Sala de vacaciones: ¿quién vigila al vigilante?
Que la independencia de los jueces es crucial en el Estado de Derecho y en las democracias pluralistas como la nuestra no parece reclamar grandes razonamientos para su justificación. ¿O sí?
Los jueces y los integrantes del Tribunal Constitucional, aunque no forman parte del Poder Judicial, ejercen funciones jurisdiccionales que son trascendentales para el funcionamiento del Estado Constitucional de Derecho: garantizar la supremacía de la Constitución sobre la acción del Poder Legislativo y, en el sistema diseñado por la Constitución del 78, la protección de los derechos fundamentales (a través del recurso de amparo constitucional), así como preservar la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, la autonomía de las entidades locales, resolver los conflictos entre los órganos constitucionales... Y deben fundamentar en Derecho sus resoluciones. Con criterio jurídico y no político. Ahí es nada.
Sin embargo, por perfecto que fuera el diseño de nuestro sistema político, la Constitución y las normas jurídicas no pueden hacer milagros. Su vigencia efectiva depende en buena medida del arraigo de sus valores en la sociedad civil. Porque ésta es la última garantía, de naturaleza política o sociológica (como prefieran), de todo el sistema. La que puede hacer realidad un cierto control de quienes desempeñan las más altas funciones de garantía y sobre quienes ya no están previstos otros procedimientos ni órganos de control. Sólo la sociedad puede responder a aquella preocupación que latía bajo la expresión ¿quis custodiat custódiem?, ¿quién vigila al vigilante?
Porque los órganos y las técnicas de control y garantía no pueden crecer ni multiplicarse hasta el infinito.
Por eso, la lealtad a la Constitución es tanto más imprescindible cuanto más altas sean las responsabilidades que desempeñan los órganos constitucionales y quienes los componen.
Pero no nos engañemos: porque puede darse el caso de que, precisamente, esas altas autoridades traicionen el espíritu y la letra de la Constitución a la que deben un sometimiento y una lealtad especialmente intensos. Y ocurre. Y esas cosas que, cuando uno era estudiante parecía que sólo existían en los libros, resulta que también existen en la realidad. En la realidad de la España de hoy, la España en la que muy influyentes poderes económicos y sus agentes institucionales han decidido desde hace un tiempo que: o controlan directamente las principales Instituciones del Estado, y las ponen al servicio de sus intereses, o aquí no gobierna nadie.
La ejecución servil de esa estrategia es la que explica por qué el PP ha venido bloqueando sistemáticamente la renovación del Consejo General del Poder Judicial y la del Tribunal Constitucional. Obstaculización cuya gravedad jurídica y política es difícilmente exagerable. Porque a través del CGPJ continuaban controlando el nombramiento de las principales autoridades judiciales. Y perpetuando anticonstitucionalmente una mayoría conservadora en el Tribunal Constitucional podía seguir perpetrando fechorías como la que acaba de realizar la “Sala de vacaciones”. Están ahora en minoría; pero el descaro es el mismo, a la menor oportunidad que se les presente.
Con el paso del tiempo he ido aprendiendo cómo puede manipularse la función jurisdiccional para alinear sus resultados con determinadas estrategias políticas y electorales. Y aquí, en España, conservadoras, of course.
Primero, manejando la interpretación y la aplicación de las normas y de las garantías de los derechos, especialmente de los derechos fundamentales. A veces siendo extraordinariamente estrictos frente a los incumplimientos de la legalidad, como cuando inhabilitaron longo tempore a una alcaldesa del PSOE de Tenerife por dictar un decreto, incumpliendo los requisitos legales de la legislación de haciendas locales, reconociendo una indemnización de 4.000 euros al medianero de una finca expropiada por el Ayuntamiento. Otras, extremadamente comprensivos: como cuando el señor Marchena ha dictado un ukasse archivando todo un modus operandi ilegal establecido en el Ayuntamiento de La Laguna por el aforado prêt à porter Clavijo, dictando en materia de contratación de servicios una cuarentena de Decretos ilegales, frente a las constantes advertencias de la Intervención y “comprometiendo y pagando ilegalmente” (no son expresiones mías, sino de la Fiscalía Anticorrupción) alrededor de 40 millones.
