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Puigdemont: ¿sólo malversación? (I)

Santiago Pérez

¿Se persigue en España a las personas por sus ideas políticas? En mi opinión, no.

No hay sistema político -y menos debe haber en los que pretenden fundarse en los principios democráticos y en el respeto a los derechos fundamentales- ni ordenamiento jurídico que no reaccionen contra cualquier estrategia para atacar las decisiones políticas fundamentales en que se asienta e implantar -por la vía de los hechos- un nuevo orden: en este caso el de un Estado catalán independiente, quebrando la unidad de España como comunidad política.

La estrategia de las fuerzas independentistas (el procés) para proclamar e instaurar la República catalana al margen del orden constitucional fundado en 1978 se fue ejecutando paso a paso. Primero fue convertir las elecciones al Parlament en un referéndum. Ese propósito tiene perfecta cabida en una sociedad democrática, siempre que el objetivo sea meramente político: obtener con todas las garantías de un proceso electoral un pronunciamiento del pueblo catalán.

Con dicho pronunciamiento, de haber sido favorable (que no lo fue), los dirigentes del procés tendrían que haber iniciado una negociación y una presión legítimas, conscientes de que la independencia sólo podría ser el resultado de un proceso difícil y, seguramente, largo. Pero había demasiadas prisas: porque los efectos de la Crisis, de los recortes despiadadamente llevados por los gobiernos de España y de la Generalitat y de su traducción demagógica en “España nos roba”, no iban a seguir indefinidamente sirviendo de fuelle del malestar social que la Independencia estaba llamada a resolver.

Sin embargo, desde esta primera etapa empezaron las trampas. Un referéndum tiene sus propias reglas: contar síes y noes, contabilizando como síes los votos a las candidaturas explícitamente independentistas. Y el resultado no respondió a las expectativas de éstas.

Para salir del paso, reinventaron las reglas sobre la marcha y pretendieron adjudicarse la victoria del sí después de una jornada de desconcierto -recuérdese el reconocimiento por la CUP de la derrota-, a base de pasar los resultados de lo que debió ser un referéndum por la zaranda de la distribución de escaños regulada por la legislación electoral al Parlament y sustituir la derrota del sí en referéndum por la victoria por mayoría absoluta de escaños de los independentistas y sus aliados. Como si tal cosa.

Lo que ha venido después no resiste los más elementales test de legitimidad de una democracia constitucional.

El Gobierno de Cataluña y su mayoría parlamentaria cambiaron unilateralmente las reglas de juego -para modificar el Reglamento parlamentario, aprobar las leyes de la transición, organizar el 1-O…-, quebrantaron los derechos de los grupos de la oposición, convocaron al electorado sin las más elementales garantías, desobedecieron los pronunciamientos del Tribunal Constitucional e instrumentaron los medios informativos de titularidad pública y la Policía autonómica para desembocar en la Declaración de Independencia. Que no podía tener efectos jurídicos en el marco constitucional -ni los pretendía-, porque de lo que se trataba era de proclamar e instaurar un nuevo Estado y un nuevo orden constitucional: el de la República catalana.

Y, como remarcaba Carl Smith, “una Constitución no se pone en vigor según reglas superiores a ella”…“es enteramente imposible aplicar a una nueva Constitución la medida de si ha sido aprobada bajo el patrón de anteriores reglas y formalidades legal-constitucionales”.

Si la ejecución de la hoja de ruta descrita en documentos como Enfocats o Programa 2000 -que llegado el momento de la Declaración empezaba a seguir las pautas de un levantamiento popular de tipo clásico- merece ser calificada jurídicamente de rebelión, de sedición, o de de simple defensa de las ideas, es una cuestión discutible y que requiere ser resuelta en un juicio con todas las garantías. Y en ese juicio, las dudas sobre si se utilizaron o no todos los ingredientes de la rebelión, deberán resolverse siempre a favor de los acusados.

Los ciudadanos españoles contamos, además, con el refuerzo adicional del amparo ante el Tribunal Constitucional -que no existe en otros países europeos- y, finalmente, con el recurso ante el Tribunal Europeo de derechos humanos.

Por otro lado, es evidente que los ciudadanos corrientes -o los grupos de oposición en las instituciones- no podríamos en modo alguno para “defender nuestras ideas” manejar los resortes del poder que usaron Puigdemont y sus aliados para sus ideas independentistas y su estrategia.

Ni la apelación a la resistencia popular, desde las Instituciones del poder autonómico, tiene nada que ver con la legítima defensa de las ideas.

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