Espacio de opinión de Canarias Ahora
Siempre me sentí orgulloso
En este último año he tratado de escribir mil veces esta columna, pero siempre me estrellaba con la pantalla del ordenador. Era como si la distancia entre mis pensamientos y las teclas del portátil se me antojaran insalvables, más allá de toda comprensión. Controlar algunos sentimientos, al igual que tratar de correr más que un fantasma, se convierte en una quimera que te acaba por destrozar, por dentro y por fuera. Y cuando esto sucede, son pocas las opciones que te quedan, además de claudicar y admitir tu derrota.
En mi caso particular, terminaron siendo mis recuerdos más sencillos lo que me ayudó a comprender muchas cosas, sobre todo aquellas realmente importantes.
Sé que cada uno tiene sus propias experiencias y gracias a ellas nos solemos mover en un mundo como el nuestro. Con el paso de los años, tendemos a idealizarlas, adaptarlas a la realidad y, con ello, utilizarlas como un salvavidas cuando las cosas van mal. La verdad es que no si este será mi caso, pero quisiera pensar que mi memoria todavía funciona bien y que no me está jugando malas pasadas.
Sea como fuera y llegado el momento, la elección de un recuerdo fue fácil y muy esclarecedora, lejos del dolor que supone pensar en que lo único que te queda es escribir esta líneas. Todo sucedió hace, aproximadamente unos veinte años, más o menos, un domingo cualquiera. El escenario: la piscina de un céntrico hotel de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria.
Aquel día, como otros muchos, había transcurrido entre la ceremonia de tomar el sol, bañarse, volver a tomar el sol y, llegado el momento, comer. Después, y tras una agradable sobremesa, el hijo de uno de los matrimonios allí reunidos y yo, decidimos ir al cine ?el hoy desaparecido Multicines Royal- y disfrutar del resto de la tarde por nuestra cuenta. Tras vestirnos y comentarlo, ambos pasamos a ver a nuestros respectivos padres, entre otras muchas cosas, para pedirles dinero para poder llevar a cabo nuestro ambicioso plan. En aquellos días los dos dependíamos de lo que ellos ganaban, al no tener otro medio de lograrlo. En mi caso particular, siempre me dieron mucho más de lo que merecía, aunque ellos no pensaban así.
El caso es que, mi padre me dio, como solía ser costumbre, uno de aquellos billetes de mil pesetas, con el rostro de don Benito Pérez Galdós y algunas monedas para coger la guagua, si fuera necesario. La “transacción” se cerró con un beso y el habitual que te lo pases muy bien.
Sin embargo, mi compañero de aventura no lo tuvo, ni muchos menos tan fácil. Su padre no sólo se mostró frió y distante, sino abiertamente contrariado por tener que darle dinero a su hijo para ir al cine. Al final, y tras la insistencia de su hijo, la recompensa obtenida se limitó a un par de monedas de veinte duros y una nueva recriminación por tamaña osadía. Por aquel entonces el cine costaba 250 pesetas, con lo que yo le hubiera tenido que dejar dinero para completar el precio de la entrada.
Ante aquella muestra de mediocridad mi padre no aguantó más y le soltó una tremenda bronca, llamando a su compañero de paternidad miserable, anormal y otra buena cantidad de improperios, los cuales hubieran sido del agrado del mismísimo capitán Haddock. No contento con sacarle los colores al individuo y antes de que lograra reaccionar, mi padre sacó otro billete de mil pesetas y, ante la cara de estupor de mi amigo, se lo dio y le dijo que se lo gastara en lo que quisiera. Sé, porque me lo dijo luego, que él no quería cogerlo, pero mi padre no estaba en plan de aceptar un no por respuesta y de ahí que no insistiera en su afán por devolverle el dinero a mi padre. Después de eso, y con una sonrisa en mis labios de las que no se pueden, ni se quieren ocultar, salimos de allí camino del cine y de una tarde muy agradable.
Y ahora me preguntarán, ¿por qué mi padre criticó tan airadamente lo que un padre hizo con su hijo? Se da por supuesto que las relaciones entre padres e hijos son personales y nadie se debe interponer en ellas, salvo que exista una buena causa, como ocurrió en este caso. El padre de mi amigo era de los que presumía de muchas cosas, sobre todo del dinero que tenía. La verdad es que quien presumía era su mujer, pero él lo demostraba gastándose el dinero en comida y bebida.
Para los precios de ahora, dilapidar diez mil pesetas en copas en una velada ?unos 60 euros de ahora- puede parecer ridículo, pero no en aquellos momentos. Encima, era de los que le gustaba jugar a las cartas, y no se apostaban cerrillas precisamente.
Sin embargo, lo acabó por cansar a mi padre -y a buena parte de los que estábamos allí- era el doble rasero con el que este profesional liberal, con altos ingresos, trataba a sus dos hijos. Para con su hijo, un chico educado, cortés y muy agradable todo eran inconvenientes, malos modos y racanerías. Para con su hija, en cambio, una niña mimada, insoportable y consentida, la situación era todo lo contrario. Lo que ella quería, se le daba y no había más que hablar. Poco importaba que la mentada criatura tuviera problemas con el resto de las personas por su falta de educación y sus perretas de niña malcriada. Para sus padres, ella representaba una perfección de la que su hijo adolecía.
Todos estos factores, sumados y agitados fueron el detonante final para que mi padre pusiera en su sitio a una persona demasiado acostumbrada a que nadie le replicara sus arbitrarias decisiones. Lo mejor es que nadie de los allí presentes ?y había más de quince personas- salió a defender a una persona tan miserable como desagradable.
Sé que mis palabras suenan a lo que suenan; es decir, a las de un hijo orgulloso, MUY ORGULLOSO por el comportamiento de su padre, pero me alegro de que suenen a eso mismo. A orgullo por estar con una persona que sin tener, ni por asomo, los recursos del mencionado y miserable personaje que les he descrito en esta columna, siempre compartió lo que tenía y me enseñó a ser la persona que ahora soy.
Lo único que falla es que nunca se lo dije tantas veces como debiera y, ahora, ya no puedo hacerlo. Por mucho que lo intente, no puedo hacerlo.
Eduardo Serradilla Sanchis
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