La condena del diputado Alberto Rodríguez fue especialmente escandalosa. Porque cualquier magistrado sabe que si sustenta una condena penal en las declaraciones de los testigos, aunque sea la de uno solo y por precarias que sea, amarran definitivamente la sentencia, ya que ningún tribunal superior, en vía de recurso, puede corregir la valoración de esa prueba efectuada por el tribunal que ha presidido su práctica, directa e inmediatamente.
Otra, jugando con los plazos. Recientemente hemos visto y conocido archivos y condenas (ya pueden imaginarse de qué cargos públicos y de qué partidos) antes de las elecciones. Y archivos o absoluciones, inmediatamente después del día D electoral.
La primera vez que, extrañado, me topé con esta manipulación temporal de los plazos procedimentales fue, hace muchos años, cuando inhabilitaron -justo antes de las elecciones municipales de ¡1983!- a mi amigo y compañero José Francisco Armas, alcalde de Valverde (El Hierro), por demoler por vías de hecho una pasarela privada de mampostería, ilegal e ilegalizable, que conectaba una mansión privada con el Charco litoral de El Tamaduste, integrado en el dominio público. Ingenuamente yo me preguntaba: por qué ahora y no dentro de unos meses.Y, desde entonces, y hasta poco antes o inmediatamente después del recién 28M, un siempre oportuno goteo. Y con los mismos beneficiarios.
La resolución de la Sala de vacaciones del Tribunal Constitucional, rechazando la admisión a trámite del recurso de amparo de Puigdemont frente al criterio reiteradamente establecido por el propio Tribunal en supuestos y procedimientos como éste, es sencillamente escandalosa. Casi tanto como lo fue la adopción de medidas cautelares provisionalísimas, solicitadas por (¡cómo no!) por el PP, sin escuchar al Congreso ni al Senado, ni a los demás grupos parlamentarios, interfiriendo por primera vez en el ejercicio del Poder Legislativo y pervirtiendo su papel de “legislador negativo” y tras la aprobación y publicación de las Leyes, que es la que le corresponde constitucionalmente.Y, además, determinando la mayoría del Tribunal dos magistrados designados por el PP, con su mandato caducado y afectados directamente por algunas disposiciones de la Ley en cuya tramitación parlamentaria irrumpió la mayoría conservadora del Tribunal Constitucional.
De todas formas, tengo la esperanza de que esta maniobra desvergonzada de la actual minoría conservadora del Tribunal, pero ocasional mayoría agostera en la Sala de vacaciones, tenga los mismos efectos contraproducentes que la jactanciosa afirmación de Abascal, calificando de “chiste” la aplicación “por Rajoy”del 155 de la Constitución al Procés para restablecer el orden constitucional, y amenazando con un (inconstitucional) 155 indefinido: que la sociedad catalana, y los propios líderes independentistas, no pierda de vista lo que les espera con un Gobierno del moderado Feijóo y sus cada vez más siamesinos de Vox.
Esas autoridades -“y lo saben”- se sienten en buena medida impunes. Por eso se atreven. Y actúan a la orden, en la forma, el fondo y el tempo, de los Estados Mayores de la derecha. Entre otras razones porque saben que de ello depende su futuro profesional. Si es que aún tienen expectativas.
Impunes porque, aunque la Constitución somete el ejercicio de la terrible función de juzgar al principio de responsabilidad y a pesar de que una resolución gravemente injusta puede ser constitutiva de delito de prevaricación judicial, son realmente excepcionales las sentencias condenatorias. Y tanto más excepcionales cuanto más alta y mejor “relacionada” sea la autoridad judicial que actúe desvergonzadamente.
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