha traído el coronavirus, Gates se limita a señalar lo evidente: que insistimos en actuar de una forma incorrecta, cada cual ensimismado en la parcela que delimitan sus fronteras, frente a problemas que ignoran las fronteras y amenazan con barrer del planeta a los más débiles. Contrariamente a los moralistas, él propone una estrategia universal desarrollada en tres frentes. El primero, asegurarse de que los recursos mundiales de lucha contra la enfermedad estén distribuidos eficazmente. El segundo invertir en I+D para desarrollar vacunas asequibles y accesibles para todos. Y por último invertir en la salud de las poblaciones más pobres del mundo, porque no solo es lo correcto sino también lo más inteligente.

Gates es un hombre positivo y optimista. Acostumbra diseñar propuestas a la altura de nuestros problemas, sin ensañarse con aquellos que se obcecan o se desentienden. Pero es muy triste observar que los líderes mundiales no están en condiciones de encarar el desafío: tanto los grandes como los pequeños siguen en su mayoría con los ojos cerrados de par en par. Eso los convierte no solo en parte del problema, sino también en un primer obstáculo ante estrategias tan obvias como la de Gates. Cierto que este virus ha cogido al mundo con el pie cambiado, cuando la especulación, los desequilibrios y la desregulación ultraliberales ya pasaban por ser una versión legitimada y avalada del progreso. Pero no es menos cierto que basta con abrir los ojos -de par en par si todavía es posible- para ver que es el momento de cuestionar lo que dábamos por incuestionable.

Por desgracia los tiros no están yendo por ahí. Hay demasiados líderes encasquillados en sus tics de siempre, pese a constatar que no salen ni siquiera decentillos en la foto de esta crisis. Nos recuerdan unas veces a la Caridad de algún lienzo manierista: atareados en lo inmediato y remisos a mirar de frente. Otras a los felinos en el zoo, marcando territorio y defendiendo a sus crías de la rapacidad real o figurada de terceros. Y ni siquiera esas poses resisten a veces la prueba del nueve, pues revelan fácilmente su condición de intolerable esperpento. Es el caso de Donald Trump, obsesionado en sacudirse la indignación de quienes en su día le creyeron y votaron, intentando derivar todas las iras hacia la OMS y volcando el tablero por la vía de negarle la financiación. Como casi todo el mundo sabe, porque ha sido revelado por fuentes muy fidedignas, las dificultades de ese organismo derivan de su insuficiente financiación con dinero público y la nefasta injerencia de la industria farmacéutica en sus decisiones.

Todo eso debe cambiar. Tiene que cambiar. Muchos analistas internacionales coinciden en comparar este momento con el final de la última guerra mundial. Ahora como entonces se impone un modelo de convivencia universal más justo y equilibrado, menos sometido a la especulación, que nos impida recaer en viejos errores. No son tiempos de obcecarse en la rebatiña del poder y el interés partidista. La mayoría de mis compatriotas no desea gobiernos a la defensiva, que se enroquen en posturas autosuficientes o paternalistas a la manera straussiana. Tampoco unos partidos de la oposición que se distraigan y nos distraigan irresponsablemente con intemperancias premeditadas, o que quieran hacer uso de la crisis para recobrar por vía de urgencia las riendas perdidas. Ni unos líderes de opinión que se limiten a poner números a nuestra pérdida de riqueza, desentendiéndose del horror que supondría la propagación del virus en los países más pobres, debilitados ya por azotes que de pronto han pasado al olvido.

Cabe esperar aún de esos agentes -más necesarios que nunca frente al tremendo esfuerzo colectivo que nos espera- que abran los ojos de par en par. Que miren de frente a la sociedad civil y presten atención a lo mejor de su discurso. Sobre todo si es tan asumible, elemental y poco subversivo como el del ciudadano Bill Gates.

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