La inveterada resignación del usuario aéreo, al que se oculta todo tipo de trapisondas bajo el eufemismo de “causas técnicas”, hizo que ese retraso de hasta ocho horas en salir de Gran Canaria a Madrid no acarreara especiales sofocos entre el personal de tierra en el que tiene delegadas esas competencias Spanair. Pero la resignación se tornó indignación al aterrizar en Madrid, pasadas las doce de la noche, con un visible cansancio entre el pasaje, que se disponía a soportar las dos últimas jodiendas de la compañía. La primera, aparcar el avión lejos de la terminal y utilizar para los ciento y pico pasajeros una sola jardinera en la que se podía leer clarito que sólo tenía capacidad para 72 seres vivos. Y la segunda, hacerlos esperar más de una hora por su equipaje. El personal de la ventanilla de reclamación de equipajes actuaba con la naturalidad propia del habituado a los constantes cabreos de los clientes de esa compañía, y hasta animaban con cierta sorna a presentar reclamaciones, seguramente a sabiendas de que no sirven para nada. Porque la noche de autos había exactamente dos operarios, dos, y los dos con un solo camión, para descargar y despachar todo el equipaje de todos los vuelos de Spanair que llegaran a esas horas. “Cuando terminen con los demás vuelos”, señalaban pacíficamente las azafatas de tierra, “empezarán con el suyo”.