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Si fueran populistas

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Siempre me ha parecido que el pronunciamiento de “populista” en el tono peyorativo con que se ha nombrado incansablemente a un partido como Unidas Podemos, para intentar dejarle una estela de descrédito ante la población general, resultaba, ante todo, ambiguo. Me planteaba por qué se le atribuía tal desprestigio a este término, como si lo popular, el interés popular, tuviera que ser denostado si se defendía públicamente. Claro que entendía que lo que se quería generar desde tantos sectores, partidistas e informativos, con este adjetivo era la expectativa del no cumplimiento de las promesas planteadas en sus intervenciones iniciales. Sin embargo, lo que ocurrió a posteriori, al amparo de ese populismo, fue que las promesas se convirtieron en propuestas y concretadas en programa electoral.

En un siguiente paso, si seguimos la línea del tiempo, muchas de esas propuestas fueron firmadas como acuerdo de gobierno y, por último, materializadas, como inicio de cambio, al llegar a él. Entonces ¿por qué este partido era tildado de populista con connotación de incumplimiento? Resultaba evidente, con hechos constatados, que al mismo le podía resultar realmente sencilla la contraargumentación. Pues eso mismo se percibió entre los partidos y medios contrarios, sobre todo tras la buena defensa del propio trabajo por parte de los y las parlamentarias de UP en el Congreso. Por ello, considero, empezaron a cesar este analogismo hacia el partido y aumentar el estruendo de otro término al que sí lo dejaron anclado: radical, radicales.

El acierto con el nuevo adjetivo fue latente, de hecho, se logró que en tantos contextos se temiera a los radicales sin más, sin añadir a sus explicaciones el porqué de esos miedos. A una parte de la población le parecía que venían mintiendo, rompiendo su voto de pobreza, directos a nacionalizar los pequeños comercios y a expropiar sus viviendas. Un miedo atroz y sinsentido, ya que no se amparaba en ningún epígrafe de ningún programa electoral. No se paraban a pensar que eso que temían podría pasar si alcanzaban más cuota de gobierno “los radicales”, se estaba haciendo, justamente, desde hace tanto tiempo por parte de los poderes fácticos.

Ya una parte de la ciudadanía se había quedado en la cuneta, tras la brutal crisis del 2007, con ERES que la dejaban ante abismo, teniendo que entregar sus viviendas, tras meses de impago, a los bancos, sin la posibilidad de dación en pago. Familias abocadas a un futuro lleno de cargas prácticamente insalvables. Pero nadie cogió miedo a esos ladrones de viviendas. La imagen de enchaquetadas y enchaquetados representantes de entidades financieras no generaba ningún terror, su imagen no venía precedida por esa música ambiental que te encoge las entrañas y te corta el aliento anunciado el gran susto que asomará en la pantalla cuando ves una película de terror. Y me preguntaba cómo lo lograron, cómo lograron que un dirigente de mensajes directos, honestos, pedagógicos y, muchas veces, desnudos de diplomacia, le generara tanto miedo a una parte importante de la población. El radical, el coletas.

Los bulos habían funcionado, pensaba, el cuarto poder, no independiente, pero sí real de nuestra mermada democracia, tenía agujeros muy grandes que reparar. Y me planteaba, enredada como una culebra con la misma idea, cuánto tiempo tardaría nuestro sistema en reparar esta anomalía. Y entendía que hasta que el cuarto poder no fuera nombrado como tal, no iba a tener una regulación más coherente.

Resultaba absurdo que una difamación repetida mil veces hasta convertirla en verdad, tal y como asesoraba el ministro Göbbels durante el Tercer Reich, tras ser judicializada y sentenciada en favor del demandante, sólo llevara pena económica o, en su caso, de retractación; una retractación no comparable ni en una milésima parte a la enorme dimensión del daño causado.

Cómo era posible que en un Estado democrático no se clausurara, de forma permanente, un medio de comunicación reincidente en este tipo de acciones ¿Pasaría igual con un centro médico que incurriera de forma sistemática en negligencias médicas? ¿En un restaurante que no llevara a cabo las instrucciones de sanidad tras una inspección? ¿O nos platearíamos que una o un deportista siguiera con el título tras dar positivo en control antidoping? En todos esos casos la respuesta popular sería evidente. No. Pues en nuestro país sí se permite tener abierto un medio informativo que desinforme, que amplifique ambivalentemente información falsa y veraz sin ton ni son.

Yo sí que percibo esto una grave anomalía en un sistema democrático. Claro que tras los resultados en las elecciones del 4M de Madrid y la posterior despedida de quien yo considero un político riguroso y generador de cambio, Pablo Iglesias, pensé que la maquinaria había funcionado, pero que no podemos fijarnos sólo en la campaña del bulo, las fake news si cedemos a los anglicismos, sino en el modo en que estas falsas noticias y promesa de un villano a la población, adquiría portavocía. El modo de difusión era la clave.

Siempre he interpretado que, desde la izquierda ideológica, en general, hay un respeto a la interlocución, no se repite una instrucción en cadena, se discrepa internamente creando debates más ricos y no se amplifica una falsa expectación. Desde la izquierda ideológica, repito. Era evidente que la entrada de Unidas Podemos, Podemos en sus orígenes, en el mapa político, se inició con una suerte de campaña que atesoraba maestría en el control de redes sociales. Había muchas y muchos componentes jóvenes, lo que les daba la cátedra en estos medios frente a la poco alegre madurez de los partidos convencionales, que en las mismas redes no llegaban a calidad de infantes. Y el fluir de esa manera tan hábil les ayudó a achicar la gran desventaja de partida con los partidos de siempre, que contaban con su omnipresencia en todos los noticiarios y mesas de debate, artículos de prensa y entrevistas de radio.

A quienes parecía imposible bajar del atril, aunque fuera por escasos segundos, tan posicionados como estaban. Esa frescura de la llegada no pudo durarles mucho. Los adversarios aprendieron rápido, controlaron redes igual que ellos, no lo sabían hacer, pero podían contratar a quién supiera hacerlo. Así que, en ese estadio, tampoco, la izquierda ideológica podría volver a ganar. Quedaban algunos programas televisivos de mayor expectación, pocos, que les daban cabida, a la vez que nombraban los desaciertos de la derecha, pero tampoco así cesó el miedo a los radicales

¿Qué ocurría en realidad? Que estos programas que les daban atención, eran programas específicos de política, tanto en radio como en televisión, y aunque fueran programas en tono de humor, eran programas de política y los veía o escuchaba quién estaba buscando ese tipo de información o entretenimiento concreto.

Y aquí llega la gran victoria de la derecha. La derecha tiene sus programas específicos de política, como la izquierda ideológica, ya controla las redes sociales, está muy cómoda con la anomalía del sistema que permite la propagación de bulos y ataca a la izquierda, principalmente a la que desestabiliza sus cimientos, demonizando sus figuras de mayor protagonismo en programas de entretenimiento “no políticos”, en medio de la proposición de una nueva receta, tras la entrevista a una médica en prevención de diabetes infantil o insertando la opinión anti radicales en un debate sobre la idoneidad ,o no, de la entrega del Goya a la mejor actriz en la última gala. Esa derecha no respeta a su interlocutor o interlocutora, lanza el miedo: radical, coleta… sin considerar que al otro lado una persona se había conectado para ver una receta de arroz a la marinera.

Comprendiendo, ahora, esta forma de hacer política de partido, desde la derecha, vuelvo a buscar el término “populismo”; el de la rae: “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”. Sólo que esta vez la connotación de mentira o incumplimiento es realmente palpable.

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