Las redes sociales están destruyendo la sociedad
El ser humano es un animal social. Nuestra naturaleza nos lleva a vivir en sociedad, como especie no habríamos sido capaces de sobrevivir sin la cooperación entre los miembros de nuestro grupo y la competencia con otras especies y, en muchas ocasiones, con otros grupos. Por ello nuestro cerebro está programado para la interacción social. En su conocido libro “El cerebro” David Eagleman explica que nuestro cerebro sólo tarda 33 milisegundos en procesar información básica sobre la expresión de alguien y empezar a reaccionar. ¿Por qué ahora nuestras expresiones lo que muestran, con tanta frecuencia, es enfado, frustración e ira?
En los últimos años se ha producido un amplio cuerpo de conocimiento que demuestra cómo la manera en que actualmente funcionan las redes sociales está polarizando nuestra sociedad y generando ira, odio y resentimiento. “En defensa de la conversación”, de Sherryl Turkle, del MIT; “La era del capitalismo de vigilancia”, de Zuboff, catedrática de Harvard; “Insta- Brain”, del sueco Anders Hansen; “Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato”, de Jaron Lanier o “El valor de la atención”, de Johan Hari, entre otros, son muchos de los libros que exponen cómo el enganche a los smartphones y las redes sociales (y, para quien no lo sepa, Google, YouTube o WhatsApp funcionan en la actualidad como redes) se ha convertido en una adicción que nos perjudica. Como su modelo de negocio se centra en capturar nuestra atención estimulan nuestras emociones negativas. La manera en que la actualidad funciona la tecnología ha adiestrado a nuestras mentes a desear recompensas frecuentes (en formas de “likes”). Nos lleva a alternar tareas (se ha demostrado ya que lo de la multitarea es un mito), lo que nos hace perder capacidad de atención. Por el enorme conocimiento que ha conseguido sobre nosotros, sabe tocar a cada quien en la tecla que justamente le provoca y distrae. Para capturar nuestra atención nos lleva al enfado, enseñándonos justamente lo que nos enfada, y además nos hace a todos sentir que estamos rodeados de la ira de los demás. Y por todo ello ha acabado haciendo imposible la vida social.
Lo que acabo de contar es algo que se dice en todos los libros que anteriormente cité (y seguramente en muchos otros). Y yo, iluso de mí, intento que los lean mis alumnos dentro de una introducción a la sociología cuyo objetivo es que entiendan mejor el mundo en que les ha tocado vivir. Supongo que habrá a quien enfadará mi pretensión de que lea: en un mundo en que predomina lo audiovisual, ¿por qué pretende este carcamal de profesor violentar mi mente y obligarme a leer? Así que, en vez de recurrir al conocimiento de los libros para explicar por qué las redes sociales están destruyendo la vida social recurriré a una anécdota personal: cada vez me siento más irritado, irascible, enfadado con el mundo. El mundo actual me hace sentir enfado, y no me pasa solo a mí. Muchas otras personas que se dedican a la docencia me han confesado en las últimas semanas que también viven estrés, cansancio, enfado… ¿Tienen los jóvenes de hoy algo que haga que intentar darles clase a ellos genere un estrés mayor del que generaba, por ejemplo, hace 10 años?
Yo creo que, especialmente desde 2020 para acá, intentar dar clase es algo que genera mucho estrés a nuestro cerebro. Recordemos que éste está “programado” para estar continuamente interpretando la expresión facial de los otros seres humanos con los que interactuamos. Según lo he entendido yo, si no somos capaces de interpretarla, o si las actitudes que vemos en los rostros ajenos pueden considerarse como negativas o amenazantes, nuestro cerebro interpretará todo ello como una fuente de estrés. Y por eso hoy tenemos tanto estrés. Hoy los jóvenes han aprendido que es aceptable no mirar a la cara de quien te habla, que no es algo que su cerebro interpretará como una forma pasiva de agresión. Han aprendido que es aceptable que alguien te esté hablando y que tú estés haciendo otra cosa, y que está bien participar en una reunión familiar, o asistir a un funeral, y estar distraído con el móvil. Se lo hemos enseñado unos mayores que, de un tiempo a esta parte, convertimos el asistir a reuniones y estar contestado correos en un símbolo de estatus (soy tan importante que tengo que estar siempre presente) y de inteligencia (puedo hacer varias cosas a la vez, aunque la neurociencia nos diga ahora que eso es un mito), en vez de en una falta de respeto, que es como siempre lo habríamos visto. Yo en clase me he encontrado de todo: quien está viendo un partido de fútbol entre Irán e Inglaterra, quienes están haciendo una reserva en Booking; o lo más habitual de no parar de escribir WhatsApp, o de revisar Instagram o Facebook. Imagino que, en algún momento, quienes decían que el alcohol, el tabaco u otras sustancias provocan adicciones y que eran malas fueron tildados de cascarrabias. Yo siento que mis alumnos me ven como un cascarrabias que, sin que gane nada con ello, les dice que intenten dejar su adicción al móvil y a las redes, de la que se lucran las empresas que se dedican a ello. Cuando intento dar clase y captar la atención, y veo que siempre hay alguien más pendiente de su móvil que de mi clase, pese a todo lo que yo haya leído mi cerebro no puede evitar interpretar eso y hacerme sentir enfadado. Cuando yo era niño el mayor miedo de las personas corrientes era que el enfado de las personas con más poder pudiera provocar una hecatombe nuclear. Ahora las personas con más poder basan su modelo de negocio y su poder en generar miedo en las personas corrientes, lo que está generando una hecatombe social, de Gaza a Ucrania, de Brasil a Estados Unidos. Ojalá que el miedo a sus consecuencias nos haga cambiar.
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