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Navidades en pijama

Ana Tristán

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Estas navidades las pasaré viendo series y películas viejas en pijama. Acompañada por mi prima querida, mi hermana y mis padres, que la marginación ha de ser dosificada, no nos vaya a envenenar.

En mi vanidosa opinión, las fiestas y la socialización en masa están sobrevaloradas. Qué fatiga hormigueante, que ansiedad tecnicolor. ¡Con lo bien que está una tranquila en casa, patita en alto, copita en mano, a la lumbre del calor histérico del hogar!

Cada navidad es una odisea psicológica y alimentaria, siempre distinta, siempre igual. Como la vida misma, pero más. La celebración del nacimiento de Jesús nuestro señor, que eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, ha sido absorbida por el espíritu glotón de consumista despiporre. Quién va a ir a la misa del gallo con semejante resaca, válgame dios.

Nada, nada, nos quedamos con el Belén y el arbolito, que algo habrá que hacer para tenernos entretenidos en el frío invierno. Perdura por el correr de los siglos la tradición del festejo, pero vamos desechando la liturgia, la caridad, el perdón, la contrición. Nos quedamos con el envase y tiramos el contenido, como buenos posmodernos, religiosos sin religión.

Hace años, en mi esquizofrénica adolescencia, solía pasar las semanas previas planeando la fiesta más guay y multitudinaria a la que asistir. Si por alguna fatídica casualidad me quedaba sin plan, sentíame como un bicho raro, un fracaso de persona en el limbo del guayismo y la marginación. En tierra de nadie. En casa de mis padres.

Ay, bendita post adolescencia. Gracias por aparecer en mi vida. (Si utilizas el post- antes de cualquier concepto te lo canjean por un máster en sociología)

Valoro el aburrimiento y la tranquilidad, el buen vino y el buen amor. (Qué cursi, creo que me ha picado un intensito) Al lugar donde has sido tan feliz como infeliz hay que volver de vez en cuando. Regar la raíz para que las ramas crezcan sanas y fuertes, para trepar, como el barón rampante por las frondosas copas de la realidad.

Las fiestas navideñas son, tienden a ser, un agujero de melancolía para todos, más aún para quienes han de pasarlas en soledad. Un recordatorio martilleante de la falsa felicidad ajena, de amoroso decorado y euforia social envolviendo el vacío. Pero créanme, solitarios y excluidos del festín y el postureo, en cierto sentido ustedes tienen suerte y seguramente, practiquen el auténtico espíritu de la Navidad. El aniversario de la muerte de un señor al que le hicieron bullying hasta la muerte y clavaron a una cruz.

He visto hoy en Facebook que el museo del Prado ha dado una comida navideña para 200 personas sin hogar (de las 2200 que hay registradas sólo en Madrid). Esta caritativa y extraordinaria cena de Nochebuena ha sido organizada por Mensajeros de la Paz y la ONG del padre Ángel García. La noche del 24 de diciembre de los pobres de Madrid tuvo el sabor de la alta cocina o “haute cuisine”, que dicho en francés parece más cara y más sabrosa. El Chef Martín Berasategui y sus diez estrellas Michelín tiñeron de gala, por una noche, el color de la pobreza.

No es mi intención amargar la efervescencia navideña con el recuerdo de los sin techo, los solitarios, los refugiados. Hay gente con chaleco y carpeta que se dedica a ello profesionalmente, no seré yo quien les haga intrusismo laboral. La realidad sigue siendo la misma, aunque brindemos con Moet & Chandon y una servidora corra un tupido velo. Yo sólo quiero desearles a todos que tengan un bonito día.

Ya profesen la caridad o la solidaridad, les deseo que profesen algo y que puedan hoy irse a la cama con el estómago lleno y la conciencia algo tranquila.

Tengan cuidado con los renos y los camellos esta noche, amigos.

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