Archivose, como han visto, aunque de modo provisional, la causa penal abierta por el concurso del ser vicio de hemodiálisis de los hospitales Doctor Juan Negrín y José Molina Orosa, y lo que nos queda a todos los que nos hemos leído el auto de la magistrada Victoria Rosell es la confirmación de que cualquier cosa es posible en estos convulsos peñascos ultraperiféricos. Es verdad que el archivo es provisional, pero más verdad es que para reabrir la causa sería necesario el hallazgo de una prueba que confirmara lo que todo el mundo sospecha: que alrededor de ese concurso se alinearon de forma perversa todos los astros para que la empresa adjudicataria fuera la tal Lifeblood, hija putativa de Inprocansa, la que pegó el tremendo pelotazo de nueve millones de euros del caso Canódromo. Porque en esta tierra, pueblo chico donde los haya, es difícil que los actores en presencia no acaben manoseados en el mismo lodo, como dice el insuperable tango de Enrique Santos Discépolo, Cambalache. Efectivamente, la adjudicación del concurso de la hemodiálisis iba a ser un acontecimiento normal y corriente que se tornó cambalache porque a Soria le dio la revoltura y rompió el pacto en octubre de 2010, tan solo unos días después de que la Consejería de Sanidad entregara ese tremendo chollo de 26 millones de euros de beneficios netos en quince años. De no haberse roto el pacto probablemente a estas alturas estaríamos hablando de otra cosa, porque ahora sabemos que en aquella Consejería de Sanidad, o más concretamente en el Servicio Canario de Salud y su cuñada, la empresa pública Gestión Sanitaria de Canarias (GSC), pasaban cosas grandiosas cuando el PP habitaba entre nosotros.